Sueño de una noche de invierno |
Escrito por Ernesto Salazar |
Lunes, 23 de Mayo de 2011 13:28 |
Estaba sentado en mi estudio leyendo noticias en mi celular. Y allí me entero que la American Anthropological Association, la más preeminente sociedad científica del mundo antropológico, ha decidido remover de su sección de objetivos generales la palabra “ciencia”. O sea que la antropología, en vez de ser la “ciencia” que estudia la humanidad en todos sus aspectos, pasa a ser solamente promotora de la “comprensión pública” de la humanidad en todos sus aspectos. Otro leño más al fuego que, desde hace unos diez años o más, abrasa por igual al bando de los antropólogos “ortodoxos”, por decirlo de alguna manera, y al de los que propugnan una actitud más abierta ante los retos y “productos” de la multiculturalidad. Ante tremendo pachacuti (1) que nos cae encima, cerré los ojos para sondear en mi intelecto el alcance de esta medida para la arqueología que, después de todo, ha sido fiel disciplina de la antropología por casi 100 años. Creo que me quedé dormido, porque de pronto me vi inmerso en un ambiente medio etéreo de intensísima luz que, curiosamente, no cegaba, y de figuras aladas difusas que se cruzaban unas a través de otras, al parecer sin tocarse. De acuerdo con todo lo que había leido, incluido el catecismo, inferí que estaba en el cielo. Sin embargo, poco pude disfrutar del escenario porque desde un altísimo lugar, probablemente del sector de los querubines o serafines, se desencandenó un viento, que no me atrevo a llamarle furibundo, por tratarse del cielo, sino mas bien de mucha energía, que me envolvió y me echó fuera de unas puertas doradas que se cerraron herméticamente. No sé si este evento sucedió porque no he comulgado en algún tiempo o porque soy arqueólogo; lo cierto es que esta especie de tromba eólica me zarandeó en vertiginoso descenso hasta que finalmente avisté el planeta Tierra y luego nuestra serranía y por último el sol pasto de fierro rojo que está construido a la entrada de Cotacachi. Caí aparatosamente y di con mi barriga en una de las puntas del sol pasto. Curiosamente, mi barriga actuó de cimbra y reboté, con tan mala suerte que volví a caer en otra punta, y luego en otra, y en otra (uffff, el sol pasto tiene ocho puntas… no más). Cuando llegué al suelo, me encontré con mi colega Lynn Hirschkind que estaba mirando al monumento… - Oye, me dice, que son estos fierros? No tuve tiempo de oirle más ni de contestarle, porque la tromba eólica me envolvió de nuevo y me llevó planeando por los cerros hasta que me hizo aterrizar en una loma pelada. No sé si estoy alucinando, pero me pareció ver en la entrada de Guachalá un círculo de piedras que también tenía el dibujo del sol pasto. Ojalá no sea cierto. En todo caso, me erguí un poco y vi, ladera abajo, el sitio de Rumicucho e inferí (yo siempre vivo haciendo inferencias) que estaba en el cerro Catequilla. Me levanté y moví el brazo para ver la hora y me di cuenta, con tristeza, que había dejado mi reloj en el cielo… Pero allí estaba un hombre que se daba las vueltas, con aire de dueño del lugar. Me acerqué a el y le pregunté la hora. Se puso delante de una piedra con un palito vertical en el centro, y mirándola me dijo: - Son las 12 horas con 24 minutos y 12 segundos. Bueno, me dije razonando en silencio, puede que este famoso descubrimiento no lo haya hecho realmente el pueblo catequillano, sino algún extraterrestre venido de galaxia lejana, o un enviado especial de Lord Sith para establecer el sistema horario del imperio galáctico. En todo caso, quedé maravillado al saber que estaba pisando la línea equinocial, y solo entonces me di cuenta que el suelo estaba quemando mis zapatos. Lo que no entiendo es por qué le meten en la colada a la Misión Geodésica que, por lo menos, no descubrió la linea equinoccial. Pero igual, una latitud es solo una latitud. Y todo objeto o elemento del paisaje terrestre puede ser ubicado en una latitud determinada. Cuando pude comprar un GPS hice el “extraordinario descubrimiento” de que mi casa estaba ubicada en latitud 0° 09' 20", que por cierto es única en el planeta Tierra, igual que lo es la latitud 0° 00' 00". Si sigo el argumento catequillano, esperaría encontrar, en unos diez mil años más, a un arqueólogo meditando frente a los cimientos destruidos de mi casa y ponderando como este pobre hombre pudo haber descubierto la latitud 0° 09' 20", para construir sobre ella su casa. No sé si la tromba eólica se dio cuenta de que estaba “razonando”, lo cierto es que me lanzó violentamente contra una piedra del Catequilla y luego colina abajo hasta que, cerca de Rumicucho, me levantó sobre las ruinas y me empujó hacia el Pichincha. Lo último que me pareció ver en el Catequilla fue un chivo disecado y otro reloj solar con unos huevos de gallina encima, y unos monolitos antropomorfos con cara de peruanos o mexicanos. Tengo que regresar al museo solar para constatarlo bien; si no voy a morir loco. El viaje estuvo algo movido. Hacía mucho frío y me pareció que yo estaba desnudo, puesto solamente los zapatos quemados. (Y así debió ser. Nadie con la piedad necesaria para realizar un viaje iniciático, lo va a hacer en blujeans y botas, y con el Ipod en la oreja! Por favor.). En cierto momento, ya de noche cerrada, comencé a planear sobre una espesa selva que tenía algunos claros, alumbrados al parecer por antorchas. En uno de ellos, adonde mi cuerpecito se dirigía verticalmente, pude ver una especie de piscina con agua, en cuyo derredor había bastante gente agachada y concentrada, como si mirara algo en el espejo del agua. “Deben estar viendo, me dije, cómo las preñadillas se comen a los shugshis (i.e. willi-willis, renacuajos)”. De repente chumblugg!!, y me hundí en la piscina, levantando olas bastante grandes que mojaron a todos los presentes. Por los gritos, los brazos en alto y las palabras raras pero dichas a todo pulmón, inferí que no me daban la bienvenida, sino que me estaban insultando. Afortunadamente, alguien me alargó un palo que lo agarré en un extremo, dejando que el nativo me jalara hasta el filo de la piscina. - Oye, le dije, en mi tierra, me gustaba de niño ver como las gallinas se comían a los gusanos, pero lo hacía más por distracción, porque nunca creí que esto fuera relevante. ¿Por qué es importante aquí ver cómo las preñadillas se comen a los shugshis? De pronto la selva comenzó a balancearse; se desprendían las hojas de las matas; los pájaros se estrellaban contra los árboles; y los pumas rodaban por los senderos como pelotas de futbol. Finalmente, me agarró el viento huracanado y me llevó rápidamente, con rumbo sur creo, por una enorme llanura, hasta que avisté un río grande, cerca del cual giré a la izquierda y remonté, ya sin aliento, una interminable pared de roca casi vertical. Cuando aterricé, me encontré en una calle corta cerrada en los extremos, junto a una iglesia que reconocí al punto que se trataba de la catedral de Cuenca. Mientras me arreglaba de semejante desarreglo eólico, me di cuenta que tenía a mi lado una especie de guía con larga túnica y cara del poeta romano Virgilio. Luego supe que era solo un historiador cuencano, pero que, en el mundo oculto, era conocido como “Señor de Paucarbamba y Guía del Camino del Sol”. - Bienvenido a Guacha omari pampa. Me pareció que la situación se volvió insostenible, porque el Señor de Paucarbamba y Guía del Camino del Sol, enrojecido y borracho de equinoccio, levitó sobre el callejón, extendiendo hacia mi los brazos, con las manos bien abiertas, de cuyos dedos salían descargas eléctricas que me apachurraban contra el piso de la calle de Santa Ana. No sé si sentía dolor, pero el cuerpo me quemaba y sólo tenía ganas de gritar a todo pulmón. - Ayyy, el pecho me oprime, ayyy, quiero saltar, darme contra las paredes, ayyyyyy, aaaayyy. Me arrastré por el callejón y logré saltar el parapeto que da a la Plaza de los Gritos (me encanta este nuevo nombre de la plaza cañari!). Y vi una muchedumbre enloquecida que se agitaba mirando al sol, como si jamás lo hubiera visto en su vida. Alguien me empujó y caí boca abajo, rompiéndome la nariz contra una piedra. Y cuando comenzaron a patearme en la cabeza, ya mi mundo se había oscurecido… - ¡Papi, despierta !!. Parece que has tenido una pesadilla. Mientras me restriego los ojos y me toco la nariz, estoy reflexionando sobre ese mundo insólito y oculto que se agita ya en esos pequeños museos que nadie supervisa, en las entrevistas de los periódicos a los charlatanes – siempre mestizos, de una multiculturalidad mal entendida o manipulada, en los reportajes de televisión a los gurús solares del nuevo milenio… ¿Cómo pudo ocurrir esto? No lo sé bien; pero creo que todo comenzó hace una década, cuando los pueblos del Ecuador comenzaron a celebrar el Inti Raymi por todo lado. O sea, que es culpa del sol. Dice Freud que no se puede tener el mismo sueño dos veces; pero voy a intentarlo esta noche tomando una potente agua de valeriana recién traida del páramo. Si me vuelve el mismo sueño y logro averiguar más cosas ofreceré a mis lectores mi “Sueño de una noche de invierno, Part II”. Y ojalá pueda hacerlo en 3D. Notas:
Juan Chacón Zhapan, 2005, Guacha Opari Pampa, Plaza donde se origina la gente cañari. Paucarbamba, Llanura Florida, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Azuay, Cuenca. Mary Frame, 2010, What Guaman Poma shows us, but doesn’t tell us, about tukapu, Ñawpa Pacha, Journal of Andean Archaeology 30(1):25-52. Nicolas Wade, 2010, Anthropology as a science? Statement deepens a rift, The New York Times, diciembre 9. |
Última actualización el Lunes, 23 de Mayo de 2011 15:23 |