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Revistas Cuadernos de Investigación Cuadernos de Investigación 8 Tradiciones Culturales Y Transformaciones Coloniales una “Visita Personal”: Ritual Político en la Colonia y Construcción del Indio en los Andes*
Tradiciones Culturales Y Transformaciones Coloniales una “Visita Personal”: Ritual Político en la Colonia y Construcción del Indio en los Andes* PDF Imprimir E-mail
Escrito por Armando Guevara-Gil, Frank Salomon   
Jueves, 18 de Noviembre de 2010 10:24

“El qual juicio de visita tiene su apoyo, en lo que Dios se refiere en el Génesis, quando hablando á nuestro modo dixo que quería baxar y ver, si era cierto el clamor que había llegado á sus oídos” (Solórzano y Pereyra)1.

“El Virrey marqués de Montesclaros comparaba estas visitas a los torbellinos que uele haver en las plazas y calles, que no sirven sino de levantar el polvo y otras horruras de ellas, y hacen que se suban a las cabezas” (Solórzano y Pereyra)2.

Resumen

Las Visitas personales de indios como inspecciones administrativas fueron largamente utilizadas en el mundo colonial, su interpretación ha dado especial énfasis a su valor como instrumento financiero para el cobro de tributos y como un reflejo de la organización social de la época. En el presente artículo se sugiere una lectura diferente, mirar estos papeles como escenarios de poder, en los que interesan principalmente los procesos de escenificación de rituales, en los cuales confluían la legislación colonial y las prácticas tradicionales locales de derechos y obligaciones. Para sustentar esta nueva lectura se toma como caso de estudio la visita hecha al grupo de los Collaguazos, en 1623, en la Audiencia de Quito. Este era un grupo étnico local registrado desde el siglo XVI y que para fecha de la visita era un cacicazgo supra local que se había adaptado eficientemente a la nueva estructura colonial.

“Visitas personales”

Las visitas eran giras de inspección ordenadas por la Corona Española con el fin de supervisar asuntos gubernamentales. Algunas eran amplias y detalladas descripciones de sociedades enteras mientras que otras se enfocaban sólo en los problemas administrativos. “Visitar” era por aquel entonces una forma de reconocer la existencia de desconocidos sociales - realidades humanas generadas fuera del control de la Corona - y un proceso ritual para encajar a la sociedad en un modelo preconcebido dentro del Estado y la Iglesia.

Los productos escritos de las visitas representan un complejo compromiso entre los usos referencial y performativo de la lengua, entre palabras que describen un mundo “encontrado” y palabras que crean un mundo al ser pronunciadas. Que los textos expresaran esta contradicción quedó sistemáticamente oculto - y al parecer sigue oculto aun cuando los investigadores modernos han perdido desde entonces los hábitos mentales que sustentaban la escenificación social de la Colonia. Los autores de las visitas definían como “real” una interpretación muy artificial del orden “tradicional”, registraban eventos públicos cuya imagen clasificaba a seres humanos de carne y hueso, y sentaban un modelo normativo según el cual juzgar la conducta (hasta la próxima visita) como una ejecución deficiente. Trabada con el ritual, la génesis de documentos en un proceso tan distante del empirismo sociocientífico garantiza una lectura del registro histórico más sutil y menos positivista que lo usual. Un caso tomado del registro histórico ecuatoriano ilustra las oportunidades y dificultades que entraña esta lectura.

No es cierto que las visitas carezcan de interés empírico, por algo se han convertido en fuentes centrales para la historia y la antropología de América Latina. No tienen igual apreciación de la organización social en base al trabajo de campo. A primera vista las visitas parecen faltas de un plan, como una guía telefónica, y sin embargo, la suposición errada de que registran un mundo neutralmente “encontrado” en lugar de un mundo dramáticamente ejecutado suele dar a los análisis que se basan en ella un matiz de simplicidad epistemológica.

Los intereses que motivaron el tipo de visitas conocido como “visitas personales de indios” generalmente eran de carácter tributario. La lucha por las rentas coloniales entre el Estado y los encomenderos3 españoles desembocaba en una visita real con el fin de averiguar cuántos indios pagaban tributos, el monto de dicho tributo y en qué especie se cancelaba el mismo. La preocupación por el “buen gobierno” (un gobierno bien informado de intervención microscópica) y la necesidad jurídicamente fundada de incorporar políticamente las “costumbres de las naciones”, al parecer, fueron otros motivos de las visitas en los nuevos territorios. En ocasiones la política burocrática - el descrédito de un encomendero revoltoso o el retiro de funciones de un funcionario enemigo asignándolo al trabajo rural - fue una poderosa razón para emprender una visita4.

En todos los casos las visitas se concebían para “efectuar” [enact] como realidad visible un orden político-social programado (“policía” era el término que se utilizaba entonces) opuesto al producto desordenado de la historia. Las visitas eran teatros de ideología que daban a ese puñado de modelos imaginados, llamado estructura social, una primacía temporal sobre la práctica. En este aspecto, la visita tenía un claro precedente incaico: el capac hucha. El capac hucha (hay distintas ortografías del mismo término, pero el significado siempre es el mismo: “prestación opulenta”) era un sacrificio ritual a nivel imperial en donde los tributos recogidos en todo el Tawantinsuyo (incluyendo los sacrificios humanos) se reasignaban burocráticamente y enviaban a todos los santuarios y fronteras del Incario. Duviols (1976) ha observado que las rutas de regreso no seguían caminos sinuosos sino senderos rectos a través del campo o del bosque - drástica realización de la primacía de las normas sobre la práctica. Un proceso realizado entre 1558 y 1570, que es analizado por Rostoworoski (1988), recalca la fuerza legal del capac hucha como rito que ejecutaba relaciones políticas revisadas (véase también Zuidema 1989: [1973], 117-143; [1978], 144-190; [1982], 488-535). En la misma medida que el capac hucha, la visita española creaba el orden social que pretendía descubrir. Desde la época toledana (1569) la visita puede ser considerada en gran medida una disciplina que requería periódicamente el máximo control de los resultados de la incursión colonial y la “resistencia adaptativa” indígena (Stern, 1987: 8-13) al modelo normativo de la civitas colonial, impuesto a los indios en base a las “reducciones”, villas agrícolas nucleadas y cuadricularmente planificadas (Fraser, 1990: 51-81). La misma idea fue aplicada a las ciudades españolas, al menos de los primeros años de la Conquista.

Al tratar las visitas como mecanismos hegemónicos5 del estado colonial, no estamos sugiriendo que el hombre andino tuviera un papel particularmente pasivo en el proceso. Los “visitados” poseyeron distintos medios de generar ironía, ambigüedad y oportunidades de disputa6. Pero esta faceta de la historia todavía sigue siendo difícil de narrar a partir de las fuentes de que disponemos. A menudo todo lo que podemos hacer es auscultar el uso político y legal que hicieron los “visitados” de su retrato documental ex post facto.

Rituales Políticos

Las visitas y otros espectáculos análogos en muchos imperios participan del programa ritual que Steven Mullaney (1988) llama “ensayo consumado” [consummate rehearsal]. Mullaney toma como ejemplo prototípico la famosa exhibición de Tupían llevada a cabo el año de 1550 en Rouen, donde los visitantes eran invitados a experimentar una aldea indígena real importada del Brasil. A menudo se recuerda que esta exposición estimuló en la mente de Michel de Montaigne ciertos argumentos que fueron el origen del relativismo cultural; pero en cambio no siempre se menciona que el clímax del espectáculo fue la destrucción intencional de la aldea. Mullaney sostiene que esta postrera destrucción constituía realmente el meollo del asunto: Europa a menudo armaba espectáculos donde los espectadores ingresaban a un escenario saturado de “otredad”, por razones radicalmente distintas al descubrimiento o la ciencia. Estos “ensayos consumados” eran

“…una revisión completa y potencialmente auto consumada de cosas no familiares. Cualquiera que fuese el fin último de dicho ensayo, sea la consumación, la colonización o una negociación menos clara entre una cultura dominante y sus otros, en Rouen la atención puesta en las costumbres brasileñas de ninguna manera estaba reservada a las culturas del Nuevo Mundo” (Mullaney, 1988: 71).

El “ensayo” completo de la realidad social subordinada era un precio universalmente impuesto por el cual los estados europeos encontraban sus fronteras culturales. Estos “ensayos” examinaban las leyes nativas, los dialectos no estándares y las heterodoxias “supersticiosas”. Sin embargo, como observa Mullaney, los términos de subordinación que alcanzaba el drama eran distintos. La escenificación que producía un “ensayo” podía encubrir una intensa negociación y dar origen a todo tipo de desigualdades innovadoras - no siempre a la destrucción violenta.

Pero las “visitas personales” también nos recuerdan un atributo importante del ritual estatal que no es observado por Mullaney. No toda la eficacia de los rituales se basaba en la pompa y el color, como en Rouen. Cuando se invitaba a los conquistados a los ensayos del orden colonial, la nota frecuente era el aburrimiento. A diferencia de los ejemplos que menciona Mullaney, los rituales estatales hacían encajar la burocracia en el cosmos de una manera intencionalmente descolorida7. Su misión en realidad era desaparecer tan rápidamente como fuera posible en la normalidad y la “naturalidad”. Su eficacia sociológica radicaba precisamente en la ejecución de una forma de conocer y actuar colonialmente designada, aunque fuera evidentemente necesario. Para millones de colonizados, el arduo esfuerzo que representaba estar formados en fila bajo el sol, preguntándose cuándo volverían a casa mientras esperaban que un abogado o un traductor asentaran sus nombres en el papel, confería a la “indianidad” el carácter inevitable de la muerte y el tributo (Kertzer, 1988: 9, 186 n. 31; Da Matta, 1977: 256-57).

Enfoques historiográficos y modelo documental

Las investigaciones basadas en las visitas han seguido dos paradigmas fundamentales. El primero se inspira en la tradición de la historiografía legal. En este enfoque se filtran los nombres y los actos realizados por los visitados, y el marco institucional donde se insertaba esta información se convierte en materia de estudio (Céspedes del Castillo, 1946; Ots Capdequí, 1969; Phelan, 1967). El segundo paradigma, denominado no sin cierta ambigüedad “etnohistórico”, revirtió estas prioridades (v.g. Murra 1964, 1967- 1972; Pease, 1977; Rostoworowski de Diez Canseco, 1988, 1992; Salomon, 1986). En este caso los registros coloniales - que incluyen crónicas, juicios, registros administrativos - se leen como depositarios de testimonios ex-orales hechos por persones que casi nunca redactaban sus propios documentos. En conjunto, las visitas se convirtieron en fuentes para el estudio diacrónico de grupos étnicos andinos. El éxito de los etnohistoriadores se evaluaba según su capacidad para “ver a través” de los documentos y “filtrar” los relatos del colonizador con el fin de exhumar la propia descripción del colonizado y, de ser posible, su propio sentido de historicidad.

El problema que presentan ambos paradigmas es que tratan estos registros (producto de las visitas) como si fueran sedimentos inconscientemente formados del proceso social, a partir de los cuales se puede extraer datos útiles por su valor nominal. Cierto “realismo documental” plasmado en un enfoque “que trata los artefactos como fuentes para la reconstrucción de sociedades y culturas del pasado” ha influido marcadamente en la historiografía andina (La Capra, 1985: 46). Lo que un historiador llama “idolatría del documento” (Pease, 1976-1977: 207) surge del supuesto de que las visitas reflejan exclusivamente el aspecto práctico o “eficiente” del estado colonial (Geertz, 1980; Kertzer, 1988: 5-8)8. Pero como afirma S.R.F. Price para el caso de la Roma antigua, “lo ‘eficiente’ no es menos un constructo que lo ‘dignificado’; y lo ‘dignificado’ no es menos una expresión de poder que lo ‘eficiente’ ” (Price, 1984: 239-243, 248).

Como no era su propósito retratar el estado, los historiadores andinos dieron la espalda al rostro “dignificado” del poder estatal y perdieron de vista el hecho de que los indios compraban su visibilidad documental convirtiéndola en una característica del rostro del estado. A menudo los etnohistoriadores se equivocan cuando critican solo el aspecto “eficiente” de las visitas, consideradas como una suerte de envoltorio de la substancia etnográfica. Los investigadores esperaban que al retirar dicho envoltorio se producirían “documentos informativos directos” (La Capra, 1985: 18) desde el interior de la sociedad aborigen. Observaciones optimistas en este sentido apostillan la mayoría de trabajos sobre etnología histórica andina. Las visitas reciben el nombre de “documentos administrativos puros” que se aprecian por su extensión aparentemente etnográfica hacia dominios funcionales de la sociedad que raras veces llamaban la atención de los cronistas, preocupados como estaban de la información militar y religiosa. También se acredita a las visitas el valor de atravesar las presuposiciones culturales de la literatura de crónicas que giraba exclusivamente en torno a lo inca; de materializar una gran cantidad de saberes orales confiables; de registrar objetivamente los sistemas políticos aborígenes; y de retratar las obsesiones ideológicas de la época (Pease en Rodríguez de los Ríos [1593] 1973: 129; Pease, 1978ª: 446; Salomon, 1976: 139; Salomon, 1986: 4, 13; Hampe, 1985: 209; Benavides, 1989: 245; Anders, 1998: 19-20).

No queremos minimizar el valor de las visitas, como tampoco creemos que sus nuevos descubridores las hayan leído sin criterio alguno. Desde hace tiempo, Murra planteó el problema de la falsedad en las respuestas que daban los indios interrogados, pues “el interrogatorio”, dice este autor, “llevaba implícita una amenaza a sus recursos” (1967- 1968: 134). Mayer (1972: 351), por su parte, hace hincapié en que los caciques de la Colonia reducían al mínimo la demanda de mano de obra, falsificando la información demográfica de sus poblaciones. Del mismo modo, Stern es consciente que las visitas encerraban elementos políticamente “eficientes” de la lucha:

“…hacia los primeros años del siglo diecisiete, la institución de la ‘revisita’9 se convirtió en el campo de batalla de una lucha social por el control de las cifras demográficas y tributarias oficiales. En lugar de ofrecer una guía confiable sobre los recursos humanos disponibles en las sociedades aborígenes de Huamanga, las revisitas expresaban el resultado de esta lucha constante” (Stern, 1982: 123).

La desventaja de esta crítica es que se hace bajo el supuesto de que los registros de visitas son fuentes privilegiadas tanto por su superior facticidad como por su condición de “materia prima”. Pero es una ilusión buscar una “pureza no trabajada” en las fuentes históricas. Todo lo que llega a nuestras manos está “pre-elaborado” por el proceso de simbolización política y el contexto performativo de las visitas.

El origen europeo de la visita

Los orígenes de la visita están al parecer en la tensión casi universal que se produce entre el hecho físico de la finitud de recursos estatales y su reivindicación ideológica de omnipresencia. Estados de todo tipo suelen realizar grandes inversiones en rituales que exigen la participación pública en un imaginario de omnipresencia estatal. Antes de 1600, los viajes del soberano eran el emblema típico de la ubicuidad estatal. Geertz nos ofrece tres ejemplos muy ilustrativos al respecto. En el siglo XVI Elizabeth Tudor deambuló en “peregrinaciones sin fin” a lo largo y ancho de sus dominios. Durante el siglo XIV, el rey de Java visitó nada menos que 210 localidades diseminadas entre 15.000 y 28.000 kilómetros cuadrados “en casi dos meses y medio”. En el siglo XIX, en Marruecos, donde se decía que “el trono del rey es su silla [y] el cielo su dosel”, el campamento móvil de Mulay Hasan estaba formado por casi 40.000 súbditos. Para los soberanos tradicionales, “el movimiento era la regla, no la excepción” (Geertz, 1983: 128, 132, 136-137). Las procesiones reales “estampaban un territorio con signos rituales de dominación. Mientras los reyes viajaban por el campo… dejaban marcas en él, a semejanza de un lobo que esparce su olor por todo su territorio como si formara físicamente parte de él” (Geertz, 1983: 125).

De igual manera, los soberanos incas exhibieron su poder con espectáculos de viaje mucho antes de la llegada de los españoles. Cuando Vaca de Castro compiló los testimonios de los quipocamayocs incas (encargados de los quipus o registros a base de nudos), incluyó un testimonio que reza: “no quedaba rincón en toda la tierra que el Inca Guaina Capac no hubiera visitado en persona” ([1541-1544?])10.

Durante las primeras décadas de la Conquista de América, las cortes reales de España, Portugal y Francia todavía eran bastante móviles11. Los reyes viajaban cíclicamente por sus dominios poniendo una y otra vez en ejecución su supremacía, dispensando justicia, promulgando leyes y tratando a viva voz los asuntos de estado.

“Si la monarquía de Fernando e Isabela [los Reyes Católicos de España] tenía un centro, éste estaba localizado en sus personas y no en una capital determinada (…) [Isabela] se trasladó con su [corte] durante treinta años, tiempo en el cual visitó cada rincón de Castilla, en tiempos de guerra como de paz, cubriendo en algunos años más de dos mil kilómetros de territorio” (Kamen, 1983: 16).

Pero la conquista coincidió con el nacimiento de monarquías absolutistas que sedentarizaron las cortes y desarrollaron un nuevo léxico simbólico de poder alrededor de centros estáticos como Toledo y más tarde Madrid, París y Lisboa. El viaje perdió su atractivo como inversión política. Felipe II opinaba en 1598 que “viajar por el reino no es ni útil ni decente”, iniciando el crucial movimiento negativo de separación de la monarquía de sus súbditos” (Kamen, 1983: 147). Reemplazando al monarca inmediato, las monarquías absolutistas “invirtieron” poder creando distintos niveles de sustitución: virreyes, gobernadores y justicias.

Esta estrategia representó nuevos problemas para la práctica “dignificada”. Los soberanos españoles desarrollaron tres mecanismos destinados a rellenar el espacio con su presencia: la posesión real a través de las imágenes, la inscripción del imperio y la institucionalización de las visitas a cargo de sustitutos reales.

Las imágenes como medio de dominación atrajeron el interés de Felipe II. A través del arte del paisaje citadino [cityscape], este monarca quiso poner al alcance de su mirada toda la geografía humana del reino. Contrató para ello al pintor flamenco Anton Van den Wyngaerde (‘Antonio de las Viñas’) y “le ordenó que se embarcara en una serie de largos viajes con el propósito de elaborar vistas topográficas de las ciudades de varias partes del reino”. El pintor preparó al menos 62 vistas de ciudades y pueblos. Este microcosmos sin paralelo pasó a decorar El Pardo (coto de caza cerca de Madrid) y el palacio del Alcázar (Kagan, 1986: 116,119, 129-130, 133).

En segundo lugar, Felipe II trató de compensar la mayor distancia entre el rey y sus vasallos manteniendo una vigilancia casi microscópica sobre su imperio a través de la escritura:

“Hacia finales del siglo dieciséis, el rey quiso organizar la avalancha de comunicaciones que le llegaban, ordenando que se trajeran informes sumarios para su deliberación. Felipe II [en 1575] pidió que en la correspondencia “el estilo fuera breve, claro, sustancioso y decente” (…) Al parecer fue él quien inventó esa plaga típica del siglo veinte, el cuestionario [con el fin de manejar] la gran variedad de preguntas que enviaba a las Indias en su incesante demanda de información” (Hanke, 1968: 202, 203).

En principio, el ejercicio del gobierno a través de los textos buscaba saturar completamente el imperio. En 1577 Felipe II ordenó la redacción de la Relaciones Geográficas de Indias, exigiendo a todos los funcionarios locales que describieran las tierras y pueblos bajo su jurisdicción según un formato estándar. Estas Relaciones constituyen tal vez la base de datos más uniformemente dispersa sobre el Perú colonial temprano (Jiménez de la Espada [1881-1897] 1965, Caivallet 1989, Ponce Leiva 1992).

La tercera medida, la repolitización del espacio a través de poderes, había ya empezado bajo el reinado de su predecesor Carlos V. Al reconfigurar la visita civil, probablemente siguió el modelo de las visitas episcopales medievales12. Las visitas reales se remontan a las Siete Partidas (1256-1265) de Alfonso el Sabio (Phelan, 1967: 216; Céspedes del Castillo, 1946). Por aquel entonces el visitador era considerado representante e imagen viva del rey y estaba investido con autoridad monárquica13. Aparte de servir para fines de investigación y administración, debía ser una visita social por parte del soberano y sustentar la ficción de un vínculo inmediato entre la Corona y cada uno de sus vasallos.

En los Andes las visitas pronto ganaron importancia conforme la Corona buscaba cada día más información sobre una sociedad cuya complejidad rápidamente desbordó la comunicación imperial. Se trató de imponer en todos los sectores sociales - inclusive entre los clérigos, las futuras élites feudales y los administradores - la experiencia de sumisión directa a la autoridad monárquica. Para los indígenas, las visitas personales de indios tenían una calidad fundacional. En la mente de cada “indígena”, la visita asociaba el cumplimiento de la mayoría de edad con una cadena de actos que duraban toda la vida y dramatizaban su posición de vasallo tanto como su “otredad” étnica frente al Estado (Fabian, 1990: 349).

Dos modelos de ejecutar las “visitas personales de indios”

Una visita importante estaba formada por una verdadera caravana de funcionarios coloniales encabezados por un “visitador” y, por lo menos, un escribano, un traductor, un sacerdote y una partida de soldados, cocineros, lacayos y cargadores. El encomendero local, cuyo interés estaba de por medio, debía acompañar a la caravana o al menos enviar un representante. Se visitaba a cada curaca (señor étnico) de las aldeas que comprendían el itinerario y cada uno traía su abogado. Toda esta gente se hacía acompañar de sus familias y sirvientes. Una vez comisionada la visita, provistos el personal y bendecida en una misa inaugural cerca de la sede de gobierno, la caravana avanzaba trabajosamente por el paisaje, cenando y pernoctando a expensas de las comunidades donde se detenía, pero también interrumpiendo y alterando las rutinas productivas14.

En los procesos cruciales de inspección, categorización y oficialización de la estructura social “nativa”, las visitas personales de indios seguían al menos dos modelos diferentes. Uno es el modelo “casa por casa”, reseñado en las instrucciones del Presidente La Gasca a los primeros visitadores (desde 1549) que organizaron “señoríos étnicos” como parte de las encomiendas posteriores a la época de Pizarro (Espinosa Soriano, 1960: 200). Esta técnica siguió siendo utilizada hasta bien entrado el siglo dieciséis y produjo registros extraordinariamente detallados. En estas primeras visitas el proceso de negociación dramatúrgica tuvo lugar en términos relativamente favorables para los señores étnicos, de manera que los documentos resultantes están inclinados favorablemente hacia los modelos andinos de estructura social15, lo cual les concede un valor etnográfico único. Las primeras visitas retratan instituciones como la estructura de mitades o la segmentación por ayllus en relación explícita con las normas y rehabilitadas con fines coloniales. Un ejemplo ilustrativo de una visita detallada casa por casa y aldea por aldea es la Visita de la Provincia de León de Huánuco, que Iñigo Ortiz de Zúñiga realizara en 1562 (1967- 1972, 1: 95). En este caso el inspector y su corte hicieron esfuerzos inmensos por llegar a los lugares donde la gente vivía en vez de exigirles que se reunieran todos en un sólo lugar. Enrique Mayer ha escrito una viva reconstrucción de cómo pudo ser una visita a una aldea de la sierra central del Perú, recalcando que el papel de la mayoría indígena en la “invención” de una estructura social a menudo se reducía a una escenificación insignificante mientras el visitador, el señor étnico y el encomendero asumían los principales roles dramáticos:

“Sábado, 14 de febrero de 1562

Después de una lluvia que duró toda la noche, el alba se presentó nublada. Los moradores de Tancor iniciaron sus tareas acostumbradas, aunque estaban atentos a los nuevos y extraños amos que hablaban una lengua diferente, montaban a caballo y llevaban armadura. La guerra había terminado y habían sido derrotados (…) Mientras el sol empezó a calentar el valle, la niebla se levantó y pasó sobre los asentamientos de Wangrin y Wakan; se dejaba ver desde Tanco la parte baja de la angosta quebrada del Río Colpas. Fue cuando los vieron: una partida de jinetes seguidos de cargadores a pie subía lentamente por la colina. Era la temida visita de los españoles con sus mismos caciques, los curacas. Para mediodía llegaron a la aldea.

Desde que se avistó la visita, se detuvieron todas las actividades acostumbradas en la aldea. Luego de unos momentos de pánico, el ritmo de las actividades cambió drásticamente. Muchos jóvenes tomaron ropa abrigada, comida, coca y huyeron de la aldea para esconderse en las montañas (…) las mujeres escondieron los alimentos y otros bienes. Mientras encendían el fuego para preparar la comida de bienvenida, repasaban nerviosas las oraciones y los gestos que los nuevos sacerdotes les exigían. A los niños se los distribuyó en distintos hogares y se les ordenó que no abandonaran a sus padres. El anciano quipucamayoc entró con trabajo a la choza, tomó los quipus y empezó a pasarlos entre los dedos. (…) De último momento, el curaca de Tancor, que había observado con cuidado las nuevas disposiciones de los hogares recién formados y pretendía hacer caso omiso de aquellos jóvenes que se esfumaron, se percató de que había olvidado prevenir a la aldea vecina de la inminente visitada. Más tarde se arrepentiría de su omisión porque su pariente, Don Antonio Pumachagua, curaca de Guancor, fue tomado desprevenido por el visitador. Apenas balbuceó algunas palabras al momento de presentar su informe y fue azotado públicamente por “haber mentido en su testimonio”. En cierta ocasión, hace mucho tiempo, el curaca Tancor también fue amarrado y golpeado con una piedra en la espalda, aquella vez fueron los visitadores del Inca, que lo pescaron ocultando jóvenes. (…) Para cuando llegó la partida - Iñigo Ortiz de Zúñiga, el visitador; Juan Sánchez Falcón, el encomendero; sus representantes legales; el escribano; el traductor de griego, Gaspar de Rojas; y el curaca, Don Juan Chuchuyaure, junto con varios soldados, sacerdotes y cargadores - volvió la aldea a una falsa apariencia de normalidad” (Mayer, 1982: 5-6).

No todas las visitas eran completas. A menudo, como consecuencia de la despoblación de una aldea por la guerra o la peste, el curaca podía solicitar una revisita parcial con el fin de revisar las últimas asignaciones tributarias. Stern nos ofrece una viva descripción de cómo pudo haber sido una revisita.

“El proceso cotidiano de una revisita representaba [un] tira y afloja. Al inicio de la visita y en cada aldea visitada, el juez solía pronunciar la misma advertencia en su anuncio público a la gente reunida en la plaza. “Todo el que sepa que algún cacique u otra persona tiene indios escondidos debe declarar. Si lo hacen, serán premiados, y de la misma forma, aquellos que no cooperasen (…) serán castigados”. [En un caso] las enérgicas objeciones de los indios [contra el nombramiento de un visitador] interrumpieron la revisita por setenta y cuatro días. Una vez iniciadas, las revisitas contemplaban agotadoras expediciones - aldea por aldea, ayllu16 por ayllu, casa por casa - durante las cuales se registraba a todo individuo, se cotejaban las muertes y nacimientos con los registros de la parroquia, se exigía prueba escrita de toda disputa y se pagaba al juez un elevado jornal que cada vez era más oneroso. Las visitas se convertían en un juego de escondites de documentos, testigos, ajustes de cuentas, alianzas políticas y modelos de asentamiento difusos” (Stern, 1982: 124).

Sin embargo, este modelo temprano de visitas se volvió inusual conforme el estado hispanoamericano utilizaba cada vez menos los dispositivos andinos de la estructura social. Este desplazamiento dio origen a un segundo modelo según el cual la gente debía ir donde el visitador. Cada curaca tenía que reunir y pasar revista a su gente tanto a nivel doméstico como a nivel del ayllu, ejecutando así directamente una organización social de derecho; pero además debía ayudar a cotejar los registros conservados en quipus y papeles con la lista de tributarios. Esto ocurrió ya, por ejemplo, en la revisita hecha en la provincia de Quito por Gaspar de San Martín y Juan Mosquera.

“En la aldea de Urin Chillo (…).los visitadores ordenaron a Don Juan Zangolqui, señor de la dicha villa [y a sus señores subordinados] que vinieran a su presencia. Según la interpretación de Diego, un indio [intérprete], en presencia del escribano se le dijo e informó que por orden del gobernador habían venido a visitarlo personalmente a él y a sus señores e indios subordinados, porque parecía que en la visita que se hizo con los quipos, se había omitido un grupo de indios (…) En cumplimiento de lo cual, los dichos visitadores ordenaron a Don Juan y a sus señores subordinados que trajeran a su presencia a todos sus indios” (Salomon, 1976: 161; véase también Rodríguez de los Ríos [1593], 1973: 136).

Más tarde las visitas se convirtieron en una tarea minuciosa que alteraba las labores del campo. La visita y numeración del corregimiento de Riobamba (en la sierra central del actual Ecuador) la realizó Pedro de León (1591-1582) “con la partida tributaria y la visita en la mano”, es decir, con los registros de las visitas anteriores de la misma zona pero sin llevar a cabo una visita personal. El visitador se limitó más bien a cotejar los registros y la información tributaria recogida con los jefes locales (eclesiásticos y fiscales). De allí la sorprendente velocidad con que se llevó a cabo la visita. León ‘visitó’ “todos los pueblos de su corregimiento” - más de 15, con una población de 24,533 habitantes - en apenas 37 días, lo cual equivale a censar 663 individuos diarios (Ortiz de la Tabla Ducasse, 1881: 48, 37, 25). A menudo las visitas rápidas acarreaban un sin fin de consecuencias jurídicas17.

El segundo modelo de visita al parecer fue practicado con más frecuencia desde 1570 en adelante, o al menos hasta 1650. El visitador iba de un reasentamiento a otro, posiblemente sin detenerse en los “antiguos asentamientos” (aldeas prehispánicas) donde la gente a menudo se hallaba dispersa durante los períodos de trabajo. En cada “reducción” el visitador se instalaba en la plaza principal donde se encontraban la iglesia y las oficinas del gobierno. Por aquel entonces muchas “reducciones” eran la residencia permanente de algunos indígenas (Málaga Medina, 1974: 842; Stern, 1982: 124), aunque se habían infiltrado también algunos indios “forasteros”, varios mestizos y otros tantos españoles oportunistas18. Durante la visita estas parroquias nominalmente indígenas funcionaban como centros ceremoniales donde se exigía a los indios ordenarse de acuerdo con esquemas políticos. Este tipo de actividad se observa todavía en los ciclos ceremoniales modernos de regiones de habla quechua y aymara (Abercrombie, 1991; Rasnake, 1986).

Las razones “eficientes” detrás de la ejecución de visitas

Los indios no estaban errados al pensar que las visitas se habían convertido en una industria. Las visitas solían aumentar por motivos políticos y no según la programación que dictaba la ley. Además, políticamente todo contribuía a multiplicar las visitas. En repetidas ocasiones la Corona ordenaba numerosas visitas, pero la presión también venía de abajo. Los escritorzuelos de visitas las promovían incesantemente como una panacea administrativa. En 1626 Andrés de Sevilla, que tenía el título de Escribano de Visitas de Quito, escribió un memorando pidiendo a la Corona que presione la ejecución de visitas sucesivas porque, desde que la práctica empezó, el número de “indios visitados” se había duplicado (a pesar de las epidemias) desde 40.000 a 80.000. Sevilla describía la visita como un mecanismo para “descubrir y aumentar” los recursos humanos de la Corona y para “hacer que los labriegos, pastores y obrajeros pagaran una gran cantidad”. Mientras estuvo en su cargo, Sevilla también aseguraba haber endurecido el control sobre los burócratas locales y los encomenderos estableciendo “cuotas tributarias y ordenanzas (…) de manera que sepan lo que deben pagar y que los corregidores trajeran mayores réditos de los que solían gracias a que tenían cálculo y cuenta de todo” (Ortiz, 1980: 273). Por su parte, los señores nativos negociaban revisitas con el propósito de reducir las exacciones.

Las visitas efectivamente representaban para los corregidores un jugoso negocio. Algunos se unían al numeroso grupo de aquellos que las promovían como una forma de mejorar el control político. En 1636 Juan Vázquez de Acuña, corregidor de Quito, presentó un memorando en el que expresaba su complacencia de que “conforme progresaba la visita, encontrábamos a diario grupos de personas cada vez más grandes”. Vázquez de Acuña aseguraba que entre 1598 y 1600 se había incrementado el número de tributarios de 29.000 (por casi 105.000 habitantes) a 85.000 tributarios (por aproximadamente 425.000 personas) en todo el distrito de Quito (Ortiz, 1980: 270-271).

Los oidores19 no compartían a menudo este entusiasmo. Abrumados siempre con juicios y asuntos administrativos, se veían muy afectados por la ausencia de aquellos funcionarios que eran enviados a realizar visitas. Por esta razón las visitas no se llevaban a cabo con igual regularidad de la que esperaban quienes las apoyaban:

“Más de una vez los presidentes [de las audiencias] eran advertidos de no aplazar o suspender las visitas, ya que nunca carecían de excusas para hacerlo, o incluso de justificaciones reales. Las [visitas] implicaban fuertes gastos a la hacienda y provocaban un desajuste real en el desarrollo de las actividades de la audiencia (…) En consecuencia la legislación no era clara en cuanto a la programación periódica de estas visitas; originalmente se ordenaba la realización continua de visitas, de manera que un oidor de la audiencia partiera a cada provincia tan pronto regresara otro; más tarde se realizaban anualmente; la Recopilación establecía en cambio su celebración trienal, y en ocasiones algunas Audiencias tenían la orden de no enviar nada que consideraran innecesario” (Céspedes del Castillo, 1946: 1001).

A pesar del fugaz éxito de que gozaron, las visitas finalmente no lograron extraer lo suficiente para calmar la ansiedad de los funcionarios reales. La cédula real de 1648 menciona que el contador y el tesorero real de Quito enviaron una carta con el propósito de dar a conocer que “los repartimientos20 a mí asignados por la Corona Real en [Quito] estaban despoblados porque la mayoría de indios se habían ido de los pueblos (…) y esto ha ocurrido específicamente porque los indios que nacieron desde el último censo [numeración] no habían sido registrados ni numerados” (CCRAQ, [1601-1660], 1946: 475). El dilema entre inspecciones contraproducentes para el sistema administrativo y una base tributaria cada vez más menguada nunca llegó a resolverse y a menudo los réditos tributarios resultaban ser ilusorios.

“Noches y juegos”: corrupción y el teatro de la manipulación étnica

El visitador con la cooperación de los curacas se convirtió así en el proveedor de oportunidades pecuniarias para el estado. ¿Pero podía tener éxito sin la cooperación de los señores nativos? Sólo un curaca podía realmente movilizar y dirigir el espectáculo. La necesidad de colaboración que expresaban los funcionarios otorgaba a los nativos un margen de maniobra del cual se aprovechaban tanto curacas como españoles. Desde la perspectiva de la corona, el resultado era la corrupción.

La negociación de resultados dependía de las barreras informativas interpuestas entre las partes y los clientes de las visitas. En 1696 Francisco Rodríguez Fernández, sacerdote criollo de una parroquia de Ticsán (cerca de Cuenca, Ecuador), escribió una mordaz Exhortación (...) sobre el grave estado al que están siendo reducidas las Indias (…) donde denunciaba la tendencia a interrumpir el contacto inmediato entre funcionarios y demandantes plebeyos en tiempo en que las élites indígenas y los funcionarios españoles se encerraban cada uno en sus reductos.

Vale la pena citar algunas líneas del informe, investido de un cierto humor negro, que nos ofrece este olvidado funcionario y en donde nos cuenta cómo los visitadores elaboran el registro oficial entre “el juego y la noche”:

“…el indio que se quisiere dejar, lo sepulten en un cepo, y en poniendo un mozuelo de guarda a la puerta del visitador, porque no se deslice algún memorial, disponiéndole a aquél para divertirlo una mesa e barajas, para que le saquen coimas, ven aquí todo hecho: juego y noche. ¿Y qué se sigue de aquí? (…) el tal visitador, con unos autor e informes de honor - de horror iba a decir - a admirar la corte, embaucar consejos y pretender por el servicio otra plaza” (Pérez de Tudela, 1960: 356).

Desde el punto de vista de los curacas, la “corrupción” era más una negociación. Mullaney ha sugerido a breves rasgos que el acto de dramatizar una sociedad para tragársela podía finalmente tener cualquier resultado, desde la aniquilación hasta las relaciones negociadas pasando por el gobierno colonial. El trabajo oculto de escenificación exigía que los señores nativos tiraran tanto como pudieran hacia la negociación.

La ejecución de las visitas, los registros y la dimensión ritual

¿Es posible determinar la fuerza de lo “dignificado” frente a la de lo “eficiente” en la conducción de la gestión pública española? A cierto nivel de inferencia y direccionalidad, es posible.

Se trata de los miembros de un cacicazgo supralocal del área de Quito, Ecuador, según aparecieron, se los hizo aparecer o se hicieron aparecer por cuenta propia en 1623. El grupo poco conocido de los Collaguazos era un grupo étnicamente diferenciado, disperso y ramificado de ayllus con una temprana historia de movilización política a favor de los españoles y en contra de los Incas. Los menciona Cieza de León a partir de información recogida antes de 1550 y aparecen por primera vez en las partidas tributarias de 1557. Un siglo después de la conquista, al parecer eran un pueblo próspero a juzgar por sus propiedades enumeradas en la visita. Hacia 1623 los Collaguazos contaban 1.700 personas. Constituían un componente menor, pero quizá desproporcionadamente importante, de los 400.000 habitantes del área de Quito.

Su organización social es de interés no sólo para este ensayo porque demuestra una forma de adaptación de los cacicazgos supralocales a la estructura colonial. Los Collaguazos vivían dispersos en varias reducciones establecidas por la administración colonial una generación antes. En la Audiencia de Quito estas reducciones solían ser más o menos monoétnicas pero también eran permeables; en muchos casos se encontraban todavía descendientes de mitimaes de la época de los Incas. Otras reducciones eran el hogar de forasteros coloniales. Los Collaguazos, sin embargo, no eran ni mitimaes ni forasteros. En general tenían el aspecto de enclaves corporativos en pueblos nocollaguazos. Sus enclaves tal vez representan la descendencia de un grupo que se ramificó y penetró aprovechando la oportunidad justo después de la conquista española, cuando su política pro-española les dio ciertas ventajas temporales en medio de la corriente política general.

A pesar de los reclamos contrarios de las autoridades indígenas locales, los Collaguazos conservaban una organización política autónoma dentro de cada uno de sus enclaves. Los jefes collaguazos reconocían como su máxima autoridad no a sus curacas locales respectivos sino a un señorío étnico collaguazo ubicado en Pomasqui21. La subsistencia de este grupo al parecer se basaba en un “archipiélago” construido o reconstruido colonialmente a partir de múltiples zonas productivas. En la visita de 1623 los Collaguazos reclamaron propiedades desde los maizales y huertos de trueque de Pomasqui, Cotocollao y Zámbiza hasta el bosque lluvioso tropical de Gualea (en las estribaciones andinas occidentales). Las conexiones de este grupo se extendían hasta la ciudad de Quito y sus parroquias satélites. Los Collaguazos quizá participaron en el comercio y en una red intra-étnica de redistribución que conectaba emplazamientos externos con el escenario urbano. De hecho parece que fueron uno de los grupos indígenas más urbanizados.

Los Collaguazos fueron numerados por el visitador Manuel Tello de Velasco, un pomposo funcionario conocido en los círculos españoles por su extravagante vestimenta. Tello era uno de los oidores de la Audiencia de Quito (Phelan, 1967: 231, 260) y fue nombrado por decreto (3 de marzo de 1623) como “Visitador General” de la población nativa y asuntos indígenas en la jurisdicción tradicionalmente conocida como “las cinco leguas de Quito”. Su función consistía en determinar las tasas de tributación, “reducir” a los indios en nuevos asentamientos, reubicar las reducciones existentes, resolver disputas, supervisar a las autoridades locales, evaluar el proceso de cristianización, averiguar acerca de la persistencia de prácticas idólatras y “ejecutar las leyes como si les hablaran directamente a uno” (ABEAEPQ, 1623: f.4r).

Como símbolos de su autoridad, el inspector Tello recibió una carta real y una “vara alta de justicia”. La vara tal vez era el objeto ritual más poderoso de la administración colonial y con toda su variedad formaban un léxico de poder visible. Los indios a menudo recibían las “varas bajas” que representaban la magistratura indígena - conocidas con este nombre porque sólo podían ser sostenidas horizontalmente (Espinoza Soriano, 1963) - mientras que sólo los rangos más altos podían mantener la “vara alta”.

En realidad su poder estaba investido en la vara y en ningún otro símbolo; porque un nativo sin vara no podía cumplir su cargo aunque tuviera nombramiento. La vara siempre estaba hecha de madera de chonta22 y adornada con cintas de plata e imágenes repujadas de Jesucristo y el escudo real de Castilla (Espinoza Soriano, 1975: 379)23.

Siendo ya miembro del máximo órgano del gobierno, Tello estaba exento d la obligación de presentarse al cabildo de Quito. Se le asignó los servicios del Escribano Principal de Visitas, de un alguacil y de un intérprete del quichua. (La visita menciona además que entre los Collaguazos se hablaba todavía una “lengua materna” que no era el quichua)24. En su “acta de visita” de Cotocollao, con fecha del 14 de julio de 1623, el Visitador menciona que estuvo acompañado por un protector de naturales (abogado representante de los intereses indígenas) conforme exigía su comisión (Bonnet, 1992)25. Sin embargo, el texto no da ningún indicio de que este protector realmente defendiera los intereses de los Collaguazos. Su presencia era para entonces simplemente un gasto innecesario.

¿Cómo viajaban los visitadores? Para una fecha anterior hay testimonios que hablan de la pompa que acompañaba el viaje de un visitador por el campo. Cuando Diego de Ortegón inició su visita a las provincias de Otavalo, Carangue y los Quijos en 1576 “tomó como ayuda de costa (viáticos) 200.000 maravedíes. (…) Sus acompañantes eran numerosos e incluían además del escribano y al alguacil mayor Alonso Díaz de Pravia, varios intérpretes, un grupo de sirvientes domésticos e incluso una mujer negra, su cocinera” (Rumazo González 1946, 184). La Corona ponía reparos a que los visitadores llevaran consigo grandes séquitos, pero el hecho de que lo hiciera apenas en tres ocasiones (1605, 1607, 1627) sugiere que la práctica se extendió de todas formas. Para la visita de 1623, el visitador Telos recibió el máximo monto legal por viáticos (444.44 pesos reales, Rumazo Gonzáles 1946, 184) más su jugoso salario de oidor de la audiencia de Quito (3.264 pesos).

En la práctica los visitadores se otorgaban privilegios fuera de los legales. El acídulo Padre Rodríguez Fernández en su Exhortación vilipendiaba a los visitadores y a sus partidas de viaje por considerarlos parásitos de la Corona:

“Envía S.M. justicias ordinarias y jueces particulares a estas partes, y sobre tirar siempre en sus salidas, visitas, medidas y numeraciones a buscar plata - y no poca - y acomodar amigos, quieren o permiten que los tenientes, los curas o caciques los sustenten desde ese espléndido banquete - o mesa franca de zánganos y pegadizos y lisonjeros - hasta las mulas de todos. Para entero conocimiento de este execrable robo es de suponer que ni los curas de ordinario ni los tenientes siempre ni esos caciques jamás gastan en esto un cuarto, por mucho tiempo que el hospedaje dure (…) Tienen introducido el que estos días les llevan a los caciques ‘camarico’26 de todos esos pueblos. Llaman ‘camarico’ al gasto postrero de todo lo necesario a mesa y mulas. ¿Pues esto de dónde lo sacan? Espárcense por todas esas casas, cerros y chozuelas, a robar propiamente: de esta pobre la vaca, de aquella mísera viuda el cerdo, de acullá los borregos…” (Pérez de Tudela, 1960: 354-55).

En el camino las élites coloniales menores hacían de la visita una ceremonia, celebrando pomposas fiestas con la esperanza de recibir algunos favores. De este modo echó raíces la dinámica de la política ceremonial, cuya función procuraba multiplicar y apegarse a intereses políticos mal regulados más allá de las intenciones de la Corona.

Don Manuel Tello inició la Visita de las cinco leguas de Quito el 9 de julio de 1623, en Guápulo, una aldea dominada por un monasterio y un santuario franciscano. Allí asistió a la misa oficial que debía consagrar su poder como Visitador porque, como dice el registro de la visita, “todo buen inicio debe partir de Dios” (ABEAEP/Q 1623: ff. 8v-9r). En seguida ordenó a los encomenderos, hacendados y comerciantes que tenían a su cargo a trabajadores indígenas que los hicieran volver a sus pueblos natales para que junto con sus familias participen de la visita. Todos los inmigrantes indígenas que no estaban obligados por relaciones de servidumbre (artesanos, habitantes de las ciudades, finqueros) también debían volver a sus hogares de jure (Cantos [1581], 1965: 254, 256)27.

Al interrumpir la vida cotidiana, este procedimiento acarreaba los costos más grandes (y no reconocidos) de una visita. Enviar a casa a la gente para la visita era a veces motivo de conflictos. En Otavalo, una región indígena importante al norte de Quito, la visita de 1646 tuvo un mal inicio porque los señores nativos prefirieron dejar a su gente regada “en las granjas como labriegos y pastores”. “Cuando le tocó el turno al visitador de bajar a Tumbabiro, reducto tropical de Otavalo, rechazó el viaje porque (al igual que la mayoría de españoles) tenía recelo de la malaria. Finalmente para la visita de Tumbabiro, se ordenó a las mujeres quedarse en casa mientras los hombres traían a niños y niñas indias y al resto de la gentuza” (Freile Granizo, 1981: 2: 115)28.

Si el mecanismo daba resultado, en los días anteriores a la visita las reducciones indígenas se llenaban con los llegados del campo y la ciudad. El inspector hacía leer en quichua el acta que ordenaba a los “caciques” reunir a toda la gente en la plaza pública. Luego se entregaba personalmente a los caciques el acta que daba fe de la visita y se la hacía leer en voz alta “en medio de un gran número de gente” (Rodríguez de los Ríos [1592], 1973: 136-137).

Se ordenaba a los visitados formar filas según la jerarquía, con los jefes de cada ayllu a la cabeza, seguidos de las familias privilegiadas y finalmente de los comuneros. Cada ayllu pasaba revista por separado. El relato de una visita realizada en 1685 en el pueblo de Cayambe, Ecuador, nos da una ida del movimiento de la muchedumbre que esperaba el turno de formarse en la plaza para ser numerados personalmente por el visitador:

“…una vez terminada la numeración de los indios del ayllu de yanaconas, entró el ayllu de Cayambe, [el inspector] ordenó a Doña Arrango, la señora étnica de este sector que reuniera inmediatamente y sin demora a todos los indios que no estaban en la numeración que había entregado y los llevara delante de su merced (el visitador)” (Freile, 1981, 2: 177).

El pueblo debe haber estado lleno de mensajeros que iban y venían apresurados, entre filas de indios que entraban y salían de la plaza.

La visita y la práctica de una geografía modelo

Las visitas tenían como propósito imponer el gobierno, tanto el orden espacial como el social. Los movimientos antes mencionados se añaden coreográficamente a lo que puede llamarse un modelo o una geografía moral de la colonización. Al parecer, al menos en la primera época, era urgente entre los españoles la necesidad de poner en práctica modelos espaciales ideales, de tal manera que se impusieron sistemáticamente la obligación ritual de re-presentar el plan maestro urbano “civilizador”. En 1549, cuando el Quito hispánico tenía apenas dos décadas de vida, el cabildo aprobó un acta que expresaba la convicción de que la vida urbana demandaba una reinstauración periódica del orden cívico fundacional. Molestos porque muchos vecinos a menudo vivían en el campo,

“…el cabildo acordó ordenar que todos los vecinos permanecieran y residieran en [Quito] todos los santos días del año, esto es, Resurrección, Espíritu Santo, Navidad y Corpus Christi (…) so pena de recibir una multa de cincuenta pesos” (LCQ [1548-1551], 1934, 2: 205).

Los capítulos de la Recopilación relativos a la “población de las ciudades y las villas” contienen estatutos que datan de 1523 y 1591, los cuales manifiestan la convicción de la Corona de que al fundar una verdadera civitas - un polo civilizador en medio de los espacios naturales y paganos - los españoles debían “suspender la comunicación con los naturales” durante el acto de establecimiento. Durante la demarcación inicial del espacio urbano:

“…los vecinos…no podía permitir que los indios entrasen dentro del perímetro del asentamiento hasta haber terminado y haberlo hecho defendible, y hasta que las casas estuvieran levantadas de tal manera que al verlas los indios sintieran admiración y entendieran que los españoles vivían allí permanentemente, infundiéndoles miedo y respecto” (Recopilación [1680 1791; leyes 9: 21, 24).

Las relaciones de poder permitían a los españoles dramatizar coercitivamente la jerarquía y el espacio cívico de los indígenas, utilizando medios festivos en lugar de la fuerza para dramatizar los ideales espaciales entre ellos. En todo casi, la puesta en escena de una totalización social condensada en una plaza pública era el programa común.

“El historiador Pierre Chaunu señala que el concepto español de espacio urbano corresponde al simbolismo de la fiesta. Cada uno de nuestros poblados, desde el caserío hasta la ciudad, tiene un punto de convergencia, un espacio de reunión - la plaza. La fiesta tiene lugar en la plaza y en su transcurso cumple una función dual (…) la fusión de elementos distintos que componen la sociedad y la afirmación de los lazos entre el señor y sus vasallos” (Paz, 1988: 144).

Este programa tuvo efectos importantes en los movimientos humanos. La visita de 1623 a los Collaguazos muestra que el flujo migratorio hacia los lugares natales produjo temporalmente grandes incrementos demográficos. En Pomasqui el principal centro político collaguazo, una población de 64 Collaguazos numerados en el “Hayllo de don Juan Martyn Collaguazo”, jefe principal, tuvo un incremento de 126.5% cuando regresaron a casa 25 miembros extraterritoriales de Gualea en el bosque tropical y otros 56 del cañón irrigable de Guayllabamba. En total los Collaguazos reunidos en Pomasqui contaban para la visita con 550 individuos, 17.3% más que antes. Las cifras de la parroquia de San Blas, al borde del perímetro urbano de Quito, son todavía más sorprendentes. De ordinario apenas 53 collaguazos vivían en esta parroquia, sin embargo, cuando se realizó la visita en febrero de 1624, su población subió un 558% alcanzando los 349 individuos gracias a que 223 de ellos habían regresado de la reducción satélite de Chillogallo y otros 73 de las aldeas agrícolas de Tumbaco y Puembo. El repentino incremento de la densidad social sin duda tuvo un efecto importante en la consolidación de las innumerables relaciones sociales que nunca figuraron en los registros burocráticos.

La ejecución y los usos de la Visita a los Collaguazo

Durante la presentación de las familias y otros segmentos organizados de la población, los asistentes del visitador escribían el censo y tomaban decisiones con respecto a las tasas tributarias, identificando nuevos tributarios, exceptuando a otros que estaban inválidos, excusando a los que participaban en comisiones especiales (v.g. trabajaban para un sacerdote), asignando gente a nuevos asentamientos y, en el caso de la colonia de Gualea, forzando incluso el reasentamiento. Cada individuo - identificado por su nombre, sexo, edad, estatus y ayllu de pertenencia - era registrado en el cuaderno de visita, una copia del cual se entregaba a los caciques. Noventa y siete collaguazos “ascendieron” al estatus de tributarios. En toda transacción futura, estos deberían referirse a la visita como la prueba misma de su identidad (Fisiy y Rowlands, 1989: 65); las personas no registradas enfrentaban serios problemas al momento de ser reconocidas como individuos civiles. El cuaderno incluía además provisiones concernientes a sus obligaciones tributarias. De suma importancia para el bienestar del grupo era disponer de registros defendibles. Taussig (1987: 262) señala que el texto fue un fetiche de la organización colonial en cuanto el prestigio del papel pudo suplantar la evidencia de los sentidos al momento de influir en las decisiones sociales. Tomando en cuenta esta importancia, los papeles se guardaban en la caja fuerte de la comunidad y se vigilaban celosamente. Algunos documentos de principios y mediados de la Colonia todavía están allí hasta la fecha (Mayer, 1972: 353).

La visita de los Collaguazos terminó el 29 de febrero de 1624, casi siete meses después de iniciada. El visitador Tello volvió a su cargo en la Audiencia. El escribano todavía continuaba haciendo copias de los registros al menos hasta 1625. Desde la perspectiva de la eficiencia, fue una visita exitosa, lo que significa que logró “encontrar” nuevos tributarios. De todos los 107 collaguazos que fueron registrados por primera vez, apenas diez fueron exentos del tributo. Además, desde la perspectiva de los líderes collaguazos, este costo tal vez fue aceptable en la medida en que “dignificaba” su inusual posición corporativa como cacicazgo supralocal protegido por la Corona. La reproducción ceremonial de un vínculo inusualmente fuerte entre los Collaguazos y la Corona se refleja al parecer en la continua tendencia a nombrar a los hombres de apellido Collaguazo para cargos coloniales en una extensa área en las décadas siguientes. La historiadora Karen Powers ha mencionado seis ejemplos de hombres con apellido Collaguazo, que a mediados del siglo diecisiete fueron caciques de grupos aborígenes que no eran de su misma parcialidad29.

La entrega de la visita fue sólo el inicio de su carrera. Como señala Rappaport, las palabras escritas “tomaron vida propia” y los documentos “se convirtieron en forma de ‘praxis social’” porque, durante toda la Colonia, fueron considerados la verdadera e indispensable sustancia de intereses y expectativas (1987: 47). Una vez concluida, la visita tenía autoridad y sólo el corregidor local podía escribir en ella (ABEAEP/Q 1623: 101r [102r]). Los documentos eran necesidades de la vida cotidiana y la manipulación de los textos la clave de pequeñas victorias (resistencia al doble tributo o al exceso de carga tributaria) como de la supervivencia grupal a largo plazo30. Los caciques locales a menudo consultaban sus copias y en ocasiones las cotejaban con los libros sacramentales de los sacerdotes (un registro paralelo de la estructura social ritualizada) con el fin de iniciar acciones legales (Rodríguez de los Ríos [1592] 1973, 131-32, 135, 137; Hampe 1985, 219). Las vicisitudes del papeleo tenían dolorosas e interminables consecuencias, hay muchos casos de errores y pérdidas importantes; por ejemplo, ocurría a veces que el proceso de escritura y entrega de un cuaderno de visita tomaba tanto tiempo que no estaba listo cuando llegaba la ora de utilizarlo para la propia defensa. Podía ocurrir incluso que una persona que necesitaba mostrar una entrada en el cuaderno de visitas era tomada prisionera porque el documento estaba siendo utilizado en otra parte (Ortiz de la Tabla Ducasse, 1981: 49,70,74,78).

“Que no digan ‘tributario’”: resistencia y secuelas del proceso de visitas en los últimos años de la Colonia

“Sálvame, Jesucristo, del fuego, del agua, del terremoto. Jesucristo, sálvame de las autoridades, del corregidor, del alguacil, del magistrado, de los investigadores, de los visitadores, de los doctrineros…” (Guaman Poma, en Mayer, 1972: 341).

El costo de dramatizar la “sociedad” fue una fuerza social por propio derecho, no tanto por los gastos ceremoniales y el tributo, cuanto por la fricción simbólica y moral generada. Se entiende así que a menudo se asocien estos costos con falta de cooperación, conducta desafiante y actitud rebelde.

Aquellos que proponían la resistencia política solían hacerlo en temas de identidad y terminología: “la lucha de los grupos que buscaban deslegitimar el nuevo orden involucra una fiera lucha por el simbolismo” (Kertzer, 1988: 178). La airada protesta de Felipe Guaman Poma de Ayala para que “no digan ‘tributario’ sino pecheros porque decir tributario es decir esclavo” (2: 423; cf. 1: 312)31 refleja una lucha más general por un cambio en el significado textualmente establecido de la persona. La protesta de Guaman Poma acerca del término ‘tributario’ pone en tela de juicio una de las “ficciones maestras” sobre las que descansaba el orden colonial (Geertz, 1983: 146), a saber, la de un pacto socialmente aglutinante y asimétricamente recíproco entre la Corona y cada comunero libre.

La rutina de la visita descrita más arriba no tuvo una forma duradera en el siglo diecisiete, a pesar de la airadas protestas como la de Guaman Poma y del incansable murmullo de las quejas administrativas. Las visitas establecieron efectivamente una personería estándar. De hecho las visitas adquirieron tal importancia moral que, en el siglo dieciocho, los Borbones intentaron reemplazarlas con las numeraciones. La llegada o incluso el simple rumor de nuevas visitas secularizadas activó el estado de guerra étnica más sangriento que conociera el Ecuador (Moreno Yánez, 1985). Los censos parecían amenazar cualquier reciprocidad que implicaban los antiguos términos y perturbaban además las viejas y por tanto tiempo toleradas relaciones rituales entre los pueblos. Un sacerdote que servía en la región de Riobamba observa en 1764 que “la palabra numeración suena en sus oídos como si significara arrebatarles a sus hijos y llevarlos marcados como esclavos” Otro aseguraba que algunos padres mataban a sus hijos antes que registrarlos. Otro incluso aseveraba que los padres veían una bendición en las epidemias de viruela que mataban a cientos de niños porque “así se liberan del censo y la servidumbre” (Moreno Yánez, 1985: 86-87, 154, 203; Ramón, 1987; véase también Mayer, 1972: 354 para un caso del Perú). Las respuestas iban desde la “amenaza de un éxodo masivo” a la violencia extrema, incluyendo el asedio o el incendio de pueblos y el asesinato o mutilación de los ‘aduaneros’, término que designa en quichua a los agentes encargados de realizar los censos. El tallado grotesco de los cuerpos de los aduaneros simbolizaba su tratamiento como entes no humanos, en respuesta por haber negado la condición humana de los indios. El hecho de que un cambio en las visitas, que los funcionarios reales consideraban materialmente inocuo, pudiera despertar la ira asesina demuestra cuán poco, para 1700, la Corona estaba consciente de la carga simbólica que llevaban sus prácticas históricas. Por más de 150 años la visita tradicional había sido el boleto de entrada a la humanidad del “indio”, pero los visitadores borbónicos, obedeciendo su ideal de “eficiencia” y olvidando la preocupación de sus antecesores por la “dignidad”, olvidaban que su trabajo implicaba la institución y el registro de un contrato social.

La política del significado de las acciones tributarias ritualizadas siguió siendo un dominio peligroso en la época de la Independencia. Aunque en 1828 “Bolívar emitió un decreto que reinstauraba la capitación en el Ecuador y en el resto de la Gran Colombia con el nuevo nombre de “contribución personal de indios” y que más tarde los estadistas liberales trataron de separar la tributación del estatus adscrito de “indianidad”, algunos indígenas de Bolivia exigían la retención del antiguo tributo porque suponían que su abolición señalaba la disolución de las categorías y derechos colectivos que “había perpetuado un régimen tributario de trescientos años “teatralmente atento” (Platt 1982; Rivera, 1990: 111).

Sugerencias

Para resumir: la visita escrita es, entre otras cosas, el sedimento de un drama de poder colonial. La visita merece ser vista no sólo como un instrumento de finanzas sino como una acción performativa que es más constituyente que representativa de la estructura social “nativa” y de la misma “indianidad”. El “tiempo fuera del tiempo” definido por la vuelta masiva a los asentamientos de jure; la presencia de un burócrata de altos rangos con su séquito de ayudantes; el desfile de poblaciones enteras en su presencia según el modelo de una organización social supuestamente tradicional pero realmente innovadora; la inscripción de cada individuo en un libro que establecía su pertenencia a la Corona en calidad de vasallo del rey; el condicionamiento de derechos personales sobre la participación en este evento; todos estos hechos investían a la visita con mucho más que simple importancia burocrática, imbuyéndola de las características de un ritual político. Más que revelar, la visita ejecutaba un orden social.

Como proceso ritual, la visita constituía un “tiempo fuera del tiempo” inverso a los períodos “liminales” de Turner. Mientras Turner veía en los procesos rituales una reversión temporal del efecto limitante y estereotípico de los roles sociales en las relaciones humanas, el regreso a los pueblos “visitados” aumentaba las limitaciones y los estereotipos. A lo largo de muchas puestas en marcha, la institución de la visita cumplió un papel importante en la creación real de la cultura colonial y la inculcación de orientaciones de valor fundamentales (Taussig, 1987: 288; véase también Lane 1981, 25). Lo logró promoviendo un conocimiento social implícito sobre la normalidad, las identidades, las obligaciones, la disciplina y la jerarquía. A lo largo y ancho del universo político andino de la Corona, el convertirse en “visitable” significaba poder convertirse en respetable.

¿Pero socava esta perspectiva la posición de las visitas como fuentes sobre categorías indígenas y prácticas sociales? Probablemente no. La utilidad neta de las visitas puede incluso aumentar, siempre y cuando dispongamos de instrumentos más sofisticados que nos permitan averiguar qué mismo ofrecen. No estamos diciendo que las visitas registraran un simulacro sino que en verdad registraban un proceso por el cual el orden social sufría cambios reales y efectivos, como por ejemplo los actos colectivos de gesticulación y lenguaje que se memorizaban a través de técnicas que ocultaban sistemáticamente su naturaleza performativa, apresurando de esta forma la “naturalización” del cambio. La advertencia principal es que las visitas ya no pueden leerse como imágenes de la organización social en “normal” funcionamiento, tomadas por una cámara escondida. Al contrario, las alternativas que ofrecemos resultan interesantes:

En primer lugar, es fundamental no separar el contenido “de procedimiento” del contenido “de substancia”. Los antropólogos históricos harían bien en abandonar el hábito de extraer las partes “etnográficas” de su matriz de correspondencia, instrucciones, notificaciones y otros “aburridos” papeles legales, porque éstos revelan la ocasión, el motivo y la técnica organizativa de la escenificación que produjo la “organización social”. La diferencia es tanta como aquella entre ver una película y leer del archivo de su producción.

En segundo lugar, al usar estos datos “aburridos”, debemos considerar detalladamente las relaciones de poder durante el proceso de escenificación. El equilibrio de poder en la contextualización de la organización social visible varía enormemente de las primeras visitas (especialmente las anteriores a la época toledana), donde los caciques locales aún tenían poder y gozaban de una importante iniciativa al proporcionar una estructura social adecuada para el gobierno indirecto; en las visitas posteriores, por su parte, las iniciativas de los curacas estaban limitadas por el compromiso de los conquistadores españoles con los programas de administración estandarizada. Los partes procesales suelen darnos pistas sobre el alcance de los caciques nativos en la propuesta de una organización “tradicional”. Aunque son obvias grandes diferencias en el tiempo, se encuentra una variación muy sutil en donde cada caso - incluso los días posteriores a una visita - necesitan una investigación por separado.

En tercer lugar, no es menos importante recordar que la imagen de la estructura social generada en la visita debió haber sido diseñada para dos audiencias; esto significa que, para ser políticamente viable, debió haber satisfecho las presuposiciones de la ley española y haber sido al mismo tiempo lo suficientemente aceptable dentro de los paradigmas locales de derechos y obligaciones. Los tributarios acataban los dispuesto confiados en que los intereses de sus segmentos sociales serían manejados de manera aceptable en términos generales. Este hecho otorga a las visitas una dimensión de “ironía colonial” o ambivalencia colonial; podemos asumir que tienen sentido desde la perspectiva intracomunal y colonial (aunque no necesariamente el mismo sentido); pero además disminuye en buena parte la probabilidad de que fueran “inventadas” en el sentido de haber sido simple y llanamente fabricadas.

En cuarto lugar, el producto de estas lecturas no será en ningún caso más pobre en contenido etnográfico que una inocente lectura positivista, pero diferirá de ésta última al atribuir una calidad provisional predominantemente cinética a la organización oficial; la visita entonces registra proyectos en estructuración más que estructuras acabadas. Por ejemplo, se ha supuesto a menudo que existe una estructura básica y una continuidad dinástica entre las funciones de los curacas prehispánicos y los “señores étnicos” coloniales. Pero aunque se puede demostrar una continuidad dinástica, la transición a menudo implica la transformación de privilegios modelados, al menos nominalmente, según el parentesco (la palabra “curaca” proviene de otra que significa “hermano primogénito”), en privilegios políticos descritos por implícita analogía con la soberanía territorial europea (parcialmente feudal). Los señores étnicos actuaban presionados por demostrar una legitimidad tradicional “inmemorial”. Lo hacían presentando a sus súbditos en categorías estructuradas de origen prehispánico, pero la nueva disposición colonial de estas estructuras a menudo oculta enormes cambios en las prácticas sociales a las cuales se vinculan sus nombres (la obra de Urton, 1991, History of a Myth ofrece un estudio de caso imprescindible). La situación no es drásticamente distinta de la “invención” del parentesco tradicional africano que menciona Ranger (1982).

En quinto lugar, y en términos lo más generales, sería útil socavar la división acostumbrada del trabajo entre lectores de registros “culturales” (v.g. juicios de “idolatrías”, textos míticos y rituales) y lectores de registros legales. Como la Ilustración se interpone entre nosotros y el registro histórico de los pueblos andinos de los siglos XVI y XVII, las lecturas modernas colocan a los documentos que tratan de hechos sociales y supuestamente fácticos - asuntos legales y administrativos - a una distancia más grande de los documentos de carácter ritual, mítico y sobrehumano de aquella que pretendían sus autores. El desencanto de la experiencia predispone a los lectores modernos a establecer métodos separados de lectura de documentos que anacrónicamente se consideran un mundo “imaginado” o “creído”, llegando incluso a establecer grupos académicos de lectura separados para este efecto. La susceptibilidad de las creencias a ser tratadas dentro del mismo marco conceptual que la ley y la política, no era muy cuestionada por los conquistadores españoles en el siglo diecisiete. Por aquél entonces se pensaba que el ritual era directa y no sociológicamente eficaz. Queda sin responder la pregunta - por lo demás de gran interés para la historia intelectual - de cuánta eficacia sobrehumana concedía conscientemente el pensamiento colonial a los fenómenos que ahora reconocemos como invención y discurso performativo. Gracias a este vínculo con la teología y la liturgia, hacia 1600 la dimensión ritual del gobierno estaba más cerca del foco de conciencia que hoy en día, de suerte que tal vez no había nada de nuevo con respecto a la ritualización de la “indianidad”.

Notas:

* La investigación aquí resumida fue auspiciada por una beca regular de la Wenner-Gren Foundation para la Investigación Antropológica, y por la Escuela de Graduados de la Universidad de Wisconsin. Agradecemos al P. Julián Bravo, Director de la Biblioteca Ecuatoriana Aurelio Espinosa Pólit (Cotocollao, Ecuador) por proporcionarnos la fuente principal. Karen Powers, de la Universidad del Norte de Arizona, nos proporcionó igualmente documentos valiosos. También queremos agradecer a nuestro colega Jack Kugelmass y a varios graduados de Madison por sus críticas provechosas. Originalmente este artículo fue publicado en inglés en la revista Colinial Latin Anerican Review, Vol. 3, Nos. 1-2, 1994. La presente versión es traducción de Jorge Gómez.

  1. Solórzano y Pereyra [1647] 1931, Libro V, cap. X, item 11.
  2. Solórzano y Pereyra [1647] 1931, Libro V, cap. X, ítem 19. Montesclaros gobernó el Perú entre 1607 y 1615.
  3. Un encomendero era un beneficiario de la Corona Española al que se encargaba el gobierno de una población indígena y gozaba el privilegio de recibir sus tributos. La regulación de la encomienda, con su potencial incontrolable de política neofeudal, resultó ser un problema crónico de los primeros virreinatos.
  4. El nombramiento de Manuel Tello de Velasco, oidor de la Audiencia y visitador en el estudio de caso que presentamos a continuación ilustra típicamente la utilidad política de la visita (Phelan, 1967: 231, 260-263).
  5. El concepto gramsciano de hegemonía es útil para entender cómo las élites españolas, metropolitanas y locales, ejercieron liderazgo político, cultural y social no sólo por la fuerza bruta sino también a través de la construcción de una “cosmovisión consensual” sutil y activa (Gramsci, 1971: 58; Mouffe, 1979). Las hegemonías son generadas por las élites, pero además están modeladas por fuerzas que van más allá de su control: “tenemos que empujar la noción de hegemonía al espacio vivido de realidad en las relaciones sociales, así en el toma y daca de la vida social, como en el espacio caliente y sudoroso que media entre el asiento del que cabalga y la espalda del que carga. Aun allí – pero quizás sobretodo allí, debido a su cercanía – vemos cómo la poética del control opera con imágenes y sentimiento localizados en el reino subconsciente de la fantasía” (Taussig, 1987: 288).
  6. “…la estructura de significado a nivel procesal y contextual no siempre es compartida. Lo público está en los polisemas de cada objeto simbólico y acción - en otras palabras, el reservorio de significado…Ambos grupos son, en teoría, capaces de recurrir a cualquiera de los distintos significados de un objeto o acción simbólica. Pero la estructura procesal y contextual del significado, que está más cerca de la conducta observable, no siempre es compartida […] Este descubrimiento nos obliga a calificar la definición semiótica básica del ritual como un evento comunicativo…porque la comunicación se efectúa a través del lenguaje ambiguo del ritual…en donde los significados de objetos y acciones simbólicas se alejan de una teoría intencional de la comunicación” (Ohnuki-Tierney, 1987: 212-13).
  7. Se puede comparar el atrevido esquematismo de la investigación social en la época de Felipe II con la arquitectura “sin adornos” pero geométricamente dominante del nuevo símbolo supremo del estado, el Palacio del Escorial.
  8. La crítica de Geertz a las teorías occidentales tradicionales acerca del estado se basa en que éstas minimizan “las dimensiones simbólicas del poder estatal” y su interrelación con las prácticas del poder estatal. Geertz sostiene “una poética del poder, no una mecánica”. En su opinión, “el estado toma fuerza de sus energías imaginativas, de su capacidad semiótica de volver encantadora la desigualdad”. Este mecanismo es lo que hace que la dimensión “dignificada” del ejercicio del poder sea tan importante como la dimensión “eficiente” (Geertz, 1980: 121-123, 134-36).
  9. Una revisita era una visita parcial que se realizaba a menudo por petición de los indios con el fin de corregir o actualizar una visita anterior.
  10. Para una descripción de la pompa y el poder que exhibían las caravanas imperiales del Inca al atravesar sus territorios, véase Cieza de León [1550], 1986: 58-59.
  11. La “pasión itinerante” de Fernando e Isabela, los Reyes Católicos (1474-1516) ha sido reconstruida monumentalmente por Rumeu de Armas (1974).
  12. La visita eclesiástica o pastoral se aplicaría más tarde en las colonias españoles. Fue legitimada por el Concilio de Trento e implementada por Felipe II desde 1577. Para un resumen de los aspectos institucionales, véase Mora Mérida (1980).
  13. Los protocolos obligatorios recalcaban y dramatizaban esta idea. El libro III, título 15, de la Recopilación de las Leyes de Indias ([1680] 1791) se titula “De Precedencias, Ceremonias y Cortesías”: “Ley 71. Que los visitadores de audiencias ocupen el primer lugar [en actos públicos…y Audiencias Públicas] después del Virrey o el Presidente […] Deben ocupar el lugar del oidor principal [pero en caso de ausencia del virrey] debe estar precedido por el oidor principal” (ley emitida por Felipe II en 1558, y Felipe III en 1608, 1624). “Ley 72. Que si el visitador es miembro de nuestro Consejo de Indias, el Virrey o el Presidente de la Audiencia le precederán en todos los actos públicos…y deberá colocarse a la izquierda del Virrey o del Presidente y nadie podrá ocupar su diestra…” (ley emitida por Felipe III en 1637; el énfasis es mío).
  14. Las visitas eclesiásticas también se efectuaban muy lejos de los intereses de los visitados, tanto así que Felipe II emitió una ley en 1577 según la cual los prelados las realicen sin llevar consigo a demasiados familiares “para así no molestar a los indios y sentar un ejemplo edificante” (Mora Mérida, 1980: 61). Sin embargo, Felipe Guaman Poma de Ayala consideraba que los visitadores eclesiásticos (excepto su antiguo patrón, el visitador de idolatrías Cristóbal de Albornoz) eran todo menos moderados y los acusaba de observar una conducta zafia, actitudes dominantes e imposiciones onerosas ([1615] 1980, II: 640, 638).
  15. Anders considera improbable que los visitadores de Huánuco en 1549, Juan de Mori y Hernando Alonso Malpartida realizaran una inspección aldea por aldea como aseguran. Sin embargo, afirma que este modelo de hecho fue aplicado por el visitador Iñigo Ortiz de Zúñiga en 1562 (1990: 45, 61).
  16. Ayllu se refiere a una unidad territorio que se describe a sí misma como una parentela ancestral.
  17. Las visitas rápidas contienen declaraciones como las siguientes, tomadas de la visita realizada entre 1581 y 1582 en el área de Riobamba: “si en la dicha visita hay más o menos indios de esto no doy fe más de que se contaron por el traslado y se hallaron los indios de suso”; “doy fe que se contaron los dichos indios por el traslado de la visita y si en la visita hay más indios o no que de esto no doy fe”; “y del dicho traslado faltaron hojas y lo que se halló en él de los dichos indios van numerados”; “de manera que por el dicho traslado de Visita parece hay…animas” (Ortiz de la Tabla Ducasse, 1981: 50, 51, 69, 72, 81).
  18. La Corona libró una lucha sin fin contra esta tendencia, aunque no lo hizo de frente. Por ejemplo, en 1601 el virrey Luis de Velasco autorizó a don Juan Pomacatari, cacique de Chucuito, “ a ir la vara alta de justicia real a cualquier parte y hacer una lista y un registro de todos los indios, y reunirlos o mandarlos volver a sus pueblos o ayllus natales” (Espinoza, 1960: 285).
  19. La Audiencia estaba formada por oidores reales y, aunque se sometían legalmente al Virreinato de Lima, funcionaba en Quito con poderes casi virreinales.
  20. Un repartimiento era un conjunto de asentamiento entregados a una sola encomienda.
  21. Pomasqui, un valle muy productivo por irrigación natural, era un sitio escogido que el estado inca desarrolló para uso multiétnico bajo protección política. El estado español lo redistribuyó en 1573 entre varios grupos, uno de ellos los Collaguazos (Navarro 1941).
  22. La chonta es una madera amazónica de extraordinaria dureza que sirve para fabricar lanzas y puntas de flecha. Sus asociaciones simbólicas incluían (e incluyen todavía) la rigidez, la agresividad y la firmeza.
  23. Las ofensas a la vara raras veces se pasaban por alto. Un sacerdote dominico enviado a Chucuito fue acusado de una ofensa de lesa majestad cuando golpeó a Don Carlos Calisaya, magistrado indígena y “segundo” del señor étnico, “tomando la vara del rey y rompiéndola en pedazos” (Gutiérrez Flores y Ramírez Zegarra [1572], 1970: 17).
  24. En algunos casos la comitiva de un visitador podía ser mucho más grande. En la más grande de todas las visitas, el Virrey Francisco de Toledo realizó un épico viaje por sus reinos con sesenta personas, incluidos magistrados, sacerdotes y soldados (Málaga, 1974: 827).
  25. Oficialmente la idea era proteger a los indígenas de funcionarios explotadores, proporcionándoles a uno que preparase los documentos necesarios (ABEAEP/Q 1623: f. 10r).
  26. En la jerga administrativa hispano-quichua de la Colonia, camarico significaba un regalo ofrecido como reconocimiento a un superior. Conforme avanzaba la Colonia, estos regalos pasaron de promesas de alianza hasta sobornos en masa.
  27. En 1557 el gobernador de Quito, Gil Ramírez Dávalos advirtió “a sus funcionarios que los señores étnicos podían encontrarse en Quito como entre sus súbditos, y que si era así, debían ser enviados antes para que preparasen la visita” (Salomon 1986, 169). Esta advertencia forma parte de una “Instrucción de Visita para Diego Méndez y Fr. Pedro Rengel” (AGI/S Justicia 671: ff. 231r-241v; citado de f. 223r).
  28. Cuando los indígenas tenían un interés formal en la realización de una visita, como cuando pedían una disminución de la carga tributaria, se apresuraban a juntar todas las partes. En la visita de 1592 a Acarí, el corregidor nombrado para la visita mandó hacer copias para los indios de todos los repartimientos y les dejó la tarea de notificar a los jefes tributarios (Rodríguez de los Ríos [1592], 1973: 133).
  29. Comunicación personal. Los casos involucran a “indios yllupres” cerca de Tumbaco, 1645, Uyumbicho, 1673-75; “Pomasques nombrados Cuellas” cerca de Tumbaco, 1673; Nayón Tantas, 1673; “indios Centenos”, en Chillogallo, 1673; y “Tandas residentes en Cumbayá”, 1642.
  30. Véase también Lockhart (1982) y Stern (1982: 114-137). Tener a mano copias de las leyes reales era tan importante para los indígenas en los Andes que una de las demandas claves que se mencionan en la Memoria de las cosas y mercedes que piden los Yndios a Su Magestad (s/f) era “que se de a los Indios transcripciones de todas las provisiones y decretos enviados por su Majestad…” (Sempat, 1987: 415).
  31. Guaman Poma tocó este tema una y otra vez ([1615] 1980, II: 521, 833, III: 909).

 

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Última actualización el Sábado, 18 de Diciembre de 2010 06:34
 

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