En mis anteriores “Escenarios” (Cf. Apachita 5 y 6), he invitado a los lectores a considerar la reconstrucción del pasado en novelas y en filmes. Hoy entraré en terrenos movedizos, porque voy a hablar de ese cuasigénero que debería llamarse “poesía arqueológica” que, en el fondo, es sólo una versión moderna de la llamada “poesía de ruinas”, típica del Barroco español. Por cierto, peligro hay de que me traguen las arenas literarias, de las que espero salvar mi pellejo de la mano de una augusta musa que, delicadamente, me eleve hasta el Olimpo.
En cuanto a la poesía, en general, hay que resaltar que es la la fábrica excelsa de las musas, entes por demás desobedientes de las leyes del mundo físico y académico. Si el arqueólogo pretende que las musas se ajusten al modelo positivista de Hempel y Oppenheim, se va a dar con la piedra en los dientes. Las ruinas de Troya, por ejemplo, fueron mil veces cantadas, siglos antes de que fueran realmente descubiertas! Simplemente, las musas andan por dondequiera, desprecian la cronología, y hacen lo que les da la gana, sin que haya ley alguna que sujete sus etéreas caderas. Vean no más la famosa Canción a las Ruinas de Itálica (Rodrigo Caro, siglo XVII), en la que las musas se deleitan poniendo las palabras en completo desorden:
Estos Fabio / ay dolor / que ves ahora / campos de soledad / mustio collado / fueron un tiempo Itálica famosa. / Aquí de Cipión la vencedora / colonia fue; por tierra derribado / yace el temido honor de la espantosa / muralla, lastimosa / reliquia es solamente / de su invencible gente.
Sin embargo, tan augustamente desordenado es su texto, que estos versos han sido, a menudo, citados en Preceptiva Literaria, como ejemplo acabado de hipérbaton. No escapará al lector avisado que el hiperbaton literario hace extraordinaria coincidencia con el “hipérbaton arqueólogico” de las ruinas. En este contexto, espero que los poetas excelsos no minimicen la cordial sugerencia de un humilde arqueólogo. Sugiero a nuestros vates que, si el monumento arqueológico objeto de su inspiración se encuentra aún en ruinas desperdigadas sin ton ni son, se haga uso y abuso desmedido del hipérbaton, que expresa bien la situación. En cambio, si las ruinas ya están excavadas y restauradas, las musas deberían ser más consecuentes y utilizar hermosas metáforas sutilmente hilvanadas, que vayan grácilmente de camellón en camellón, de tola en tola, de acllahuasi en acllahuasi, de torre en torre, planeando soberanas sobre la eterna andesita de sus muros. Deben ir en claro “enfoque conjuntivo”, mas o menos como si Walter Taylor controlara su vaporoso caminar por cada elemento de las ruinas. En este contexto, se puede decir que las musas de Neruda son mucho más educadas y sofisticadas, con más ganas de descubrir al artesano andino, como en ese poema épico llamado “Alturas de Macchu Picchu”:
Entonces en la escala de la tierra he subido / entre la atroz maraña de las selvas perdidas / hasta ti, Macchu Picchu…. / Aguila sideral, viña de bruma / bastión perdido, cimitarra ciega...
Aqui los pies del hombre descansaron de noche / junto a los pies del águila, en las altas guaridas / carniceras, y en la aurora / pisaron con los pies del trueno la niebla enrarecida, / y tocaron las tierras y las piedras / hasta reconocerlas en la noche o la muerte...
Yo te interrogo, sal de los caminos, / muéstrame la cuchara, déjame, arquitectura, / roer con un palito los estambres de piedra, / subir todos los escalones del aire hasta el vacío, / rascar la entraña hasta tocar el hombre...
Qué vértigo, mon Dieu! Va a costar bajar de semejante altura para hablar de la poesía arqueológica ecuatoriana, que tiene problemas de musas y problemas cronológicos. Para comenzar, esta poesía es un desbarajuste casi total. Los cazadores recolectores del período precerámico, por ejemplo, han quedado en el olvido. Ernesto Salazar (Canto de la tierra profunda, 1967) era un poeta que prometía y hubiera sido perfecto para cantar a los pobladores primigenios. Lamentablemente, se metió en otras cosas, privando al parnaso arqueológico de la musa vehemente que parecía tener en el hipotálamo. Mas bien el poeta Iván Carvajal ha hecho algo para hacer quedar bien al período. Su poema “Los amantes de Sumpa” (1998), sería, según el prologuista, “una de las piezas definitivas del poeta… y de toda la poesía ecuatoriana contemporánea”.
Diez mil años contra la sal perdura / tendido el abrazo que la tierra protege / del deseo / la frágil escultura / la muerte / constelación de los huesos / echada al azar / sobre las dunas / ¿rastros del amor? / huesos proféticos /(es sólo tuyo junto al ritual de la Tumba)
Mmmm. Difícil opinar sobre un poema que viene, de primera, con tan altas recomendaciones, y además en papel Kimberly de 120 gr. Pero déjenme decirles una cosa. Los barrocos se agarraban de las ruinas arqueológicas sólo de pretexto, porque realmente querían hablar de las ruinas espirituales de su tiempo. Carvajal hace casi lo mismo, se agarra de los pobres esqueletos para tratar, en cambio, del amor eterno, lo cual está bien. Pero a un arqueólogo le hubiera gustado que la musa haya olido la carne sudorosa de un venado recién abatido, o que al menos se haya adornado el cabello con una florescencia de Zea mays. Un día de estos, ojalá las musas me dispensen una visita, para componer un poema que se atenga siquiera a la evidencia arqueológica. Algo así como esto:
Hermano arcaico, / húmero y ocre, / lanza en ristre, / Odocoileus virginianus en la niebla./ Hermana recolectora, / botella de Lagenaria núbil, / qué manantial te quema, / qué raíces te anudan la garganta, / qué piel desconocida / te abrasa ahora con su canto.
Maxilar con maxilar, / esternón con esternón, / fémur con fémur / en prohibida cópula / bajo el ardiente sol del Holoceno temprano./ Por qué la llevaste, cazador lejano, / por qué la llevaste al río / pensando que era mozuela, / cuando tenía marido...
Así, sin hipérbaton, porque los esqueletos ya están restaurados. Algo anda mal, sin embargo. Al releer mi “poema”, tengo la leve sensación de que se me ha ido el verso de algún otro colega, pero realmente no tengo tiempo para chequear referencias en los anales de la poesía y dar el crédito adecuado. Al fin de cuentas, estoy tratando solamente de dar una muestra de cómo abordar el amor contingente y ocasional, en un entorno postpleistocénico de evidente mejoramiento climático. Nuestro período Formativo es el más investigado en la arqueología nacional; se sabe bien sobre sus pueblos, sus shamanes, su comida. Además, las mujeres de Valdivia eran tan bonitas y exuberantes que, por miles de años, ganaron indefectiblemente el concurso “Miss Formativo”, atrayendo la envidia y maledicencia de las mujeres de Puerto Hormiga, Monsú y otros asentamientos tempranos. O sea, que deben haber por allí cientos de poemas exaltando sus encantos. Pues no, queridos lectores. Nadie se ha tomado la molestia. La chola cuencana tiene más poemas que las beldades valdivianas. El período de Desarrolo Regional, tan rico en movimiento y exóticos placeres, debía haber suscitado en las musas nacionales una oda a la concha Spondylus, algún poema en romance sobre los comerciantes de larga distancia, alguna elegía de un orfebre Tolita, consumido en el crisol del oro y del amor. Pero nada. Todavia estamos esperando que nazca ese poeta. Mas bien en el período de Integración hay cierto revoloteo, aunque sólo de quindes, que apenas van de matorral en matorral. Uno de los poetas más entrañables de la profesión es el arqueólogo Pedro Porras (Amazonia, poemas salvajes, 1968; Cantos de la selva, 1957). Lamentablemente, no sé si por inexperiencia o dejadez, lo cierto es que Porras (en “Poesía”) hizo al Olimpo un pedido, que ningún poeta con ambiciones debe hacerlo:
Despojad a mi poema / de cada una de sus galas / quitadle ritmo y cadencia / quitadle versos y estrofas / las hipérboles violentas / y los tropos peregrinos.
Y claro, el Olimpo le envió una musa de vuelo bajo, y con misión casi imposible para una entidad griega: cantar la naturaleza de la selva amazónica. Así que nuestra musa hizo lo que pudo, y en el ámbito arqueológico apenas se dio tiempo para posarse sobre una piedra y escribir el poema “Petroglifos”:
Herida está la roca por el hacha / que, en sus manos, sostiene / un dios vivo de bronce…/ Sol y luna y estrellas, / jaguares, ranas, monos…/ van quedando al conjuro del hombredios de bronce / y al ritmo acompasado de los golpes / dentro de la carne misma de la roca.
Ven lo que digo? Sólo a una musa inexperta se le puede ocurrir esculpir un petroglifo con un hacha! En Azuay y Cañar, hay muchos poetas, algunos de “elevados quilates”, como dicen por allá, que no escatiman un poemita a su terruño, incluyendo las pertinentes ruinas arqueológicas. Algunos son, de paso, aficionados a la arqueología, razón por la que, en sus trabajos publicados, incluyen siempre una “Sección literaria” para dar rienda suelta a sus musas, que dejan bastante que desear. J. Heriberto Rojas (Lugares de Turismo en la Provincia del Cañar, 1996) ha publicado acrósticos a la laguna de Culebrillas, a la Cara del Inca y al Ingachungana de Ingapirca.
Cíclopeo tallado del Gran Cañari / Abolengo que enaltece a su raza, / Raíz y ancestro de las guacamayas, / Al fiel conjuro de sus aravicus.
Así queda enaltecida una formación natural que parece tener ojos y nariz. Para mala suerte, un par de pencos han crecido encima de los ‘ojos’, dando la impresión de una verdadera cara con cejas pobladas, con lo cual creo que nadie se atrevería a desmentir al poeta. Germán León Ramírez (Tierra y alma del Cañar, 1980), en cambio, es versificador de sonetos, a casi todas las ruinas del Cañar. Lamentablemente, su ingenua musa parece andar metida en el tráfico ilícito de antigüedades. Sólo así se puede entender el regocijo de los últimos versos del soneto “Cashaloma”: Ningún pequeño lar de mi natío / carece de interés para el “huaquero” / ¡qué bella condición de honor, Dios mío! No puedo dejar este ensayo sin hablar de “La Quiteida” (1952) de Remigio Romero y Cordero, la verdadera chanson de geste del antiguo Ecuador. Se trata de un libro entero de 475 páginas de versos, en las que el poeta canta las glorias del reino de Quito y de su caída ante los imperios inca y español. Epopeya pro-shyri, pro-duchicela, pro-inca, proespañola. O sea, odiosamente ecléctica.
Almo sol de mi América, en el templo / del Yavirac, sembré de jeroglíficos / las columnas de pórfido / de que todos los años / se asían los solsticios…/ Por las doce columnas de los meses, / como un amunta anduve / para leer la ciencia de los astros / y escribir, de los astros, en los quipos...
En Liribamba –en Shyribamba- frígida / del señorío puruhá, brillabas / salpicado de sangre... / En Supay-Urco de Cañar la gélida / te vi junto al Demonio devorador de niños...
En el templo de Manta, / en el de la isla próxima, / toqué tus discos de oro / y consigné en bastones la armonía / que me dieron los discos...
Inti, Señor del templo de Caranqui, / del de Callo y de Túmbez / del de Jatún-Cañar y Latacunga, / te ví con Mama Quilla, / con Chasca, Aguaracaqui, / Cogllor, Illapa y Cuichic/ - la luna, los luceros, las estrellas, / el rayo y el arcoiris-, / en tu templo toral de Tomebamba...
Bueno, lo consabido: discursos medio épicos, amoríos (de la ardiente Sisa-Guantug, de la Yungaycela de “ojos de capulíes ya maduros”) , batallas, carnicerías, suicidio ritual de cien vírgenes, cantos a la naturaleza ecuatoriana con largas enumeraciones de topónimos, animales y plantas vernáculos (algunas metáforas sabrosas: los senos de Mama Cocllo [sic] son “dos lucmas de bronce”, los pezones erectos “canutillos” hechos de “un vidrio de tinieblas” y los labios “dos cintas de almíbares de moras, joyapas, chigualcanes” Qué rico!). La musa de Romero y Cordero debe ser lingüista por su proclividad a crear insólitos derivados (el incaguasi “tomebámbico”, la anciana “incaiquesa”, la “shyrica” Quito); pero musa atolondrada, al fin, borracha de zhumir, que se pasa alabando por igual a los shyris, a los incas, a Puerto Bolívar, al río Tomebamba (bueno, esto está bien) y a los españoles que esperan en fila el espaldarazo olímpico de la inmortalidad. Ni qué decir de esa especie de “antiquiteida”, llamada otra vez “La Quiteida” (2004), del poeta Juan Francisco Morales , en cuyos versos se ve a las musas completamente locas y alienadas y, lo que es peor, sin ningún conocimiento de geografía. Quito, la “Noble Jerusalem”,
Es el barrio que pende de festón alado que se imbrica en el monte parnasiano / de los Andes que es el Rucu que es el Cuntur que es la magna cima de los Chinchas / donde moran las sílfides Atenea e Ifigenia y los dioses Viracocha y Pachacámac...
El agua de cristales de quilate / corrió por el cauce previamente diseñado / en la ñahui [?] indostana, / es el Ganges que se llama Guachagmira, / Caoní / o Cayapas, deslizando sus espermas en el delta…/ irrigando las sabanas que moran las deidades / venidas de Ilión o las Tebaidas del Atica / latina...
Uuuf, ya me cansé. En este punto, no sé si tomar una balsa en el Caoní y navegar hasta el Brahmaputra, o tomar un bus del Ecuador profundo, ruta La Marín-Amagasí-San Isidro-Buenos Aires, para irme a mi casa. OK, esta ruta mejor. Bye. |
Comentarios
Al menos, lees que ya es mucho decir. Escribir es una epopeya para tí, lo cual es digno de encomio. "Rejuntar" dos pensamientos en tu oficio de socarrón electrónico, es una verdadera odisea, razones todas estas que hacen que exprese una felicitación a tus legatarios y maestros que lograron inspirarte dos o tres pensamientos consecutivos que se ve los has aprendido con fruición.
Si los poemas de la segunda Quiteida te parecen de "antiquiteida", la anticultura en tus "graciosos" comentarios, es una lenguaje de la postmodernidad, propio de quienes tienen como supremo interés el ser mediocres.
El lenguaje literario y el poético no es pues, la expresión de una realidad como la ruta Amagasí-El Inca,. ¿Por qué no apuestas a pensar?, eso te traerá grandes descubrimientos de todo orden, en especial "geográficos" y criptográficos, así podrás descifrar los grandes misterios de la cultura.
Juan Francisco Morales Suárez