Morituri te salutant: El Hombre y el Toro |
Escrito por Ernesto Salazar |
Lunes, 19 de Noviembre de 2012 06:43 |
Un tema de moda que es viejísimo. Con decir que la historia de la relación entre el hombre y el toro tiene más de 10.000 años. Y digo del hombre explícitamente porque, en perspectiva histórica, con las mujeres, los toros apenas han tenido una vuelta de capote. En este lapso, o al menos desde el Neolítico hasta el presente, ha habido un sinfín de culturas y civilizaciones (sumerios, asirios, hititas, griegos, persas, romanos, etc.) que han tenido alguna variedad de culto al toro (cf. Flores Arroyuelo 2000, para una síntesos apretada del tema), cuya descripción omitiré por espacio, y por dar más énfasis a las celebraciones taurinas de carácter secular o cuasi-secular. El antepasado del que derivan todos los toros domesticados es el auroch o uro, sea en su versión “occidental” (Bos primigenius primigenius) u “oriental” (Bos primigenius namadicus), de las que emergieron las dos especies principales conocidas: una sin giba (Bos taurus), que fue domesticada en el Creciente Fértil hace unos 8 000 años y se extendió a Occidente, y otra con giba (Bos indicus) que abarca básicamente a los cebúes de la India y Asia occidental, domesticados hace unos 7 000 años. El proceso de domesticación de animales implicó una lenta seleccción artificial de individuos que poseían las cualidades más apreciadas por los humanos: más lana, más fuerza, más resistencia física, más leche, etc., aunque en general, la mansedumbre fue una de las condiciones más importantes de la selección. No sabemos qué característica de los uros atrajo a los humanos, ya que su gran tamaño y su modo de alimentación, destructivo del entorno, no hacían de estos animales sujetos particularmente manejables. Sin embargo, cualquiera que haya sido su atractivo inicial –se ha sugerido el sacrificio ritual y el intercambio –, los humanos acabaron domesticando a estos animales por su carne y su leche, y por su apoyo en actividades de labranza o de tracción (Clutton-Brock 1981:66-67). Restos de toros, aparentemente domesticados, se han encontrado en sitios arqueológicos como Argissa Magula y Nea Nikomedea (Tesalia), de 7000 años de antigüedad; Çatal Huyuk (Anatolia), de seis mil años; Banahilk (Irak), de cinco mil años; Jericó (Israel), de cinco mil años. Más hacia el Este, hay en Sumer representaciones de bovinos sujetos al arado (2700 a.C.); y en Mohenjo-Daro y Harappa, valle del Indo, de bovinos con silla ante un pesebre (2500-1500 a.C.). Estas representaciones orientales son de toros con giba (Bernis 2001:197). En el Antiguo Egipto, el toro se encuentra, primero ya completamente domesticado, y segundo, formando parte de un culto público generalizado y de una complicada teología que lo puso en el panteón de los dioses. Prácticamente, todos los bovinos disponibles entraron en el juego politico religioso. Según Kessler (2002:279), había en Egipto cuatro categorías de bovinos: “el toro salvaje, el toro de manada, el animal dedicado a la trilla, y el toro celeste, que forma una constelación”. Los toros son ubicuos en el arte egipcio, ya sea en pinturas, en estelas, y en objetos de arte mobiliario. Inclusive, según la ocasión, el toro emblemático podía ser la forma salvaje o la forma domesticada. Por cierto, cuando el faraón utilizaba su representación de dios toro, se entendía en ella una fusión del toro salvaje, imponente y agresivo, y el toro domesticado que simbolizaba la fecundidad (Kessler 2002:281). Justamente en esta ultima advocación, el buey Apis constituye el animal más conocido del culto agrario egipcio, sacrificado anualmente, luego de una procesión multudinaria, en beneficio, entre otras cosas, de la fecundidad del ganado bovino. El animal debía tener un fenotipo particular: un triángulo o rombo blanco en su frente, la silueta blanca de un águila en el lomo, la marca de un escarabajo debajo de su lengua, el rabo con el doble del número de pelos, y una mancha de luna creciente en el flanco derecho. Según Heródoto (1961:127), “Uno de los sacerdotes es el encargado … para este registro, … y en caso de asistir al buey todas las cualidades que de puro o bueno lo califican, márcanlo por tal enroscándole en las astas el biblo, y pegándole cierta greda a manera de lacre, en la que imprimen su sello. Así marcado, lo conducen al sacrificio, y ¡ay del que sacrificara una víctima no marcada!”. Cabe señalar que no todo tratamiento del toro en el antiguo Egipto caía en el ámbito religioso o mitológico. De hecho, hay representaciones que muestran al toro en escenas domésticas y en festivales de caracter secular. Al respecto, quisiera destacar un motivo particular de la iconografía, que aparece sobre todo en los reinos Medio y Nuevo (1991-1085 a.C.); se trata de la confrontación y pelea de dos toros. El análisis iconográfico de una serie de escenas decorativas, encontradas en tumbas oficiales, ha permitido a Galán (1994) descubrir varios momentos de una pelea de toros, controlada al parecer por uno o dos vaqueros o acaso “arbitros” oficiales de la confrontación. Por ejemplo, se observan dos toros chocando de frente, cabeza con cabeza, con las cornamentas entrelazadas, o el cuerno de un toro hundido en el cráneo de su adversario. En otra escenas se ven toros pateándose, o hundiendo los cuernos en los muslos del contrincante. En fin, en una escena más, un toro ha clavado desde atrás sus cuernos en el vientre del adversario, lo levanta en vilo y lo derriba. En medio de estas escenas, los árbitros provistos de una vara, van y vienen por la refriega, dando comienzo a ella, instigándola con golpes de vara en los cuernos, controlándola, y en fin, acaso decidiendo cual es el ganador. En el entorno del espectáculo, aparece siempre el difunto, sentado a una mesa funeraria, solo o con alguna esposa, a veces con parientes que parecen entregar ofrendas. Las leyendas consiguientes aluden a momentos del espectáculo: “inspeccionado a los toros”, “toro al suelo”, “¡que buenos cuernos!”, “golpea, no embistas”, “el toro Ukh es poderoso, déjenlo ir”. En alguna frase, el difunto es identificado como un toro muy valeroso, lo cual junto con el contexto general de las escenas dan la impresión de que el toro ganador es el personaje representado, quien así asegura su derecho de conservar en el otro mundo el estatus de lider social que tuvo en este. La ubicación cronológica de estas representaciones sugiere que los eventos de toros fueron cosa permanente por cientos de años. Aun en el período Tardío o Bajo, del que no existen testimonios gráficos, las peleas de toros continuaron en Egipto. De acuerdo con Estrabón (Geography XVII, 1, 31), testigo ocular de estos eventos, hacia 29 a. C., las peleas de toros tenían lugar en Menfis, no muy lejos del templo de Apis, en el dromos (patio delantero) del Hephaesteium (templo de Vulcano). Aparentemente, había gente dedicada a criar estos toros para el efecto: “apenas se los suelta entran en la pelea, y el ganador recibe un premio”, dice el historiador y geógrafo griego. ¿Qué tipo de toro era utilizado en estos eventos? Por la cornamenta lirada de los animales, típica de los toros egipcios domesticados, y el entorno periférico de las representaciones (una vaca pariendo, un toro cubriendo a una hembra, toros paciendo, etc.), se nota que se trata de una raza de toros comunes, criados y entrenados para el combate. Así mismo, algunas frases de tipo legal, que aparecen también en la escenas, sugieren existencia de reglas y supervision oficial del evento, con miras a seleccionar sementales de entre los ganadores (Galán 1994:91). En isla de Creta se desarrolló la civilización minoica entre 2000 y 1450 a. C., aunque su apogeo tuvo lugar después del devastador terremoto ocurrido en 1700 a. C. El toro se constituyó en uno de los temas centrales de la iconografía minoica. De hecho, el palacio de Cnossos tenía, en diversos lugares, cabezas y cuernos de toro como símbolos de poder. Hay que recordar que, en Cnossos, se encontraba el famoso Laberinto, adonde acudió el héroe griego Teseo para enfrentarse y matar al Minotauro, un ser de cuerpo humano y cabeza y cola de toro, que periódicamente recibía de Atenas, la cuota de siete muchachos y siete muchachas para su alimentación. El laberinto nunca fue hallado, y muchos piensan que el intrincado patrón de callejuelas y pasadizos del palacio de Cnossos fue realmente el escenario del laberinto mitológico. Más interesante aún, es el hallazgo en el palacio de un fresco llamado del “salto del toro”, replicado, a veces, con otros detalles significativos, en sellos y copas minoicas. En el se observa un toro grande cargando, mientras un personaje ubicado frente a el se agarra de los cuernos y se yergue boca abajo para ejecutar un salto mortal, cayendo luego detrás del toro, donde le aguarda otro personaje para ayudarlo o sujetarlo en su caida. Hay la posibilidad de que el acróbata pudo terminar su salto en los cuartos traseros del animal, lo cual le habría dado oportunidad para un nuevo salto, antes de posarse en el suelo. El lector interesado puede acceder a esta escena, creada con gran realismo por Mary Renault (1958:223ss), en su conocida novela “El rey debe morir” (capítulo IV en cualquier edición). Mucho se ha discutido el género de los personajes, pero las representaciones del evento en otros artefactos minoicos parecen sugerir que había participación de hombres y mujeres. ¿Era el toro un uro o un animal domesticado? Evans (1963:111) se inclina más por toros domesticados, pero con pedigree establecido, criados en ganaderías especiales. Más o menos, pues, como los toros de pelea del antiguo Egipto, y los toros de lidia españoles, más tardíos. ¿Era el evento un rito religioso o un deporte? Evans (1963:111) propugna el deporte, señalando que los saltos de toro eran “episodios altamente sensacionales de exhibiciones primordialmente de destreza acrobática”. Y Cottrell (1953:123) apoya esta visión, señalando que en las escenas minoicas no hay armas de por medio ni se mata al animal. Corresponde a España haber desarrollado un festival torero sobrecogedor -el toro es ejecutado delante de una muchedumbre-, pero de amplísimas proyecciones sociales, políticas y económicas. Su origen se pierde en la noche de los tiempos. Mitchell (1986:394ss) señala varios “mitos” de origen: el del circo romano, acaso por la arena como escenario del combate entre humanos y animales salvajes o agresivos; el del origen morisco, divulgado por los grabados de Goya; el origen autóctono sustentado en una serie de artefactos prehistóricos con representaciones bovinas hallados a comienzos del siglo XX; y el origen cretomicénico, surgido por las continuas alusiones al toreo español que hace Evans (1963), a propósito de su interpretacion del salto del toro. Así mismo, interpretaciones simbólicas, con la sexualidad de por medio, han sido frecuentes, a lo largo del siglo XX. La literatura taurina es abundantísima, con contribuciones que van desde lo anecdótico, a lo biográfico, lo estético, lo social y lo filosófico. La obra sintética más importante es “el Cossío”, de don José María de Cossío, publicada por primera vez en 1943, con revisiones posteriores. La llaman también la “biblia” del toro. El dicho de que los toros están en la sangre española hizo posible, seguramente, que España haya exportado su festival a Francia (sur), Portugal, Hispanoamérica, Filipinas, Estados Unidos, y creo que hasta a China. Hugo Obermaier, paleoantropólogo alemán de la primera mitad de siglo XX, señalaba que el uro salvaje “se ha conservado relativamente puro en el toro de lidia español” (en Sanz Egaña 1958:14), mientras Lewinsohn (1952:192-93) indica que es resultado del cruzamiento del uro europeo con el africano, que dio lugar a la variedad Bos taurus ibericus. Probablemente hay también otras líneas genéticas involucradas; pero el toro de lidia es domesticado, es decir, controlado en su cruzamiento, siguiendo ahora un rigurosísimo control genético. Lo curioso es que para esta variedad los humanos escogieron como ingrediente principal la agresividad, cualidad que fue rechazada en la domesticación de los demás animales. Los juegos toreros son variadísimos, desde la caza, hasta lucha en la arena, y los acosos diversos en contextos festivos, en el conjunto de los cuales se puede ver una evolución lúdica que culmina en las dos modalidades más conocidas, las capeas (nuestros “toros de pueblo”) y las corridas de toros. Las primeras se realizan en pueblos, generalmente con participantes locales que le acosan al animal con empujones, puñetazos, desplantes, y lidias burlescas con camisetas, mantas o lo que esté a mano. El animal no muere y todos quedan contentos. Las segundas son la quintaesencia del toreo “oficial”, con un sinnúmero de participantes bien tipificados (jueces, toreros, banderilleros, monosabios, piqueros, etc.), vestimenta jerarquizada, ortodoxia casi obsesiva, solemnidad, vocabulario casi iniciático (el que no lo conoce, que ni se atreva a hablar con un taurino), y restricción de género, entre otras cosas. Respecto a lo último, el mundo del toreo es básicamente de hombres y machista. Aunque muchos expertos tratan de señalar la apertura de género a lo largo de la historia taurina, los nombres de mujeres toreras es muy exiguo. Los lectores “maduritos” aún recordarán a Cristina Sánchez, de gran empuje torero, que se lució en la década de 1990 y luego se quedó sin poder torear porque ninguno de sus colegas hombres quería compartir cartel con ella. Muchas personas creen que tengo corazón de basalto, pero no es así. Me consterno no más por cualquier cosa. Por ejemplo, he llorado viendo a la novicia rebelde huir con sus hijitos de los nazis, viendo a Trinity devastada abrazando a su Neo moribundo (The Matrix, Revolutions) y escuchando, entre explosiones apocalípticas, una voz de esperanza que dice: Yo soy John Connor, líder de la resistencia (Terminator Salvation). ¿Cómo entonces no habría de llorar viendo un toro masacrado ante mil ojos sedientos de sangre? Si el lector no iniciado piensa que la liza entre torero y toro es igual a la de Sanson contra el león, está equivocado. Antes de matar al toro y cubrirse de “gloria”, el torero le ha sacado ya “la madre” al animal (perdón por el coloquialismo): una pica que se le hunde en la nuca del animal para disminuir su capacidad de levantar la cabeza; una serie de banderillas (generalmente seis) que se le clava en el lomo (mitad superior) para debilitarlo con la pérdida de sangre; y finalmente, luego de una faena de cansados movimientos del animal moribundo, la estocada de una larga espada hasta el puño, debajo de la nuca, a la altura del tercer o cuarto espacio intercostal del animal, que lo mata casi instantáneamente. Ver la suerte suprema es morbosamente atrayente, pero mi espíritu se queda ahito de silencio. El problema se agudiza cuando el torero no puede efectuar la suerte suprema y vuelve intento tras intento, generando desasosiego y pifias en la multitud. Para abreviar el tormento, el torero usa un estoque de descabello en la nuca del animal moribundo. Y si este falla aún, hay siempre un matarife que ayuda al héroe torero con un certero golpe de puntilla entre las primeras vértebras cervicales del animal. Uno podría pensar que luego de semejante espectáculo, y por mero sentido común, lo menos que podría esperar el torero es ser premiado por la muerte del animal. Pero nones. Ahí en la arena se queda parado hasta que el Presidente le otorgue una oreja, dos, o ambas junto con el rabo del pobre animal. Y con estos adminículos en sus manos en alto, el torero a hombros de algún fornido matarife pasea por la arena mientras es aclamado por la multitud. A veces el toro muestra tanta casta, en su pelea con el torero, que es premiado con el indulto, con lo cual el animal vuelve a los chiqueros, aunque más muerto que vivo. Por cierto, también muere un torero, de vez en cuando. De la lista del escalafón de matadores de toros desde 1700 hasta mayo de 1967 (Silva Aramburu 1967:209ss), se colige que hay 772 matadores inscritos, de los cuales han muerto en el ruedo 49. ¿Qué es una corrida de toros? Mucha tinta se ha gastado en este asunto, y hay pronunciamientos para todos los gustos. Hetter (1954:475), por ejemplo, se inclina por lo estético, declarando a la corrida como arte, similar a la música o la pintura, en el sentido de que todas constituyen una experiencia subjetiva. En un evento en el que la tragedia es implícita desde el principio, Hetter no duda en relacionar espiritualmente a la corrida de toros con la tragedia griega. “En la arena, la cosmovisión española adquiere expresión formal y tradicional” (Hetter 1954:476). Pitt Rivers (1993:11) se aproxima al tema desde lo más obvio de la corrida misma. La lidia no es una pelea, porque el toro simplemente no puede ganar; y tampoco es un deporte porque no hay competición. Y no es espectáculo teatral porque no hay representacion de la realidad sino la realidad misma. Se inclina mas bien por el sacrificio ritual, en la medida que muchísimos toros son muertos en honor de la Virgen y de que el calendario de corridas es parte del calendario ritual español. Rito y sacrificio son los temas básicos del enfoque de Delgado Ruíz (1986) que hace un análisis simbólico de la fiesta brava con referencia al foklor y la vida social española, y en otro plano a la religión católica con la presencia de la Virgen María, Cristo y el toro fundidos en la simbiosis que representa la corrida (el toro y Cristo, los jóvenes dioses sacrificados). Muy interesante además su discusión sobre las relaciones de los sexos y la seducción: el torero como una mujer fatal, con vestido feminoide, maniobrando en torno al varón ingenuo (el toro) que lo precipita bajo su voluntad, convirtiéndolo en su juguete (Delgado Ruiz 1986:113). Douglass (1984:243) va por la misma vía, pero al revés: el torero es el hombre que debe someter a la arisca mujer española (meridional), representada por el toro bravío. En el título de su trabajo consta sugestivamente un proverbio español: “toro muerto, vaca es”, dando la tónica de su interpretación. La discusión puede ser más larga aún. Pero ahora el imponente edificio taurino se está desmoronando. Las generaciones jóvenes se pronuncian cada vez más tenazmente por la eliminación del festival taurino y/o la matanza del toro, y hay millones de firmas de apoyo en las redes sociales y en las ONGs ecologistas. Más aún, se han prohibido las corridas en Cataluña, San Sebastián, y en Bogotá. En México y Perú se tramita una ley con el mismo propósito. Y en Ecuador se votó en consulta popular la propuesta de prohibir espectáculos públicos donde se mate animales, la misma que ganó por mayoría, el 7 de mayo de 2011. Paneles, videos, artículos de prensa en pro y en contra proliferaron en el país, antes de la consulta, sobre todo en Quito, centro nacional e internacional de la actividad taurina. En su breve síntesis del toreo ecuatoriano, Díaz (s.f.) da algunas noticias de fiestas de toros ocurridas en varios lugares del país, inclusive en Quito, en tiempos de la colonia y primeros años de la républica. Pero se trata indudablemente de fiestas con la modalidad que llamamos “toros de pueblo”. La primera “verdadera” corrida tuvo lugar en Quito en 1898, en plaza improvisada (Díaz, s.f. 37). Con el tiempo se consolidarían las plazas Arenas y Belmonte, con la participación de toreros básicamente españoles y mexicanos, y algunos ecuatorianos, entre los que cabe destacar al expresidente Galo Plaza y su hermano José María. Los toros eran siempre importados, hasta que en 1978, la Junta del Triunvirato Militar expidió la ley de uso de toros nacionales, que son de casta española. En 1960 se construyó la Plaza Monumental de toros, y años después se instauró la Feria de Jesús del Gran Poder, de renombre internacional. Díaz (s.f.:89) señala que así “la fiesta en el Ecuador dejó der española”. La clave de la vigencia de un ritual es su vigencia social. En este contexto, los toros de pueblo se encuentran completamente inmersos en la red social, política y religiosa de los pueblos ecuatorianos, llenando sus rústicas plazas por los eventos más diversos, desde fiestas cívicas hasta religiosas, constituyendo un mecanismo importante para la cohesión social. No así las corridas “oficiales”, que generalmente se realizan en ciudades grandes, particularmente en Quito, con aficionados, que se encuentran en franca minoría. La mayoría de ecuatorianos desconoce los tejes y manejes del toreo, y casi no comparte el entusiasmo de la fiesta brava. La fiesta quiteña, podrá tener toros nacionales, pero sigue siendo española. De hecho, se celebra en gran medida para festejar la hispanidad, en el contexto de la fundación de Quito. Para paliar en algo su aislamiento, se ha recurrido al padrinazgo del Jesús del Gran Poder, que ahora ha dado su nombre a la feria, y cuya imagen, en estatuilla dorada, es el trofeo del torero ganador de la misma. Pero este es un ingrediente puramente cosmético, que no cambia el hecho de que el festival taurino ecuatoriano carece de contenido nacional, e inclusive hispánico, ya que la carga simbólica del toreo español no sería válida para la fiesta brava del Ecuador. La supervivencia de la corrida de toros será posible solamente si logra calar en el alma ecuatoriana. En efecto, si de prohibiciones se tratara, sería mucho más fácil eliminar las corrridas de toros, que el Pase del Niño de Cuenca, o los toros de pueblo de cualquier parroquia o cantón del país. La última feria de Quito, de 2011, se celebró sin la muerte del toro en el ruedo, pero igual a este se le mató a la salida. Por supuesto, dejó sabor amargo en los aficionados, aunque pocos protestaron abiertamente, aduciendo que sin muerte del toro no hay corrida. Un aficionado (?) escribía en un periódico de Quito: “¡Viva la fiesta brava! ¡Viva el rito arquetípico! y envidiemos al toro de lidia que vive como un rey y muere como un dios, después de sólo diez segundos enceguecedores y fugaces de supuesto sufrimiento físico” (Salgado Vejarano 2011). Por cierto, no le envidio al toro; y no me importa si le duele o no su sufrimiento o su humillación ante la multitud. Me basta saber que no vivimos ya los tiempos de la arena romana y que finalmente podemos tratar con humanidad a las animales con quienes compartimos el planeta. Qué bonito fuera que los animales hablaran con los humanos, como en las fábulas de LaFontaine. Talvez podrían escucharnos y podríamos escucharlos. Me imagino ya, en algún lugar, una manada de toros agitándose, gesticulando, y clamando por el cese de tanto desangre. Y hasta Granadino, el toro 16, manso y astifino, encaramándose sobre el lomo de un compañero, y gritando a todo pulmón: ¡Que no quiero verla!… Dile a la luna que venga, Que no quiero verla. Referencias citadas Bernis, Francisco, 2001, Rutas de la zooarqueología, Editorial Complutense, Madrid. Clutton-Brock, Juliet, 1981, Domesticated animals from early times, University of Texas Press, Austin. Cottrell, Leonard, 1953, The bull of Minos, Pan Books, Londres. Cossio, José María de, 1964-1974, Los Toros: tratado técnico e histórico, 4 tomos, Editorial Espasa Calpe. Madrid. De 1995, con el mismo título y en la misma editorial, pero solo en dos tomos, una versión de lo esencial del Cossío original, más una puesta al día hasta dicho año. Delgado Ruiz, Manuel. 1986. De la muerte de un dios. La fiesta de toros en el universo simbolico de la cultura popular. Península, Barcelona. Díaz, Carlos F., s.f. ca. 2000, La historia de los toros en el Ecuador, Dino Producciones, Quito. Douglass, Carrie B., 1984, Toro muerto, vaca es: an interpretation of the Spanish bullfight. American Ethnologist 11:242-258. Evans, Arthur, 1963, Scenes from Minoan life, En The world of the past, 2 vols., Jacquetta Hawkes, ed., pp. 2:99-122, Touchstone Book, Simon and Schuster, New York. Flores Arroyuelo, Francisco J., 2000, Del toro en la antigüedad: animal de culto, sacrificio, caza y fiesta. Editorial Biblioteca Nueva, Madrid. Galán, José M., 1994, Bullfight scenes in ancient Egyptian tombs, The Journal of Egyptian Archaeology 80:81-96. García Lorca, Federico 1960 [1935], Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, En Obras completas, pp. 463-473, Aguilar, Madrid. Heródoto, 1961, Los nueve libros de la historia, Editorial El Ateneo. Buenos Aires. Hetter, Patricia, 1954, The aesthetics of the fiesta de los toros, The Journal of Aesthetics and Art Críticism 12(4):475-480). Kessler, Dieter, 2002, Dioses en forma de toro, En Hablan los dioses. Diccionario de la religion egipcia, Donald B. Redford, ed., pp. 279-283. Editorial Crítica, Barcelona. Lewinsohn, Richard, 1952, Historia de los animales. Su influencia sobre la civilización humana. Editorial Sudamericana, Buenos Aires. Mitchell, Timothy J., 1986, The ritual origin of scholarly myths, The Journal of American Folklore 99(394):394-414. Pitt-Rivers, Julian, 1993, The Spanish bull-fight, and kindred activities, En Anthropology Today 9(4):11-15. Renault, Mary, 1958, El rey debe morir, Editorial de Ediciones Selectas, Buenos Aires. Salgado Vejarano, Mauricio, 2011, ¿Y los perritos callejeros abandonados? Cartas a la Dirección. El Comercio, 6 de marzo, Quito. Sanz Egaña, Cesáreo, 1958, Historia y bravura del toro de lidia, Colección Austral, vol. 1283, Espasa-Calpe, Madrid. Silva Aramburu, José, 1967, Enciclopedia taurina, Editorial de Gasso Hnos., Barcelona. Strabo, 1989, Geography, Cambridge, Mass. |
Última actualización el Viernes, 01 de Marzo de 2013 15:17 |
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