Aunque la arqueología ecuatoriana tiene larga trayectoria, se ha nutrido principalmente de las contribuciones de extranjeros. La arqueología practicada por los ecuatorianos estuvo inicialmente en manos de acaudalados representantes de la élite quiteña, guayaquileña y de la Iglesia (Delgado 2005). En la Costa, durante los 60s, surgió el Grupo Guayaquil, constituido por aficionados dirigidos por Carlos Zevallos Menéndez. Uno de ellos, Jorge Marcos, conectado con la banca guayaquileña, estudió su Ph.D. en la Universidad de Illinois, bajo la tutela de Donald Lathrap. A finales de los 70s, un grupo pequeño de compatriotas emigró hacia Francia y todos ellos regresaron nutridos de los conocimientos de la arqueología académica. Este grupo compuesto por un quiteño y tres cuencanos se enfocaron en el estudio de las culturas del Azuay, Esmeraldas y Quito (Almeida, Idrovo, Valdez, y Salazar). Por un tiempo, todos colaboraron con el Museo del Banco Central, así como con las universidades Estatal de Cuenca, del Azuay y la PUCE de Quito.
Con los arqueólogos nacionales entrenados en Francia y con Jorge Marcos se inauguró la arqueología profesional y académica como alternativa a la arqueología empírica, exótica y de medio tiempo, que se practicaba en el Ecuador de entonces. Sin embargo, la arqueología empírica no ha desaparecido aún y se practica “a la ecuatoriana” y en forma paralela, con el apoyo de instituciones públicas y privadas. En los Museos del Banco Central, el trabajo de investigación estuvo a cargo de varios empíricos en Guayaquil, como Olaf Holm, un emigrante danés que trasformó el museo en una pequeña Guantánamo donde extranjeros, algunos de los cuales habían sido expulsados de otros lares, eran servidos con dinero, festines en la cafetería del vecino Oro Verde, y viajes dentro del Ecuador, auspiciados por los contribuyentes ecuatorianos. En Quito, la historia fue diferente: se integraron dos de los cuatro arqueólogos entrenados en Francia, y se incorporó también un emigrante español, pero luego de algún tiempo, casi todos salieron y fueron reemplazados por empíricos. En el Museo del Banco Central se formaron entonces los empíricos que, a futuro, encontraron espacios laborales dentro de la llamada “arqueología de contrato”, carente de reglas claras y bajo la mirada cómplice del INPC. Ante la necesidad imperativa de entrenar arqueólogos académicamente en el Ecuador, se crea en Quito el Departamento de Antropología de la PUCE con un pensum dedicado al entrenamiento en métodos de investigación arqueológica. Al mismo tiempo, Jorge Marcos funda el Centro de Estudios Arqueológicos en la ESPOL de Guayaquil. Estos espacios se convierten en los centros académicos de enseñanza de arqueología en el país. De forma paralela en la PUCE, el Padre Porras, empírico con algún entrenamiento en análisis “tiestológico”, mantenía un centro de investigaciones adjunto a los Departamentos de Pedagogía e Historia. Últimamente la Universidad Politécnica Salesiana ha comenzado a graduar a varios antropólogos con orientación en arqueología. Lamentablemente, esta universidad, al no tener infraestructura ni profesores entrenados académicamente como arqueólogos, se ha convertido en la puerta de salida fácil para aquellos estudiantes que no lograron graduarse en la PUCE. Hoy, en varios centros de enseñanza, se imparten en carreras turísticas, medio ambientales, etc., clases de arqueología impartidas generalmente por profesionales de toda índole, menos de arqueología. La arqueología de contrato no ha significado avance alguno en método y teoría que robustezca nuestra disciplina. Esta práctica ha generado mas bien un divorcio y hasta una especie de competencia entre la arqueología académica y la “aplicada”, por utilizar un término elegante. Claramente, el INPC se ha identificado con la segunda, a tal punto que esta institución mantiene una silenciosa incomodidad frente a los “académicos”. Cuando creemos que la arqueología empírica ha sido ya superada, nos damos cuenta que más bien se ha reciclado y es más fuerte cada vez, en claro anacronismo que nos preocupa y nos deja perplejos. Ahora, los empíricos han encontrando otros espacios para realizar sus “investigaciones”, generalmente en los municipios, donde por razones más políticas que técnicas, se erigen como directores de investigación, con la venia y hasta con el apoyo sutil del INPC. Así en estos circulos, la arqueología ha quedado reducida a excavaciones defectuosas y a interminables clasificaciones cerámicas y líticas, que afortunadamente, no saldrán nunca a la luz pública, pero que malgastan irresponsablemente los impuestos de los contribuyentes. No se trata de señalar con el dedo quienes pueden y quienes no pueden hacer arqueología, pero lo que preocupa es que se destruyan los contextos de sitios importantes, sin ni siquiera una pregunta teórica, y con un desconocimiento hasta inocente de los métodos de campo. Por allá en los 60s, Binford, Flannery, Clark y otros definieron el diseño y proceso de la investigación, con un espíritu renovador fundamental: el arqueólogo ya no va al sitio a “ver que hay”, sino que lleva una pregunta y evalúa la necesidad de destruir o no el sitio con una excavación planificada. Sin embargo, se observa con ansiedad como se excavan sitios, sólo porque “el municipio nos dio plata y hay que gastarla”. Pero ¿por qué nos debe preocupar esto, si los municipios de todos modos la malgastan? ¿Acaso los recursos de los municipios salen del viento? En absoluto. Se trata de los impuestos de la gente, que deben ser bien gastados ya sea en educación, en salud o en la reconstrucción del pasado local. Lamentablemente, los proyectos arqueológicos “municipales” han evidenciado una falta casi total de conocimiento de los más elementales métodos de investigación. Pero, como la arqueología empírica se basa en experiencia, no hay cómo discutir eso porque del mismo INPC han salido comentarios como aquellos de que “los académicos no saben nada, todo lo suponen”. Lo más contradictorio del caso es que los técnicos del INPC llegaron a tal posición porque asumimos que tienen algún entrenamiento “académico”. Fueron y son muchos los intentos de crear escuelas de arqueología en el Ecuador, sido abordada con responsabilidad. En el país, aún es necesario que un contingente de licenciados se especialice para que se refuercen las escuelas que ya existen antes de crear otras nuevas. Se debe entender que la enseñanza de la arqueología requiere de laboratorios, de bibliotecas especializadas y también de personal que esté al tanto de teoría y método en la investigación. Eso todavía hace falta en el Ecuador. Por ello creo que es irresponsable y poco ético establecer licenciaturas y maestrías en arqueología en donde la planta de docentes son fieles representantes de la arqueología empírica. Lo que más debe preocupar, es que representantes del mismo INPC, institución que debe velar por altos estándares en la investigación arqueológica, se encuentren dentro de un programa de maestría semipresencial (aunque lo dicte el Dr. Marcos!!!). Cuando pensamos que lo hemos oído todo, nos damos cuenta que todo es posible en el país de Manuelito. |
Comentarios
Florencio
Les hago conocer que el Arqueólogo Jerry Moore de la U de california, aquí nomás en Pocitos, un caserio de la Provincia de Zarimilla colindante con el Cantón Huaquillas, nos sorprende en el 2006 con una hallazgo que remece todo lo que se venía creyendo en historia y arqueología local, al haber encontrado en una excavación a un niño no mayor de siete años cercenado a la altura de la mitad de su cuerpo (parte inferior)con fechas radiocarbónicas de más de 5 mil años de antiguedad, comento esto porque la arqueologóa científica ya está en la región, sin desconocer otras misones científicas como la de la universidad de Tokio que por los años sesenta estuvo por estos lares con Izumi y Terada para demostrar la presencia japonesa en las costas de Perú antiguo, sin resultados positivos.
Muchas gracias y felicitaciones.