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Revistas Apachita Apachita 12 ArqueologÍa, Patrimonio e identidad
ArqueologÍa, Patrimonio e identidad PDF Imprimir E-mail
Escrito por Estanislao M. Pazmiño T.   
Miércoles, 02 de Abril de 2008 19:18
La discusión sobre identidad ha ido cubriendo mayores espacios en los debates concernientes a la modernidad. Vista como parte del proceso histórico, la identidad nos remite necesariamente a la concepción de un pasado que ha venido aportando a la construcción de la imagen de grupo. En este contexto, los trabajos provenientes de varias ramas de las ciencias sociales, entre ellas la arqueología, contribuyen al desarrollo del tema.

No obstante, un problema que surge, al trabajar sobre identidad, es la facilidad con que ésta puede ser manipulada desde una reinterpretación de los procesos históricos. Aquí, por ende, cabe plantearse dos interrogantes: ¿sobre qué nociones de pasado se trabaja la identidad? y ¿cuál es el uso que se le da al discurso histórico?. Las soluciones se encuentran inmersas en el manejo político. Las interpretaciones que se le dan al pasado responden a los intereses que defienden los diferentes sectores sociales; de este modo el discurso histórico puede ser usado como arma para legitimar políticas que conllevan la reafirmación de una identidad. Para ello, en ocasiones, se ha recurrido a la interpretación arqueológica, como lo ejemplifica Ian Hodder (1990:15) cuando resalta que “...alrededor del planeta la arqueología esta siendo usada con mayor fuerza por naciones emergentes y minorías étnicas para legitimar sus peticiones de tierra o validar su existencia política contemporánea.”
Vemos, entonces, cómo trabajos de índole arqueológica son utilizados en muchos casos para la sobre-exaltación de elementos pasados con un fin político, lejos de las interpretaciones fundadas en la objetividad de los datos. El simbolismo que se encuentra en los restos arqueológicos, los bienes patrimoniales y en los hechos históricos mismos, ha sido reemplazado por la interpretación que se le da desde diferentes sectores. Y es que, al igual que la idea de arqueología se remitió a los objetos, “...el concepto de patrimonio cultural se restringió a la restauración, reconstrucción, consolidación y modificación de edificios (…), a tal punto que una arqueología de la vida cotidiana de los sitios ha sido desechada” (Maggiolo 1999). Por tanto, percibimos que lo importante no es la historia ni el simbolismo que está detrás, sino la imagen de la fachada o el objeto. El valor inconmensurable que los grupos de poder asignan a los objetos se vuelve fuente de consenso general, pese a las distintas formas de apropiarse del patrimonio que poseen los distintos sectores de una población (García Canclini 1990).

La idea contemporánea del pasado “no envuelve una secuencia, historia o evolución” (Hodder 1990). Ahora, al parecer, ya no es necesario asumir el pretérito en su contexto, surgido de una práctica investigativa; basta con interpretar y crear el pasado que queremos o deseamos. Las personas no se conectan con un pasado, sino con los fragmentos del pasado que les interesa. El pasado ha sufrido una materialización, una comercialización; hoy en día el pasado “vende”.

En el país, la conformación de una historia, a partir de la arqueología, ha estado colmada de una serie de falacias y construcciones erróneas (ejemplos de ello los encontramos en el trabajo de Salazar 1995). Así, desde el insostenible Reino de Quito, hasta los muy de moda observatorios astronómicos (Cochasquí, Catequilla, Tulipe, etc.), se ha tratado de generar una imagen que incentive el nacionalismo. El inconveniente está en torno a quiénes manejan e interpretan los vestigios arqueológicos y a cómo lo hacen. Muchas historias caen en invenciones fantasiosas, en gran parte debido al espacio cedido por la escasa práctica arqueológica profesional, en la que una arqueología esencialmente descriptiva e incapaz de resolver problemas teóricos de interés cultural, no ha encontrado las formas adecuadas de conexión con la comunidad. De esto se han valido filibusteros culturales que le han dado un tinte comercial al pasado, vendiendo interpretaciones de moda (acaso new age), que encuentran acogida en turistas que buscan lo exótico o en una sociedad ansiosa por descubrir lo que hubiera deseado que fuera su pasado.

En este ámbito se han concebido proyectos municipales empeñados en la recuperación, restauración y conservación de bienes patrimoniales, como una manera de apropiarse de espacios históricos sobre los cuales se inventan historias acordes a sus propósitos (Itchimbía gran centro ceremonial y observatorio astronómico, etc); museos que realzan el valor de los objetos por encima de los contextos; arqueólogos que ya no excavan, sino estudian colecciones particulares o de museos generalmente adquiridas del mercado negro; y por último “para-arqueólogos” jugando a ser arqueólogos, excavando o, mejor dicho, destruyendo sitios arqueológicos. Es notorio que aún no se comprende, en términos reales, en qué consiste la arqueología y en qué consiste el patrimonio cultural.

¿Cómo podemos entonces hablar de una arqueología que aporte a la identidad? ¿Hasta cuándo podemos seguir oficializando historias falaces con el pretexto de fortalecer la identidad? No podemos permitir que ciertos grupos continúen inundando con mentiras a la colectividad, solo con el afán de responder a sus intereses. Hay que encontrar un punto de equilibrio entre un discurso arqueológico moderado y las expectativas de la comunidad respecto al pasado. Caso contrario, el pasado construido como ajeno, aunque se presenta como una imagen real de lo ancestral, no es más que un espejismo dispuesto a saciar cualquier sed de pasado como cimiento en falso de la identidad.

[Ilustración de Miguel Vidal, tomada de Nueva Crónica del Perú, siglo XX, de Pablo Macera y Santiago Forns, 2000, Fondo Editorial del Congreso del Perú, Lima].
Última actualización el Jueves, 27 de Agosto de 2009 11:49
 

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