En 7500 AD, un grupo de arqueólogos sudorosos excava el sitio “Guapondélig”, junto al lecho seco de un río, y no muy lejos de estructuras habitacionales que parecen pertenecer a la antigua ciudad de Cuenca. Han llegado, finalmente, al nivel basal y se agachan a examinar unas pequeñas concentraciones de huesos de roedor: cuatro montones pequeños de huesos de un espécimen de Cavia porcellus, que muestra el cráneo con nasales y parietales triturados, columna vertebral desprendida a nivel de las cervicales, ausencia de carpo, metacarpo y dedos, y equivalentes posteriores, algún pedazo seco de un tubérculo, al parecer de Solanum tuberosum, vestigios de pepas de zambo ( Cucurbita pepo) y semillas de naranjilla ( Solanum quitoense), un par de botellas, una de las cuales conserva un trozo de la etiqueta que deja ver, en grandes caracteres, las letras ZH, y esparcidas por aquí y por allí pepas de capulí (Prunus salicifolia). Un poco más apartado, se halla un pedazo de palo grueso quemado, en medio de una mancha de carbón, que parece haber sido un fogón. Una lentilla alargada de óxido de hierro, que parece ser la lámina de un cuchillo, y dos ollas rotas, una mediana y otra pequeña, completan el contexto doméstico.
Interesante rompecabezas el del sitio Guapondélig que, si es reconstruido apropiadamente, podría despertar un apetito voraz en los colegas del futuro. Porque aquí se encuentra el contexto perfecto que puede ser abordado con un mínimo de conocimientos tafonómicos e investigación de archivos.
La tafonomía es una metodología de análisis fáunico, que apunta a explicar los procesos mecánicos y químicos responsables del estado en que se encuentran los restos de fauna en los sitios arqueológicos. Para ponerlo “en cristiano”, trata de dilucidar las razones por las cuales el arqueólogo encuentra en su excavación sólo cinco huesos del total de 208 que posee, en promedio, el esqueleto de un mamífero. En efecto, mil cosas pueden sucederles a los huesos: unos se pudren, otros son esparcidos paulatinamente por el viento y la lluvia; otros despedazados en el mismo sitio de la muerte del animal, y otros llevados por los depredadores a sus madrigueras — las marcas de sus dientes o el tipo de roturas pueden identificar inclusive la especie del depredador. Y por supuesto, el humano también deja sus huellas, sobre todo si se trata de consumos más o menos ritualizados como el del cuy (Cavia porcellus). Y si el banquete ha sido de cuencanos, el arqueólogo deberá estar enterado que el consumo del cuy era inmensamente más sofisticado que el de una hamburguesa de la misma época.
Es que los archivos digitales indican que, si el cuy ha sido consumido en Cuenca, el arqueólogo podría dar cuenta de la muerte atroz de este pequeño dios de la gastronomía andina. Por lo general, se le agarra al cuy del cuello y se le aplasta la nariz contra el suelo, proceso en el cual los ojos se salen de las órbitas, mientras sendos hilillos de sangre afloran al exterior. Luego se agarra al animal por las patas traseras y, con la cabeza hacia abajo, se lo estira para facilitar el desangre imprescindible para el asado perfecto de la carne. Si antes no ha ocurrido, la cabeza se desprende, en este momento, de la columna vertebral.
A continuación, se sumerge al animal en una olla de agua caliente, procedimiento que facilita la remoción del pelaje. La piel desnuda se limpia con ceniza o raspando con un cuchillo de cocina. Luego se le abre al animal y se lo destripa, dejando aparte algunas vísceras, como el corazón y el hígado, apetecidas golosinas de los amantes del cuy. El resto de tripas es arrojado a los perros, a no ser que el cuy haya sido muerto para las fiestas de carnaval, en cuyo caso, servirán, con su contenido y sangre adherida, para embadurnar la cara de los jugadores en el festival de agua fría que caracteriza a esta fiesta.
El cuy es luego lavado externa e internamente, se lo adoba con ajo y sal y se lo deja una noche para que la carne se compenetre del adobo aplicado. Al dia siguiente, el cuy sufre su humillación mayor, al ser empalado a un palo grueso terminado en punta, llamado “cangador”, bastante parecido a un bate de beisbol. Generalmente, se amarran las patas traseras del cuy al cangador y el extremo puntiagudo entra por el ano hasta la base del cráneo. Las asadoras de cuyes, por lo general, se hacen las tontas, cuando se les pregunta porqué el cangador es tan descomunal. Pero es evidente que hay una razón puramente económica: dar al comprador la falsa imagen de que el cuy es grande; y otra más funcional: asar más rápidamente al animal.
Luego el cuy es asado a la brasa, rotando el cangador para que el asado sea uniforme, y pasando repetidamente la carne con “brocha de llapingacho” empapada en manteca de chancho con color (i.e. del achiote, Bixa orellana), ya preparada en una ollita pequeña de barro. Si el asado ocurre en casa, no faltan invitados que acompañan a la asadora, la misma que premia su deferencia convidándoles las patas del animal. Cuando está bien dorado, se golpea el cuero con las uñas, para sentir si la piel esta crujiente. Para ese entonces, las cuatro manos del cuy y, a veces, las orejas también, han sido consumidas por los acompañantes de la asadora, si no por ella misma.
Luego se saca el cangador y al animal se lo despedaza, por lo general en cinco partes: dos piernas, dos brazos, y la parte central del animal (que es la que contiene los “shungos” — corazón e hígado — que bien pueden ser distribuidos separadamente). Generalmente, las piernas se reparten a los más queridos de la casa o a los invitados especiales. La cabeza queda generalmente solitaria en la fuente de distribución. Los aderezos del cuy asado son las papas doradas, cocinadas enteras con pepa de zambo (Cucurbita pepo) o salsa de maní (Arachis hypogaea), acompañadas de rodajas de huevo duro y ají de tomate de árbol con cebolla, perejil y culantro. Un cuy sin papas es impensable en la culinaria cuencana: de ahí el dicho algo malicioso de que “quisiera ser cuy para morir sobre la papa”.
Al cuy, realmente, no se lo come; se lo devora, conversando poco y sin quitar la mirada de la presa que se consume. Mientras mordisquea su parte, el más glotón está echando ojo a la cabeza que queda en el plato, sin haber sido distribuida. La cabeza tiene buena parte de comida exquisita en el cuello, en la nariz, y en el pellejo que cubre la caja craneana. Por cierto, el consumo de la cabeza termina cuando el comensal destruye con sus dientes la calota craneana para chupar el cerebro o “tuétano”, como se lo llama en el habla local. Los comensales más educados recurren al procedimiento menos expedito de chupar el tuétano por el foramen magnum (¡¡Buena suerte!!).
Ya de sobremesa, los comensales repasan todos los huesos comidos, por si haya quedado aún algún jirón de carne no consumida. Este suele ser el momento de la mandíbula para la extraccion de los músculos de la lengua. Todo esto con uñas y dedos, ya que en la Cuenca del 2007 AD, se consideraba esnobismo absoluto comer cuy con cubiertos. Al fin, los despojos que quedan del banquete son montones pequeños de huesos completamente limpios.
En la época, los estadounidenses que visitaban México pagaban invariablemente su tributo a la culinaria azteca con un desarreglo estomacal de proporciones, al mismo que se le aludía en sociedad con el gracioso eufemismo de “venganza de Montezuma (sic)”. En la Cuenca del siglo XXI, el comensal se enfrentaba a similar venganza que, a falta de Moctezuma, se le denominaba con un eufemismo más terrenal. Del comensal enfermo se hablaba simplemente de que le “pateó” el cuy, aunque el mal podía ser fácilmente evitado recurriendo a un antídoto infalible. La sociedad cuencana, con razón o sin ella, atribuía al aguardiente un poder especial para contrarrestar la patada del Cavia porcellus. Sólo bastaba un draque de Zhumir con canela o naranjilla, que se administraba de rigor a los invitados, antes de levantar la mesa…
Y entonces el arqueólogo del futuro levanta con sus manos el pequeño botín de huesos descubierto; el avezado tafonomista registra con la velocidad del rayo los huesos que faltan y los que están destruidos. El arqueobotánico identifica, con la misma celeridad el género y la especie de las semillas recuperadas y del palo del fogón; y otros expertos identifican el tipo de ollas descubiertas y las relaciones espaciales de todos los objetos hallados. Y entonces, fiat lux! Se materializa el paisaje y el picnic de cuatro cuencanos comiendo cuy y bebiendo Zhumir… al pie de un capulí, como no podría ser de otra manera.
Sólo hay un pequeño problema que necesita explicación. En 7498 AD, ha aparecido en el Journal of Atlantic Archaeology un artículo que reporta un hallazgo similar en New Jersey, completamente fuera del área de distribución natural del roedor. ¿Seguro que es Cavea? Por supuesto. ¿Y las botellas? Pues, parecidas a estas. Pero entonces, ¿cómo pudieron los cuyes…? Mientars se alejan hacia el laboratorio, los científicos van hilvanando hipótesis. ¿Se habrán ido los cuyes volando a New Jersey? o ¿acaso un puñado de cuencanos emigró allá en la sentina de un barco deteriorado, llevando un par de cuyes en una caja de cartón? Difícil saberlo, aunque con los cuencanos todo es posible.
Por eso, por eso. Por eso te quiero, Cueeenca!
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