No me acuerdo por qué vino. Pero un día tuve en mi oficina a Don Manuel, huaquero de mil “hazañas” subterráneas en el Norte del país. Uno podría pensar que un huaquero huele a antimonio, pero no. Mas bien perfumado y de terno, Don Manuel se sentó frente a mi, de buen talante y locuaz.
Para comenzar, la conversación entre un arqueólogo y un huaquero es como el encuentro del confesor con el pecador. Se hace revista de la gran gama de huaqueros, desde los torpes, que lo rompen todo por encontrar el oro precolombino, hasta los más “profesionales” (entre los cuales habría que incluir sin duda a Don Manuel), que se preocupan de rescatar algún hueso o un hacha de piedra. Y uno se entera de todos los sitios destruidos últimamente, y de la red de coleccionistas y traficantes de antigüedades. Por cierto, a un momento dado, el arqueólogo tiene que aguantar la acostumbrada burla de los huaqueros que, ellos sí, encuentran ollas enteras, mientras nosotros pobres las encontramos siempre hechas pedazos. Y en fin, hay que hacer revista de los “pecadillos” de los arqueólogos, que van desde descuidos, negligencias y acciones poco responsables, hasta muestras de ineptitud que, con razón o sin ella, nos achacan los huaqueros. Don Manuel hablaba ya animadamente cuando abordamos la arqueología del Carchi.
- La gringa Alicia? Puuu, no sabía nada. O me contrapunteaba. Le decía: “vea, aquí hay que cavar”, y ella justo excavaba al lado, donde no había nada. Chuta, cómo le gustaba contrapuntearme. Dijo que iba a escribir algo y hasta ahora no he sabido nada. Pero estoy seguro que, cuando estaba sola, volvía calladita a cavar donde yo le había indicado. - Y usted cómo sabe donde hay que cavar? - Ah, pues, hay que andar viendo todo. Por ejemplo, en días de lluvia, espero que pase el aguacero, y voy al campo y lo recorro cuidadosamente mirando al suelo. La tierra dura que no ha sido cavada, no deja pasar el agua, mientras en la tierra suave se filtra todita. O sea, después del aguacero, usted ve en el terreno un mundo de cochas. Allí no hay que cavar, porque no hay nada. Pero de vez en cuando, se ve un pedazo de terreno medio redondito, un poquito hundido, donde se ha ido toda el agua. Allí está la tumba. Me hice el pendejo para no dejar traslucir mi sorpresa ante la admirable intuición de Don Manuel, y revolviendo papeles en el escritorio, hice una acotación suelta, sin atreverme a mirarle a los ojos. - Pero eso es elemental. - Ahí está que no. Porque entonces los arqueólogos ya nos hubieran dejado sin trabajo. - Vea Don Manuel, el arqueólogo profesional está entrenado para ver los pequeños detalles del terreno, elaborar su estrategia de excavación y apreciar con claridad la profundidad a que el terreno debe ser excavado, y esto en cualquier parte del mundo. Y ya me levantaba para despedir a mi visitante, cuando le oí decir, con aire despreocupado: - Siempre que conozca el sistema... Me quedé perplejo. Indudablemente, Don Manuel conocía algún secreto que lo iba a arrancar, asi me tocare ahorcarle en la oficina. - Qué sistema? De qué me está hablado? - Me está vacilando, verdad? Usted ya sabe, toda tierra tiene su sistema. En el Carchi, usted tiene primero la tierra negra, luego la tierra café oscura, luego otra negra más delgada, luego la de arena, la de arcilla, y la de ceniza. Es después de la de arcilla que se encuentran las tumbas. En cambio, las tierras desde el Guayllabamba hacia Quito tienen oootro sistema... Ya no quise oír más, y hasta me dolió que Don Manuel no fuera un arqueólogo hecho y derecho. - Don Manuel, yo quiero escribir su vida y sus pecados, o mas que sea sólo su vida. Por favor, cuénteme su historia, la publicaré con su nombre. No pareció entusiasmarle mucho la idea, pero me dio un atisbo de esperanza. - Bueno, realmente, sería alhaja dejar ese libro de herencia a mis hijos, para que sepan siquiera lo que he hecho. Sí, sí, regreso el próximo jueves para comenzar. Le estoy esperando todavía, porque se le olvidó decirme qué año. Es que quiero saber como es el mundo subterráneo de este Melquiades macondiano, que hace frente a los demonios del oro, armado solamente de horquetas y varillas de San Cipriano. Y se me ocurre que su baja estima del arqueólogo parece provenir más de un vehemente deseo de ayudar que de mostrar superioridad. Después de todo, la gringa Alicia de Francisco, en toda su “ignorancia”, levantó la nueva secuencia cultural del Carchi, que mil Manueles no lo hubieran hecho jamás. Por otro lado, me alegra enormemente saber que el ser humano siempre tiene algo que enseñar a su semejante. Por ello, si el lector me encuentra un día recorriendo el campo después de un aguacero, quiero que sepa que estaré honrando la inolvidable lección de Don Manuel. |
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