La discussion au sujet de l'identité a peu à peu couvert d'importants espaces dans les débats concernant la modernité. Perçue comme partie intégrante du processus historique, l'identité nous rapporte nécessairement à la conception d'un passé qui a réalisé un apport à la construction de l'image de groupe. Dans ce contexte, les travaux provenant de plusieurs branches des sciences sociales, et parmi elles, l'archéologie, contribuent à développer le sujet.
Néanmoins, un obstacle surgit: dans le cas du travail sur l'identité, il s'agit de la facilité avec laquelle celle-ci peut être manipulée à partir d'une réinterprétation des processus historiques. Ici, par conséquent, deux questions méritent d'être posées: sur quelles notions du passé travaille l'identité? et quel est l'usage que l'on donne au discours historique? Les solutions se trouvent immergées dans la gestion politique. Les interprétations qui sont faites du passé répondent aux intérêts que défendent les différents secteurs sociaux; ainsi, le discours historique peut être utilisé comme une arme pour légitimiser des politiques qui conduisent à la réaffirmation de l'identité. Pour cela, en certaines occasions, l'on a eu recours à l'interprétation archéologique, tel que l'illustre Ian Hodder (1990:15), alors qu'il souligne que "... tout autour de la planète, l'archéologie est en train d'être utilisée avec une plus grande vigueur par des nations émergentes et des minorités ethniques, pour légitimiser leurs demandes de terres ou valider leur existence politique contemporaine".
Vemos, entonces, cómo trabajos de índole arqueológica son utilizados en muchos casos para la sobre-exaltación de elementos pasados con un fin político, lejos de las interpretaciones fundadas en la objetividad de los datos. El simbolismo que se encuentra en los restos arqueológicos, los bienes patrimoniales y en los hechos históricos mismos, ha sido reemplazado por la interpretación que se le da desde diferentes sectores. Y es que, al igual que la idea de arqueología se remitió a los objetos, “...el concepto de patrimonio cultural se restringió a la restauración, reconstrucción, consolidación y modificación de edificios (…), a tal punto que una arqueología de la vida cotidiana de los sitios ha sido desechada” (Maggiolo 1999). Por tanto, percibimos que lo importante no es la historia ni el simbolismo que está detrás, sino la imagen de la fachada o el objeto. El valor inconmensurable que los grupos de poder asignan a los objetos se vuelve fuente de consenso general, pese a las distintas formas de apropiarse del patrimonio que poseen los distintos sectores de una población (García Canclini 1990).
La idea contemporánea del pasado “no envuelve una secuencia, historia o evolución” (Hodder 1990). Ahora, al parecer, ya no es necesario asumir el pretérito en su contexto, surgido de una práctica investigativa; basta con interpretar y crear el pasado que queremos o deseamos. Las personas no se conectan con un pasado, sino con los fragmentos del pasado que les interesa. El pasado ha sufrido una materialización, una comercialización; hoy en día el pasado “vende”.
En el país, la conformación de una historia, a partir de la arqueología, ha estado colmada de una serie de falacias y construcciones erróneas (ejemplos de ello los encontramos en el trabajo de Salazar 1995). Así, desde el insostenible Reino de Quito, hasta los muy de moda observatorios astronómicos (Cochasquí, Catequilla, Tulipe, etc.), se ha tratado de generar una imagen que incentive el nacionalismo. El inconveniente está en torno a quiénes manejan e interpretan los vestigios arqueológicos y a cómo lo hacen. Muchas historias caen en invenciones fantasiosas, en gran parte debido al espacio cedido por la escasa práctica arqueológica profesional, en la que una arqueología esencialmente descriptiva e incapaz de resolver problemas teóricos de interés cultural, no ha encontrado las formas adecuadas de conexión con la comunidad. De esto se han valido filibusteros culturales que le han dado un tinte comercial al pasado, vendiendo interpretaciones de moda (acaso new age), que encuentran acogida en turistas que buscan lo exótico o en una sociedad ansiosa por descubrir lo que hubiera deseado que fuera su pasado.
En este ámbito se han concebido proyectos municipales empeñados en la recuperación, restauración y conservación de bienes patrimoniales, como una manera de apropiarse de espacios históricos sobre los cuales se inventan historias acordes a sus propósitos (Itchimbía gran centro ceremonial y observatorio astronómico, etc); museos que realzan el valor de los objetos por encima de los contextos; arqueólogos que ya no excavan, sino estudian colecciones particulares o de museos generalmente adquiridas del mercado negro; y por último “para-arqueólogos” jugando a ser arqueólogos, excavando o, mejor dicho, destruyendo sitios arqueológicos. Es notorio que aún no se comprende, en términos reales, en qué consiste la arqueología y en qué consiste el patrimonio cultural.
¿Cómo podemos entonces hablar de una arqueología que aporte a la identidad? ¿Hasta cuándo podemos seguir oficializando historias falaces con el pretexto de fortalecer la identidad? No podemos permitir que ciertos grupos continúen inundando con mentiras a la colectividad, solo con el afán de responder a sus intereses. Hay que encontrar un punto de equilibrio entre un discurso arqueológico moderado y las expectativas de la comunidad respecto al pasado. Caso contrario, el pasado construido como ajeno, aunque se presenta como una imagen real de lo ancestral, no es más que un espejismo dispuesto a saciar cualquier sed de pasado como cimiento en falso de la identidad.
[Ilustración de Miguel Vidal, tomada de Nueva Crónica del Perú, siglo XX, de Pablo Macera y Santiago Forns, 2000, Fondo Editorial del Congreso del Perú, Lima]. |