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Journals Cuadernos de Investigación Cuadernos de Investigación 12 Deslindes lingüísticos en las tierras bajas del Pacífico Ecuatoriano (Segunda Parte)
Deslindes lingüísticos en las tierras bajas del Pacífico Ecuatoriano (Segunda Parte) PDF Print E-mail
Written by Jorge Gómez Rendón   
Tuesday, 11 February 2014 17:22
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Resumen

La costa norte del Pacífico ecuatoriano debió albergar una importante variedad lingüística antes de la conquista castellana a juzgar por los numerosos grupos étnicos de cuya existencia dan fe las fuentes históricas que han llegado hasta nosotros. Pese a ello persiste la dificultad de asignar a cada uno de estos grupos una entidad lingüística diferenciada, sin la evaluación conjunta de los datos etnohistóricos y etnolingüísticos disponibles. Aunque a diferencia de lo que ocurre con la costa centro-sur, la tarea se ve facilitada por la pervivencia de lenguas indígenas que sirven como referencia para la coteja de los datos lingüísticos codificados en la onomástica, existen vacíos que deben ser llenados a fin de tener una mejor comprensión del mosaico lingüístico de la costa norte. Particular atención en dicho mosaico merece la presencia de la hoy extinta lengua esmeraldeña, por ser el producto de un contacto interétnico intenso entre poblaciones indígenas y afro-descendientes, pero también entre las tierras bajas occidentales y el piedemonte andino. La fortuna de poseer para dicha lengua un corpus recogido en 1871 nos permite analizar no sólo su léxico y estructura con fines clasificatorios sino también compulsar los datos lingüísticos con la evidencia etnohistórica sobre sus hablantes, rastreando al mismo tiempo a través de ella la presencia de las lenguas con las que estuvo en contacto hasta su desaparición a finales del siglo diecinueve.

Palabras Clave: lingüística amerindia - toponimia - antroponimia - lenguas precolombinas - litoral pacífico.

Introducción

El presente artículo constituye la segunda parte de un estudio que se propone identificar las lenguas que se hablaban en las tierras bajas del Pacífico ecuatoriano al momento de la conquista. Mientras en la primera parte nos enfocamos en la costa centro-sur, en la segunda nos dedicamos a delimitar el panorama lingüístico de la costa norte, correspondiente a las actuales provincias de Esmeraldas y Santo Domingo de los Tsáchilas. A diferencia de lo que ocurre para la costa centro-sur (Manabí, Los Ríos, Guayas, El Oro), para la costa norte disponemos no sólo de varias descripciones de lenguas vivas sino también del corpus de una lengua indígena hoy desaparecida, que por falta de otro nombre vamos a llamar el esmeraldeño2. Pese a estas ventajas comparativas, la linderación lingüística del área en cuestión no deja de ser problemática por varias razones: en primer lugar, por la gran variedad de etnónimos con los que se puede, en principio, asociar lenguas específicas; en segundo lugar, por la ambigüedad y la vaguedad de las fuentes etnohistóricas disponibles; y en tercer lugar, por la presencia del esmeraldeño, lengua tipológica y filogenéticamente distinta de todas las que se conocen para la costa norte, con las cuales, al mismo tiempo, estuvo en estrecho contacto. En efecto, las características del esmeraldeño reflejan no sólo el devenir histórico de su comunidad de hablantes, sino también las intensas relaciones interétnicas fraguadas desde las primeras décadas de la conquista, convirtiendo el estudio de esta lengua en eje privilegiado para deslindar las entidades lingüísticas presentes en la costa norte del Ecuador antes y después de la conquista castellana. En este contexto, nos proponemos no sólo enmarcar la evidencia etnohistórica desde una perspectiva sociolingüística, sino analizar los datos lingüísticos desde una perspectiva de contacto interétnico, con particular énfasis en la definición de la naturaleza lingüística del esmeraldeño y el origen étnico de sus hablantes.

El mosaico lingüístico de la Costa Norte del Pacífico Ecuatoriano

Si sabemos poco de la situación lingüística de la Sierra de nuestro país antes de la conquista castellana, menos sabemos de las lenguas que se hablaban en la franja costera que se extiende desde el pie de la cordillera occidental de los Andes hasta el litoral del Pacífico. En otro lugar (Gómez Rendón, 2010b) hemos intentado, a partir de la evidencia etnohistórica disponible, trazar una serie de deslindes lingüísticos para las tierras bajas occidentales. Las fuentes disponibles son a menudo oscuras en sus referencias lingüísticas e incluso una coteja detallada revela contradicciones en algunos puntos. En todo caso, si de algo podemos estar seguros, es que las tierras bajas del Pacífico mostraban un verdadero mosaico de lenguas. Esta diversidad lingüística, que Jijón y Caamaño soslaya cuando afirma que todas las lenguas habladas en las tierras bajas occidentales desde el río Mira se reducirían a la que él llama lengua manabita (Jijón y Caamaño, 1940, II: 99), pudo haber sido menor en la costa centro-sur según sugiere la evidencia etnohistórica (Gómez Rendón, 2010b: 87), pero era mucho más marcada al norte del río Coaque, es decir, en la región que hoy en día corresponde a la provincia de Esmeraldas, y en términos geográficos, al extremo sur del sistema ecológico del Chocó. En efecto, un breve vistazo a las fuentes históricas más tempranas de la región sugiere una curva peraltada de biodiversidad, etnodiversidad y glotodiversidad.

Es significativo que sea Esmeraldas la única provincia de la costa donde todavía hoy se hablen tres lenguas indígenas – el cha’palaa y el awapit, ambas lenguas barbacoanas, pero también el sia pedee, de la familia lingüística chocoana – mientras el resto del litoral es monolingüe castellano. Y es que Esmeraldas, en virtud de su accidentada geografía y del espeso bosque tropical que hasta hace mediados del siglo pasado cubrió la mayor parte de su territorio, se convirtió en una zona de refugio para muchas comunidades indígenas que lograron de esta manera conservar sus principales rasgos culturales y sus lenguas vernáculas, pero también para grupos no originarios que se asentaron en la zona y supieron sacar partido de su situación geográfica y su ecosistema. Entre estos últimos están precisamente los llamados zambos esmeraldeños, de quienes diremos más en su momento.

Jijón y Caamaño fue el primero en ofrecer una descripción pormenorizada de los grupos que habrían poblado la costa norte de nuestro país antes de la conquista castellana (Jijón y Caamaño, 1940-II, 70-103). En su Ojeada general sobre la composición étnica de la Costa ecuatoriana este autor identifica los siguientes grupos étnicos, a cuyos nombres hacemos seguir la fuente de donde provienen:

  1. los caraques (Cieza, 1553), también llamados wásu (Barret, 1925) o esmeraldeños (Stevenson, 1829);
  2. los colimas (Cieza, 1553; Carranza, 1568), también conocidos como barbacoas (Cabello Balboa, 1583) y clasificados por los misioneros mercedarios como nurpes, puntales mayasqueres, taxombis, hutales, chicales, quinchales, chuchos, mallamas y guacales (Monroy, 1932), y que Jijón y Caamaño prefiere llamar coayqueres o pastos;
  3. un primer tipo de indios serranos (Cieza, 1553), que los misioneros mercedarios agrupan en singobuches, cunabas, yahuatentes, lambas, lachas y litas (Monroy, 1932), y que según este autor serían los niguas (Cabello Balboa, 1583) y los cayapas actuales (Barret, 1925);
  4. un segundo tipo de indios serranos (Cieza, 1553), que corresponderían a los campaces (Carranza, 1568; Cabello Balboa, 1583) y que los misioneros mercedarios agrupan en bunigandos, maynomos, cilaguas, combis, calopis, mollos, longazasos, amboyos, hondamas, pucamas y ohongos (Monroy, 1932), pero que serían los llamados ‘colorados’ (Rivet, 1905);
  5. los malabas (Lizárraga, 1605; Stevenson, 1829), que los mercedarios agrupan en malabas propiamente dichos, aguamalabas, espíes, pruces, niupes, mingas y cuasmingas (Monroy, 1932), y que según Jijón y Caamaño serían los indios bravos de las tradiciones cayapas (Barret, 1925);
  6. y por último, los indios yumbos, de quienes Jijón y Caamaño no da mayores referencias quizá por ser de sobra conocidos en las fuentes etnohistóricas.

Después de Jijón y Caamaño otros autores como Murra (1946), León-Borja (1964) y más recientemente Palop Martínez (1994), Alcina-Franch (2001) y Rueda Novoa (2001) han intentado reconstruir el mapa étnico de la actual provincia de Esmeraldas. La nueva coteja de fuentes ha arrojado interpretaciones alternativas, como que el territorio de los campaces no era el mismo que el de los colorados y que, por lo tanto, es incorrecto equiparar unos con otros, o bien que los niguas no son los cayapas de la etnografía contemporánea sino los esmeraldeño-parlantes que Jijón y Caamaño asocia con los wásu de la tradición chachi. (Palop Martínez, 1994: 143s; Alcina-Franch, 2001: 18). Esta última afirmación, desde todo punto de vista interesante para el tema que nos ocupa, no deja de presentar algunos problemas como veremos al momento de discutir las fuentes históricas sobre este grupo étnico (cf. infra).

A propósito de estas clasificaciones divergentes, es preciso insistir en un criterio de interpretación que a nuestro juicio debe guiar toda reconstrucción lingüística a partir de fuentes etnohistóricas (Gómez Rendón, 2010b: 86s). Este criterio nos advierte del peligro de hacer equivalentes la clasificación étnica y la clasificación lingüística, como si a cada grupo étnico le perteneciera una lengua específica. La no observancia de este principio puede oscurecer antes que aclarar el panorama, y así lo ha hecho en más de una ocasión. Hoy en día es aceptado por la antropología cultural pero también por la lingüística contemporánea que “los accidentes de la historia reordenan constantemente las fronteras de las áreas culturales sin que borren necesariamente las divisiones existentes entre las lenguas” (Sapir, 1921: 87). Esto impide que a una cultura asociada en las fuentes con uno o más grupos étnicos, le corresponda necesariamente una lengua, peor aun cuando los observadores apenas tuvieron oportunidad de establecer diferencias sustanciales, ora por su desconocimiento de las relaciones interétnicas, ora por su ignorancia de las lenguas locales. Esto significa que pese a la mayor exactitud con que se ha identificado la composición étnica de la costa norte, estamos lejos de tener la misma exactitud en la identificación del mosaico lingüístico de la región. Aun así, creemos que es posible establecer a grandes rasgos sus principales elementos lingüísticos, como hemos hecho en otro lugar para la costa centro-sur (Gómez Rendón, 2010b: 105) y como hacemos a continuación para la costa norte con el fin de ubicar la lengua esmeraldeña en un contexto etnolingüístico más amplio.

Entidades lingüísticas identificables en la costa norte del Pacifico ecuatoriano

Empecemos por la lengua que aquí nos ocupa. A juzgar por la evidencia lingüística que ha llegado hasta nosotros, está claro que los hablantes del esmeraldeño constituían un grupo etnolingüístico independiente, aunque no sabemos si culturalmente distinto de sus vecinos. Como veremos en su momento, esta lengua, o al menos aquella de la que ésta proviene, tiene unas características tipológicas específicas que impiden agruparla en alguna de las familias lingüísticas conocidas (lenguas barbacoanas y lenguas chocoanas). No obstante, varios han sido los intentos por clasificarla. Seler (1902), por ejemplo, sugiere a partir del vocabulario recogido en 1877 que el esmeraldeño podría estar emparentado con la lengua yaruro de las llanuras del Arauca y el Sinaruco en el estado venezolano de Apure. Esta clasificación fue rechazada más tarde por Jijón y Caamaño (1940, II: 452), quien asocia más bien el esmeraldeño con las lenguas chibchas, aun cuando dicha asociación se sostenga casi exclusivamente con el tsa’fiki y el cha’palaa. Loukotka (1968) retomó la propuesta de Seler, que fue rechazada nuevamente por Adelaar, quien encuentra más bien semejanzas interesantes con el yurimangui, una lengua aislada que se hablaba al oeste de la actual ciudad de Cali (Adelaar, 2005: 241s). Volveremos sobre estos intentos de clasificación en secciones posteriores, luego de haber analizado la evidencia etnohistórica disponible y los datos del vocabulario de 1877. Sea cual sea la clasificación, es un hecho que existe una suerte de ‘discontinuidad étnica’ entre los hablantes prehispánicos a quienes se asigna la lengua esmeraldeña y aquellos que desde finales del siglo dieciséis hasta el año de 1877 fueron sus hablantes – los zambos – pues se trata de dos grupos distintos aunque no necesariamente dos culturas diferentes. Otra lengua de la región es el cha’palaa, hablada hoy por el pueblo chachi3, que junto con el tsa’fiki, forma la rama meridional de las lenguas barbacoanas (Fabre, 2005: Barbacoa, 1). Algún autor sugiere incluso que un análisis comparativo de tipo léxico-estadístico, como el que acostumbra la glotocronología, no es suficiente para plantear un parentesco cercano entre el cha’palaa y el tsa’fiki, pues una comparación de su gramática arroja más diferencias que semejanzas (Bernárdez, 1979: 343). Sus análisis lo llevan a plantear una hipótesis que no ha sido tomada en cuenta hasta la fecha, a saber, que las coincidencias entre el cha’palaa y el tsa’fiki no son de tipo genético sino resultado de una influencia de la segunda lengua – de claro origen chibcha – en la primera, que entonces debería pertenecer a otra familia lingüística. Más allá de estas divergencias, si aceptamos la propuesta de Alcina Franch de que los chachis (cayapas) no son los niguas como pretende Jijón y Caamaño, entonces estamos en condiciones de afirmar que la lengua que aprendió Illescas entre los niguas no fue el cha’palaa sino otra que podría estar en el origen de la lengua esmeraldeña registrada en 1877.

La tercera lengua que se hablaba en la época de la conquista castellana en el norte de Esmeraldas es la de los colimas o coayqueres4 de Jijón y Caamaño, que no parece ser otra que el awapit, lengua de la nacionalidad awa, presente en Ecuador en las provincias de Esmeraldas, Carchi e Imbabura, y en Colombia en los departamentos de Nariño (municipios de Tumaco, Piedrancha, Ricaurte, Cumbal y Barbacoas) y Putumayo como producto de la migración (municipios de Mocoa, Orito y Villagarzón) (cf. Gómez Rendón, 2011). Hemos asociado al awapit con la lengua de los colimas o coayqueres en virtud de los etnónimos que menciona Jijón y Caamaño al citar a Monroy (1932), la mayoría de los cuales corresponden efectivamente a topónimos de origen awa por las terminaciones /-al/, /-ker/ y /-pi/, esta última presente también en topónimos de origen chachi y tsáchila debido al parentesco lingüístico entre las tres lenguas5. Lamentablemente no disponemos de evidencia suficiente que nos permita asegurar, como hace Jijón y Caamaño, que los coayqueres (awa) sean los mismos pastos, aun cuando podemos encontrar la misma evidencia toponímica en el territorio tradicionalmente asignado al pueblo pasto, lo que más bien sugeriría un cercano parentesco entre el awapit y el pasto. En base a evidencias etnohistóricas y toponímicas se acostumbra a clasificar la lengua pasto dentro del grupo de las lenguas barbacoanas, junto con el tsa’fiki y el cha’palaa (rama meridional), el awapit, el guambiano y el totoró (rama septentrional) (Curnow y Liddicoat, 1998: 405, pero vide supra).

La cuarta lengua que podemos identificar a partir de las fuentes etnohistóricas es la de los llamados ‘colorados’6, que no son otros que los tsáchilas de la etnografía contemporánea (véase, por ejemplo, Ventura, 1997: 1-32). El tsa’fiki, lengua del pueblo tsáchila, se habla actualmente en una pequeña zona de la provincia de Santo Domingo de los Tsáchilas, en las estribaciones de la cordillera occidental de los Andes. Según indican las fuentes históricas, su área de influencia antes de la conquista castellana fue mayor, llegando incluso al curso inferior del río Daule por el sur y al hinterland de la provincia de Manabí por el oeste7. En tal virtud no es improbable que existieran comunidades de habla tsa’fiki en el extremo meridional de la zona esmeraldeña, sobre todo hacia las cabeceras del Daule, que estaba habitado en buena parte de su curso por los tsáchilas. Para Jijón y Caamaño (1940, II: 103), los indios del Daule habrían formado un grupo étnico distinto de los tsáchilas, al cual da el nombre de ‘chonos’. Sin embargo, en base a un cotejo de fuentes etnohistóricas (León-Borja, 1964: 411) y evidencia arqueológica (Estrada, 1957: 238), otros autores afirman que los chonos serían los mismos colorados y su lengua la misma de este grupo (por ejemplo, Newson, 1995: 74). Espinoza Soriano es de otra opinión, pues sostiene que la lengua de los chonos no es la cayapa-colorado de Rivet (1907) sino más bien “la misma lengua de los silvícolas de Aparia8, pues Orellana comprendía ambos idiomas, lo que quiere decir que lo aprendió en Guayaquil” (Espinoza Soriano, 1988: 132). En nuestra opinión, luego de evaluada la evidencia histórica y toponímica de la cuenca del Daule, no cabe duda de la ocupación tsáchila de dicha cuenca, aun si planteamos una entidad sociopolítica como el ‘reino chono’ conforme propone Soriano (op. cit.).

Por ejemplo, solo en la segunda década del siglo diecinueve, Gabriel Lafond de Lurcy, viajero francés, visitó varios asentamientos tsa’chilas ubicados en la actual provincia de Los Ríos y en el extremo nororiental de la actual Manabí. Al respecto véase, Darío Lara. Gabriel Lafond de Lurcy. Viajero y Testigo de la Historia Ecuatoriana. Quito: Banco Central del Ecuador, 1996.

En cuanto a la lengua hablada por el grupo yumbo, las cosas no están del todo claras. Es evidente que el territorio de yumbos y tsáchilas se superponía en muchas zonas, pues se encuentra una toponimia muy similar en sus respectivas zonas de influencia, la misma que gira en torno a la terminación /-pi/, asociada con ríos o corrientes de agua. Esto podría sugerir que la lengua de ambos grupos, si no era la misma, al menos podría haberse manifestado en dos dialectos cercanos. Al respecto Salomon llama la atención sobre dos datos de importancia respecto a la situación sociolingüística de los yumbos. Por una parte afirma que “los yumbos y los tsáchilas parecen haber sido en tiempos remotos (pre-incaicos) pueblos cultural y lingüísticamente emparentados con pueblos de las serranías quiteñas y ambateñas-latacungueñas respectivamente, a pesar de mostrar algunas diferencias en su adaptación al medio ambiente” (Salomon, 1997: 12). Interpretamos esta afirmación en el sentido de que yumbos y tsáchilas no sólo habrían hablado dialectos de una misma lengua sino que además manejaban en alguna medida, por su contacto con los indios serranos, el kichwa como lengua franca, cosa demostrada por la existencia de topónimos kichwas en sus respectivos territorios y por la presencia de un número nada despreciable de préstamos léxicos e incluso gramaticales en el tsa’fiki actual (cf. Gómez Rendón, en preparación). Por otra parte, no deja de ser sugerente una segunda afirmación de Salomon, relacionada con la anterior pero que apunta en otra dirección. A propósito de la unión de las doctrinas de Aloag y Cansacoto, los misioneros sostenían que la única forma de llevar una comunicación exitosa con los indígenas de ambas doctrinas era a través de un intérprete de Aloag que hablaba no sólo el kichwa sino también la lengua de los yumbos. Esta medida la interpreta Salomon en el sentido de una “semejanza entre el idioma yumbo y la lengua prequichua, ‘materna’, que se siguió utilizando en las cercanías de Quito hasta bien entrado el siglo XVII” (Salomon, 1997: 53). Esta afirmación cobra sentido, como sugiere el mismo autor, si los yumbos guardaban estrechas relaciones con las poblaciones kichwas – o más bien kichwizadas – de la zona de Latacunga y Ambato, cuya lengua materna antes de la conquista inca habría sido el panzaleo (Jijón y Caamaño, 1940, I: 286ss; Murra, 1946: 795). Es posible comprobar dicha filiación de dos maneras: por un lado, la toponimia similar en las zonas de Aloag y Panzaleo; por otro, el hecho de que el cacique principal y gobernador de Aloag, Polinario Linquinzumba, “mandaba por su propia cuenta el más grande de los ‘ayllos’ yumbos, y a veces se hacía cargo de otros ‘ayllos’ durante ausencias de sus propios señores o durante sus interregnos” (Salomon, 1997: 79). Pese a esta evidencia, no podemos más que ser cautelosos al trazar deslindes apresurados, dada la escasísima evidencia lingüística disponible – mayormente de tipo toponímico y antroponímico – y la falta de un análisis que perfeccione el realizado por Jijón y Caamaño en los años cuarenta. No podemos dejar de mencionar, sin embargo, el hecho de que algunos autores desconocen la existencia del panzaleo como entidad lingüística independiente (Costales y Peñaherrera de Costales, 2002: 93; Pérez, 1962: 255; Paz y Miño, 1940-1942), pues sostienen que Jijón y Caamaño inventó la lengua panzaleo para explicar los datos toponímicos y antroponímicos. Según estos autores, no sólo que el panzaleo nunca existió sino que la lengua que explica los topónimos de la zona no es otra que el mismo tsa’fiki o colorado. Aceptar esta aseveración conlleva profundas implicaciones para la interpretación de los datos etnolingüísticos, aun cuando no influyan decisivamente en el panorama lingüístico trazado para la región de Esmeraldas. En efecto, de ser así, la lengua de los yumbos no sería otra que el tsa’fiki, que entonces se habría hablado también en las actuales provincias de Pichincha y Cotopaxi. Ello explicaría incluso la estrecha relación sociopolítica entre las comunidades yumbos occidentales y las llaktas serranas (cf. supra).

La última y tal vez la más oscura entidad lingüística que nos queda por perfilar es la lengua de los indios malabas. En otro lugar nos referimos brevemente a la escasa información disponible (Gómez Rendón, 2008b: 106), y en particular al testimonio de uno de los viajeros que visitó a los malabas hacia 1809 (Stevenson, 1994 [1829]: 478). Ninguna de las referencias a este grupo que hemos consultado dice algo sobre su lengua. Tampoco hay evidencias que permitan indicar un parentesco etnolingüístico entre chachis y malabas, aun cuando estos vivían en el extremo norte del territorio chachi, a orillas del río Mira (Palop Martínez, 1994: 148). En estas circunstancias la referencia de Stevenson resulta interesante porque este viajero se habría comunicado con ellos en kichwa, escuchando incluso de sus labios la expresión manan, manan chy trapichote (‘no, no es un trapiche’, en referencia al único instrumento que conocían y que querían asemejarlo a un mecanismo de relojería que Stevenson les mostró). Stevenson sostiene que, según la tradición malaba, su origen estaba en los Puncays de Quito (Stevenson, 1994 [1829]: 478). Si aceptamos por un momento este origen, debemos suponer que los malabas hablaban el kichwa al igual que su antepasados, aun cuando la lengua materna de estos no fuera el kichwa sino el panzaleo – o mejor dicho el tsa’fiki – dada su zona de sentamiento. De hecho, un breve análisis de la frase que consigna Stevenson no sólo arroja claros elementos kichwas (la negación manan o el demostrativo chay) sino también el sufijo /-te/, muy cercano al morfema de negación en cha’palaa y tsa’fiki (Gómez Rendón, 2008b: 106). Como es obvio, sería descabellado sacar conclusiones sobre el origen lingüístico de los malabas a partir de una sola frase, por lo que no diremos nada más sobre ellos.

Antes de terminar esta sección, queda por resolver un asunto que a nuestro juicio no ha sido debidamente tratado en trabajos previos sobre la composición étnica de Esmeraldas, o bien lo ha sido sólo de manera perimetral. Se trata de la presencia de grupos ‘chocoes’, cuyo etnónimo aparece, por ejemplo, en el mapa de Palop Martínez (1994: 154) pero que no merecen su atención por considerarlos fuera del área de estudio, esto es, el sur de Colombia y el norte del Ecuador (!). La omisión es grave por los motivos que pasamos a exponer.

Tenemos, en primer lugar, un motivo de tipo geográfico. Como su nombre lo indica, los grupos chocoanos meridionales de Colombia ocupaban y continúan ocupando en la actualidad un ecosistema que forma parte de la misma región bio-geográfica tropical donde se encuentra la provincia de Esmeraldas (el Chocó), lo cual establece de principio una suerte de base territorial y ecológica común a ambas zonas. El segundo motivo, de tipo cultural, es consecuencia directa del primero. En efecto, la existencia de numerosas vías fluviales y la cercanía de la costa facilitaron desde siempre la comunicación entre pueblos ubicados tanto al norte como al sur de la actual frontera colombo-ecuatoriana. El contacto interétnico, a más de permitir un desarrollo cultural continuo inusual en las tierras bajas (Bouchard, 1994: 316), debió crear una base cultural compartida entre los pueblos del litoral pacífico nor-ecuatorial, incluyendo a los grupos chocoanos. Esta base compartida tendría varias aristas. Primero, sería de tipo ritual, como lo evidencia el papel aglutinante desempeñado por el centro ceremonial de la Tolita en el período de integración regional y la existencia de una ruta marítima entre la Tolita y Tumaco (Bouchard, 1994: 320). Segundo, sería de tipo comercial, como lo demuestra la existencia de un centro de intercambio regional “que se llama Ciscala, que tiene paz con todas las demás provincias, y aquel pueblo es seguro a todos, y allí se hacen ferias y mercados, y los Tacamas traen oro y esmeraldas a vender, y los Campaces y Pidres llevan sal y pescado, y los Belinquiamas llevan ropa y algodón y hacen allí sus mercados […] Todas estas tierras se incluyen desde Pasao hasta el Río de San Juan por la costa” (Carranza, 1994 [1568]-I: 70). Tercero, sería de tipo religioso-medicinal, como lo constata Barret en su monografía sobre los cayapas (1925) cuando señala que otra etnia con la que éstos están en contacto son “los llamados por el término ambiguo de ‘cholos’, al norte, que viven a lo largo del río Saija, un arroyo que desemboca en el océano a 2º50’ N, en un punto opuesto a la isla de Gorgona. Este grupo es muy distinto al cayapa, tanto social como lingüísticamente hablando, pero ejerce alguna influencia sobre todo en las prácticas medicinales” (Barret, 1994 [1925]: 30). Estos cholos – mote con el que se los conoce hasta hoy en Ecuador y Colombia – son en verdad los eperaarã siapidaarã, cuyo asentamiento principal, Santa Rosa de los Épera, se encuentra en el curso inferior del río Cayapas, más arriba de la población afrodescendiente de Borbón, en el cantón esmeraldeño Eloy Alfaro. Su constitución como nacionalidad es tardía (2001), aunque su presencia en Ecuador se remontaría hacia el año de 1895, según testimonios recogidos con los inmigrantes más ancianos (Carrasco, 2010: 49). Aunque estos testimonios dan fe de la presencia de hablantes de una lengua chocoana en el litoral esmeraldeño desde hace más de un siglo – en este caso el sia pedee, lengua del pueblo eperaarã siapidaarã –, sólo constituyen la punta de un iceberg que se hunde más profundo en la historia de la zona. No deja de ser interesante, por ejemplo, que todo los testimonios coincidan en lo ya observado por Barret, el curanderismo, oficio en que los shamanes o jaipanas eperarã descollaban por sobre los demás de la región. Como señala Carrasco, “[l]os primeros Épera migrantes fueron grandes ‘Jaipana’, curanderos reconocidos que encontraron aprecio y hospitalidad en tierras esmeraldeñas. Se puede afirmar que la sabiduría shamánica es una del causas de la migración de las primeras familias Épera” (Carrasco, 2010: 45).

Esto concluye nuestra identificación del mosaico lingüístico de la costa norte del Ecuador en la época anterior a la conquista castellana. A partir de una enumeración de los grupos étnicos prehispánicos identificamos entidades lingüísticas que estarían asociadas, con mayor o menor probabilidad, con grupos éticos contemporáneos (cf. Mapa 1, Anexos). Cabe señalar que no nos hemos ocupado de otros grupos menores que mencionan Palop Martínez (1994) y Alcina Franch (2001), por considerar insuficientes las evidencias etnohistóricas de que disponemos para una mínima identificación. Se trata de los yambas y los lachas. A juzgar por su zona de asentamiento y por los patronímicos de sus caciques principales (Palop Martínez, 1994: 150), es posible que se trate de dos grupos chachis medianamente diferenciados. Otro es el caso de los barbacoas, exónimo frecuente en las fuentes etnohistóricas, pero a partir del cual resulta extremadamente difícil identificar grupos específicos, pues el término mismo, de origen castellano, se refería a la forma de construcción de sus viviendas – sobre palos levantados del suelo – cosa por lo demás común a la región litoral del Pacífico colombo-ecuatoriano (Alcina Franch y de la Peña, 1975: 285).

Mapa 1. Grupos prehispánicos de la Costa norte del Ecuador (modificado a partir de Palop Martínez 1994: 154)

Discontinuidad étnica e identidad lingüística

De las lenguas que hemos podido identificar en la costa norte del Pacífico ecuatoriano, existe una a la que no es posible asignar a través del tiempo una misma pertenencia étnica, es decir, una lengua cuya comunidad de hablantes no fue la misma a través de la historia. Es la lengua que a falta de un glotónimo propio hemos llamado ‘el esmeraldeño’.

Mientras podemos asociar el cha’palaa, el tsa’fiki, el awapit o el sia pedee con sendas comunidades de hablantes que, sin mantenerse inmutables a lo largo del tiempo, mantuvieron una identidad étnica diferenciada – los chachi, los tsáchilas, los awa y los eperaarã siapidaarã – no podemos hacer lo mismo con el esmeraldeño. Adscripción semejante sería posible incluso en el caso de grupos que no han subsistido hasta el presente como los malabas o los yumbos9, aun cuando no poseemos registros etnohistóricos precisos que nos hablen sobre la tipología de sus lenguas respectivas. En el caso particular de la lengua esmeraldeña, sus hablantes originarios habrían sido los caraques de Cieza (1553) o los wásu de Barret (1925) y Jijón y Caamaño (1940- II: 415), que habitaban en el curso inferior del río Esmeraldas y en los extremos sur y norte de las provincias de Esmeraldas y Manabí, respectivamente. No obstante, si damos un salto a los primeros años del siglo dieciocho, encontramos que los hablantes del esmeraldeño ya no son indígenas sino zambos. Así lo confirma el testimonio del viajero inglés William Bennet Stevenson (1829), que visitó a los hablantes del esmeraldeño en 1809 en el mismo lugar que describen las fuentes. De ellos dice Stevenson claramente que “son todos zambos, aparentemente una mezcla de negros e indios”, y a párrafo seguido, que “la lengua de los esmeraldeños es totalmente diferente del quichua, que es la lengua general de los indios” (Stevenson, 1994 [1829]: 463). En otras palabras, a principios del siglo diecinueve la lengua esmeraldeña sobrevivía no en boca de indios sino de zambos o zambaigos10, lo que supone que éstos aprendieron e hicieron suya en el transcurso de poco más de dos siglos esta lengua de origen prehispánico.

El punto de partida de esta reconstitución, que no implica únicamente un aspecto racial sino sobre todo étnico, lingüístico y cultural, lo encontramos a escasas décadas de conquistados Los Andes septentrionales. A mediados del siglo dieciséis ocurrió un evento fortuito que cambiaría la composición etnolingüística y sociopolítica de la región: la llegada de esclavos de origen africano a las costas esmeraldeñas. La etnohistoria ha conservado el nombre y las hazañas de Alonso de Illescas, quien estuvo presente junto a otros veintidós esclavos y esclavas en la huida del barco que naufragó en 1553 frente a las costas de Portete. Pero la presencia africana se remonta diez años antes. De acuerdo con Tardieu, el esclavo cimarrón Andrés Mangache – mencionado también en la crónica de Cabello Balboa y en otros documentos de la época – se habría asentado junto con una indígena nicaragüense en la Bahía de San Mateo ya hacia 1543, cosa que se deduce por la edad que tenía uno de sus hijos (Francisco Arrobe, 56 años) cuando fue retratado por Andrés Sánchez Gualque en 1599 con otros dos zambos que llegaron en comitiva a la ciudad de Quito (Tardieu, 2006: 38).

Hoy sabemos que hubo dos grupos de zambos en la provincia de Esmeraldas: uno asentado en el curso inferior del Esmeraldas y los alrededores de la Bahía de San Mateo, liderado por Andrés Mangache y más tarde por sus hijos; otro asentado en la Sierra de Campaz (hoy Montañas de Mache, que forman los contrafuertes septentrionales de la cordillera Chongón-Colonche), en el extremo suroeste de la provincia de Esmeraldas, liderado por Alonso de Illescas y sus hijos. Las fuentes históricas más tempranas (por ejemplo, Díaz de Fuenmayor, 1582 y Cabello Balboa, 1583), escritas casi cuarenta años después de los sucesos arriba mencionados, consignan la presencia de afrodescendientes en la región. En este contexto, la mezcla racial se inició casi tan pronto entraron los afrodescendientes, pues ésta fue una de sus estrategias de sobrevivencia en una región que, si creemos a Newson, habría tenido al momento de la conquista alrededor de 20.000 habitantes autóctonos, con una densidad de 90 personas por kilómetro cuadrado (Newson, 1995: 78)11. Es lógico suponer que la población zamba continuó creciendo a lo largo de los dos siglos siguientes, aunque resulta difícil determinar su población en números exactos por distintos factores que analizaremos en su momento – entre ellos, la tendencia original al asentamiento disperso, la ausencia de un liderazgo político entre la población zamba luego de muertos sus primeros caciques, la reestructuración jurisdiccional, y la huida de los zambos reducidos en la cuenca inferior del Esmeraldas para evitar la explotación laboral impuesta por sus gobernadores desde la segunda mitad del siglo diecisiete.

Contacto interétnico y etnogénesis: implicaciones sociolingüísticas

A partir de lo dicho hasta aquí, podemos afirmar que lo ocurrido con la comunidad de hablantes del esmeraldeño no es una desarticulación étnica, una inculturación o una aculturación; es más bien una reestructuración sociocultural debida al contacto interétnico, o lo que en términos histórico-antropológicos se ha llegado a conocer como “etnogénesis”12, entendida como el proceso mediante el cual un grupo de seres humanos pasa a ser considerado como étnicamente distinto de sus componentes socioculturales originarios.

Procesos de etnogénesis desarrollados en circunstancias asombrosamente semejantes a las aquí descritas se encuentran en otros lugares del mundo. En América Latina los referentes de mayor interés constituyen los miskitos y los garífunas.

Los zambos miskitos remontan su origen hacia 1640, cuando los esclavos africanos a bordo de un barco negrero se revelaron, tomaron el mando de la nave y la llevaron a las costas de la frontera entre las actuales Honduras y Nicaragua, donde desembarcaron y se internaron en el continente. Una vez allí establecieron una convivencia prolongada con los nativos llamados miskitos. Para las primeras décadas del siglo dieciocho sus descendientes llegaron a dominar sobre otros grupos indígenas de la región y nombraron su propio rey (Jeremías I, rey de la nación miskito, 1687-1718). Los zambos miskitos lograron incluso resistir las incursiones armadas españolas que se efectuaron a lo largo de todo el siglo dieciocho gracias a haberse convertido en protectorado inglés desde 1740. Los garífunas, por su parte, son descendientes de indios caribes y arahuacas que se mezclaron con esclavos africanos sobrevivientes de un naufragio frente a las costas de la isla de Bequia. Los zambos nacidos de la mezcla colonizaron más tarde buena parte de las costas de Guatemala, Nicaragua y Honduras.

La historia de ambos grupos resulta interesante no sólo por su extremo parecido con la de los zambos esmeraldeños – salvo por el hecho de que ambos grupos subsisten hasta la fecha como entidades étnicas diferenciadas – sino también por los resultados del contacto afro-indiano, que se refleja en distintos elementos de su patrimonio cultural, pasando por la gastronomía, la danza, la música y, por supuesto, la lengua.

La lengua de los zambos miskitos hoy en día es el llamado criollo miskito, también conocido como criollo inglés nicaragüense. Éste se desarrolló a partir de un pidgin inglés hablado por los esclavos de barcos negreros13. Su configuración actual se debe, sin embargo, al aporte léxico del miskito nativo, sobre todo para la flora y la fauna, pero también del castellano en lo que tiene que ver con el gobierno, la educación y la vida moderna (Holm, 1988-II: 474).

La lengua de los garífunas se clasifica como arahuaca pero se diferencia de otras de la misma familia por dos características: 1) se halla fuera del área tradicionalmente asignada a estas lenguas, esto es, la parte norte de Sudamérica; 2) contiene un importante vocabulario de lenguas no-arahuacas que incluyen la lengua caribe kallínagu (25%), el francés (15%), el inglés (10%), el castellano (5%), y palabras provenientes de lenguas africanas (5%). Estos porcentajes nos colocan frente a una lengua muy particular que los estudios de contacto lingüístico llaman ‘lengua mixta’14.

Me he detenido con cierto detalle en la descripción de estos grupos y sus lenguas no sólo para demostrar que el fenómeno del zambaje esmeraldeño no es único en América, sino sobre todo para plantear por primera vez la tesis según la cual, la lengua esmeraldeña hablada primero por los wásu, los caraques o los niguas, como quiera que se los llame, está en el origen de la lengua esmeraldeña hablada por los zambos descendientes de los cimarrones Illescas y Mangaches, pero no es la misma sino más bien es el resultado de una mezcla de elementos léxicos y gramaticales de lenguas que formaban parte del mosaico lingüístico de la costa norte del Pacífico ecuatoriano. El corolario de esta tesis es que todo intento de clasificación a partir de dicho vocabulario adolece de un problema de enfoque, pues no estamos frente a una lengua que desciende directamente de otra que es posible identificar individualmente, sino ante una lengua que tiene, en lo que respecta a su estructura y su vocabulario, varias lenguas en su origen. Esta afirmación, con enormes implicaciones para la lingüística histórica de nuestro país y para los estudios de contacto lingüístico en general, debe sustentarse sólidamente en evidencia histórica y lingüística, de cuyo análisis nos ocupamos en los capítulos segundo y tercero de este artículo, no sin antes describir en detalle las fuentes de que nos hemos servido y los criterios metodológicos utilizados.

Caracterización de las fuentes históricas y criterios de análisis

Los datos que discutiremos en los capítulos siguientes provienen de dos tipos de fuentes, históricas y lingüísticas. De acuerdo con el criterio de análisis expuesto en la introducción, se extraerán de las fuentes históricas implicaciones de carácter sociolingüístico en tanto que las fuentes lingüísticas serán analizadas en cuanto al léxico y la morfosintaxis, interpretándose los resultados en el marco de las implicaciones sociolingüísticas obtenidas previamente. Ambos tipos de fuentes, no obstante, no son iguales ni en la cantidad ni en la calidad de los datos que proporcionan, por lo que es preciso que las caractericemos adecuadamente.

Las fuentes históricas primarias son de autores que visitaron Esmeraldas y adquirieron conocimientos de primera mano, que fueron testigos presenciales o protagonistas de eventos desarrollados en la región. Podemos agrupar estas fuentes en cuatro grandes categorías:

  1. Relaciones geográficas, informes redactados a partir de cuestionarios que fueron perfeccionándose entre 1569 y 1600 y que pretendían ofrecer una descripción lo más completa posible de cada una de las posesiones españolas de ultramar. En este caso hemos utilizado la compilación de Pilar Ponce Leiva titulada Relaciones históricogeográficas de la Audiencia de Quito (1992).
  2. Epistolarios misioneros, consistentes en el conjunto de cartas escritas por miembros de la orden mercedaria, que misionó entre los zambos esmeraldeños y otros pueblos originarios de la región desde finales del siglo XVI. El epistolario reunido proviene de tres fuentes: las dos primeras corresponden a la recopilación de Joel Monroy, con los títulos El Convento de la Merced de Quito, de 1617 a 1700 (1932) y Los Religiosos de la Merced en la Costa del Antiguo Reino de Quito (1935); la tercera fuente proviene de la documentación reunida por Alcina Franch y Remedios de la Peña dentro de su Proyecto “Arqueología de Esmeraldas (Ecuador)”, en el volumen Textos para la Etnohistoria de Esmeraldas (1976).
  3. Documentos oficiales que incluyen correspondencia, autos, memoriales, declaraciones, informes, consultas, descripciones, peticiones y representaciones, entre otros. La totalidad de esta documentación oficial se encuentra en la monumental recopilación que José Rumazo publicara en ocho tomos con el título Documentos para la Historia de la Audiencia de Quito (1948-1952)
  4. Narraciones de viajes, relatos de viajeros que visitaron la región desde 1547 (Girolamo Benzoni) hasta 1823 (Julián Mellet). Se ha realizado una búsqueda de este tipo de fuentes con especial atención al siglo diecinueve, que es la época en la cual se tiene menos noticias sobre el esmeraldeño y comprende la fecha de levantamiento del corpus Pallares-Wolf. En esta pesquisa hemos logrado dar con fuentes nuevas e interesantes a más de las usualmente citadas
  5. Mapas. 1) El primer mapa de la región de Esmeraldas, tal como consta en la Carta de la Provincia de Quito y sus adyacentes, preparada por Pedro Vicente Maldonado y aparecida como obra póstuma en 1750; fragmentos de este mapa correspondientes a la costa norte aparecieron en los Documentos para la Historia de la Audiencia de Quito (Rumazo, 1948-1952); para la coteja toponímica hemos accedido al mapa digitalizado en alta resolución según aparece en los acervos de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos y la Biblioteca Nacional de Francia. 2) La Carta Geográfica de la Provincia de Esmeraldas, elaborada por Theodor Wolf y aparecida en su Memoria sobre la Geografía y la Geología de la Provincia de las Esmeraldas (1879).

Aparte de las fuentes históricas primarias, se han investigado otras que incluyen estudios, reflexiones, comentarios y análisis en torno a los zambos esmeraldeños. Estas fuentes las podrá encontrar el lector en la bibliografía al final de este estudio.

Análisis sociolingüístico de la evidencia histórica sobre los zambos esmeraldeños

A la fecha se han publicado dos obras señeras que hacen innecesario un recuento pormenorizado de la historia de la población zamba esmeraldeña desde la segunda mitad del siglo XVI hasta finales del siglo XVIII. Una de ellas, Zambaje y autonomía (2001), se la debemos a la historiadora ecuatoriana Rocío Rueda Novoa; la otra, escrita por Jean Pierre Tardieu, lleva por título El Negro en la Real Audiencia de Quito (Ecuador), ss. XVI-XVIII (2006). En ambas el lector podrá encontrar una relación detallada de todo lo que en adelante diremos de manera compendiosa y que tiene como único fin identificar los acontecimientos y desarrollos más importantes que, a nuestro juicio, modelaron la situación etnolingüística de la comunidad zamba de Esmeraldas en el período antes mencionado. Sobre la marcha matizaremos nuestra narración con vieja y nueva bibliografía, a fin de iluminar distintos aspectos que no quedan del todo claros a partir de las fuentes y que son, con demasiada frecuencia, más asumidos que demostrados. Para el siglo XIX, donde existe mayor escasez de fuentes históricas, echaremos mano de las relaciones de viajeros que visitaron Esmeraldas y que, en algunos casos, escucharon hablar la lengua de los zambos.

Orígenes de la presencia africana en Esmeraldas e implicaciones sociolingüísticas

Luego de los primeros viajes de reconocimiento y exploración de la costa norte que inician con Bartolomé Ruiz en 152615, se lleva a cabo en 1564 la primera expedición autorizada por la Audiencia, a cargo de Diego López de Zúñiga. No existe de ella una relación pero sí un documento probatorio de servicios, aunque no encontramos en él noticia alguna de los negros del barco naufragado (Rumazo, 1948 [1603]-IV: 37-39). Sin embargo, según la información que presenta Tardieu, un fraile trinitario enviado a la zona en 1583 y 1585 supo de primera mano que López de Zúñiga había entrado con intención de aprehender a los Illescas “con intinción de dalles tormento por la codicia y ansia del oro” (Tardieu, 2006: 50). Esto significa que para 1564 la Audiencia ya tenía conocimiento de la presencia de los Illescas y quería buscar una forma de ponerlos bajo su férula.

Tampoco hay mención ni de Illescas ni de Mangaches en la primera relación de la provincia de Esmeraldas atribuida a Bartolomé Martín de Carranza (1568), que junto con su suegro Andrés Contero entraron a “pacificar” la tierra a principios de 1568. Sabemos por otras fuentes que Contero apresó a Illescas y a sus hijos y que éstos lograron salvarse por la ayuda de un español a quien Illescas ofreció después en recompensa una de sus hijas. La siguiente relación, debida a Díaz de Fuenmayor (1582), es la primera que menciona la presencia de africanos, y lo hace en estos términos:

“En un puerto de aquella costa dio un navío al través y en ella quedó un negro que se salvó, que ha más de veinte años que está entre los indios; tiene ya mucha suma de hijos y nietos, y de por si tiene un pueblo poblado junto a los indios. Respétanle mucho porque está emparentado con todos los caciques de aquella provincia” (Díaz de Fuenmayor, en Ponce Leiva, 1992, I: 312s).

Los hechos se confirman plenamente en el documento más extenso que ha llegado hasta nosotros sobre la región de Esmeraldas. Se trata de la Verdadera descripción y relación de la provincia y tierra de las Esmeraldas, contenida desde el cabo llamado de Pasao hasta la Bahía de Buenaventura, de Miguel Cabello Balboa (1583), que aun siendo posterior a las anteriores, recoge la información que Cabello Balboa obtuvo durante su visita a Esmeraldas en 1577 por comisión de la Real Audiencia. De acuerdo con la Relación de Cabello Balboa, no sólo que el naufragio del barco negrero y la inmediata huida de diecisiete esclavos y seis esclavas se habría producido el mes de noviembre del año 1553 frente a la ensenada de Portete, sino que

“Días antes que pasasen las cosas sobredichas, llegó a aquella costa un navío que venía de Nicaragua, tierra de la Nueva España, y aportó a la bahía de San Mateo y saltaron en tierra los pasajeros con los negros e indias de servicio que traían, y entre los demás era uno que venía amancebado con una india de aquellas, por la cual había sido maltratado, y como estos se vieron en tierra, quisieron hurtar su libertad y quitarse de servidumbre, aventurando en ello las vidas y ansi, so color de buscar marisco, como los demás, se huyeron y metieron la tierra adentro, donde fueron recibidos por huéspedes de los naturales de aquella tierra de Dobe” (Cabello Balboa, 1945 [1583]: 21).

Estos “días antes” han de interpretarse como años. En efecto, si restamos del año en que fue pintado el famoso cuadro de la comisión mulata en Quito (1599) la edad de uno de retratados (56), tenemos que su padre – llamado Andrés Mangache por Pedro de Arévalo en su Relación de 1600 – habría llegado a la Bahía de San Mateo hacia 154116.

Sintetizando lo dicho hasta aquí en relación con nuestro objeto de investigación podemos hacer las siguientes afirmaciones: a) que la presencia afrodescendiente en Esmeraldas se remonta a 1541; b) que dicha presencia tuvo dos orígenes diferentes, o dicho de otro modo, que gira en torno a dos circunstancias y dos grupos de personajes diferentes (la llegada de Andrés Mangache y la india nicaragüense hacia 1541, por un lado, y la llegada de Alonso de Illescas junto con otros veintidós esclavos en noviembre de 1553, por otro); y c) que por las razones que explicaremos enseguida los miembros de estos grupos se mezclaron enseguida con los indígenas locales y dieron origen al zambaje esmeraldeño. Es preciso tener en cuenta estas afirmaciones porque conllevan importantes implicaciones sociolingüísticas.

En primer lugar, podemos asumir que aun siendo hábiles guerreros, al ser numéricamente inferiores, los africanos tuvieron que aprender la lengua de los indígenas locales, cualquiera que haya sido, sin llegar a imponer en ningún caso la suya (cf. infra). En segundo lugar, la adopción o creación de un código comunicativo compartido entre negros e indios, el mismo que enseñaron luego a sus hijos, debió realizarse en un período relativamente corto de tiempo, digamos una o máximo dos generaciones. En tercer lugar, ni los indígenas ni los negros pudieron haber adoptado el castellano para comunicarse entre sí, no sólo porque ninguno de ellos hablaba esta lengua sino porque no hubo en la zona un mínimo de población blanca hispanohablante hasta principios del siglo dieciocho (Rueda Novoa, 2001: 149), como tampoco hubo de manera permanente misioneros que hablaran el castellano en la región hasta finales del siglo dieciséis, es decir, cincuenta años después de llegados los africanos. La excepción, sin embargo, podrían ser los propios líderes zambos y la india nicaragüense. Sabemos por Cabello Balboa que Alonso de Illescas aprendió el castellano durante su estadía de algunos años en la casa de su amo en Sevilla; ello pese a que tan pronto llegó a Esmeraldas, se esforzó por aprender la lengua vernácula, siendo esta pericia lingüística, entre otras, causa de su éxito en las relaciones con los indígenas locales. Del mismo modo, es posible suponer un cierto conocimiento del castellano por parte de Andrés Mangache e inclusive de la india nicaragüense con quien escapó, pues como dice el cronista era ella una de las indias de servicio que los españoles traían consigo en el barco17.

Por lo demás, resultan esclarecedoras las palabras de Cabello Balboa, quien al referirse a los hijos de Andrés Mangache asegura que “estos mulatos entendían y hablaban un poco la lengua española”, cuyos rudimentos debemos asumir los aprendieron de su madre. Al contrario, los dos hijos de Alonso de Illescas, no entendían ni hablaban el castellano, como tampoco los indios (Cabello Balboa, 1945 [1583]: 42).

En pocas palabras, ni la lengua africana18 ni el castellano pudieron imponerse como lenguas de comunicación interétnica entre negros e indios, y por lo tanto tampoco entre los hijos de ambos. La cuestión radica entonces en saber qué lengua, o quizás, qué mezcla de lenguas hablaron negros e indios y luego aprendieron sus hijos. Para ello es necesario continuar explorando los datos etnohistóricos.

Grupos étnicos esmeraldeños y africanos: las lenguas del contacto

De acuerdo con la Relación de Cabello Balboa, el barco de Illescas dobló el cabo de San Francisco y sus pasajeros, incluidos los esclavos, tomaron tierra en una ensenada “que se hace en aquella parte que llamamos el Portete”, desde donde, tan pronto naufragado el barco, huyeron los negros internándose “monte adentro, sin propósito ninguno de volver a servidumbre” (Cabello Balboa, 1945 [1583]: 18). No podemos identificar el lugar exacto del desembarco a partir de estos datos, pero sí tener una idea clara de su situación geográfica. En la actualidad existe una playa y una punta que llevan el nombre de Portete; se ubican al sur de la provincia de Esmeraldas, en el cantón Muisne, a una latitud de 0° 29’ 39.51” N y una longitud de 80° 02’ 45.84” O, muy cerca de la población de Mompiche. Si se trataba de una ensenada, no puede ser otra que la actual Ensenada de Mompiche, ubicada unos pocos kilómetros al norte, también dentro del cantón Muisne. La ensenada tiene una longitud aproximada de diecisiete kilómetros y su hinterland se eleva hacia las estribaciones surorientales y nororientales de las sierras de Mache y Chindul, respectivamente, que al parecer corresponden a la muchas veces referida “Sierra de Campaz”, zona de asentamiento del clan de los Illescas. Aunque la zona debe tener hoy en día un paisaje natural bastante diferente del que encontró Illescas a su llegada, es posible tener una idea muy clara de él si tomamos en cuenta que hacia el oriente de la ensenada, en las sierras que acabamos de mencionar, se encuentra precisamente uno de los últimos remanentes de bosque húmedo tropical de la costa del Ecuador, encerrado en los límites de la Reserva Mache-Chindul.

Siguiendo la información del cronista, Rueda Novoa sostiene que “el sitio de desembarco del grupo negro se ubica en un área fronteriza entre dos etnias: los Niguas y los Campaces” (Rueda Novoa, 2001: 44), ocupando los primeros el curso medio e inferior del río Esmeraldas, desde su desembocadura hasta la ensenada de Mompiche, y los segundos desde aproximadamente dicha ensenada hasta la Bahía de Caráquez (véase Mapa 1). Otros autores ofrecen la misma ubicación para ambos pueblos (Alcina y de la Peña, 1980: 335; Palop Martínez, 1994: 144). Según estos últimos, los indios que fueron subyugados primero por los negros serían los niguas, con quienes se aliaron y mezclaron, para después combatir a los que se encontraban más al sur, esto es, a los campaces, “gente la más belicosa de aquella comarca” (Cabello Balboa, 1945 [1583]: 18).

La Relación de Martín de Carranza, según la cual asistían al puerto comercial de Císcala indios de diferentes lugares, como los campaces, los piches, los tacamas y los beliquiamas, parece sugerir que había distintas parcialidades de uno o más grupos étnicos. Esto no significa que cada una hablara su propia lengua. Al contrario, los gentilicios que menciona el texto de Carranza parecen estar relacionados con otros topónimos locales y tienen raíces de la lengua esmeraldeña: por un lado, los piches habrían sido un grupo de los mismos campaces que habitaban en las cercanías de la actual zona de Mompiche19; por otro, los tacama y los beliquiama tendrían un mismo origen etnolingüístico, a juzgar por la raíz de su gentilicio, /-kama/ o /-kiama/, cuyo significado es “casa” de acuerdo con el vocabulario esmeraldeño recogido por Pallares. En la siguiente sección, cuando abordemos el material toponímico, ensayaremos un deslinde lingüístico de la región con el fin de saber si es posible identificar en ella las zonas de ocupación de niguas, campaces y esmeraldeños.

Llegados a este punto, conviene preguntarnos cuál era la lengua de los niguas, entre quienes se asentaron Illescas y sus compañeros. La exploración de las fuentes etnohistóricas disponibles no arroja más que algunos datos sueltos pero de extrema importancia. Nuevamente es la Relación de Cabello Balboa la que ofrece una primera referencia. Así, de los niguas nos dice el cronista:

Los que habitan en la parte señalada de la bahía hasta el Portete se llaman entre sí Niguas y en decir que su origen fue de la sierra, no se engañan, porque son derivados y de la misma nación de los Niguas, repartimientos de la ciudad de Quito, parte dellos encomendados en el Contador Francisco Ruiz y parte en Carlos de Salazar y en otros, y ser esto ansi se verifica por muchos bocábulos que examinamos, comunes a entre ambas naciones, demás de que no están distantes dellos treinta leguas, como se podrá colegir cuando tratemos del descubrimiento del río de San Gregorio que hicimos en el año de setenta y siete; estos indios adoran al que mueve al cielo, a quien ellos llaman bola y este nombre dan a toda cosa grande y usan deste término por interjección admirativa de tal manera, que a toda cosa que ven digna de admiración la significan con esta palabra bola” (Cabello Balboa, 1945 [1583]: 16-7).

El alcance de las palabras de Cabello Balboa se dimensiona mejor si consideramos dos datos a propósito de los niguas. El primero es que llegada una delegación nigua a Quito el 12 de enero de 1606, el cacique principal del asiento yumbo de Napa, don Phelipe Liquinzumba, se prestó para “interpretar ‘la lengua materna’ de los niguas, aparentemente una que no fue el quichua, mientras que otro intérprete nombrado por la Real Audiencia hizo una segunda interpretación de ‘la lengua general del ynga’ (quichua) al español para que el escribano tomara las declaraciones” (Salomon, 1997: 66). El segundo dato proviene de la misma Relación de Cabello Balboa, quien afirma que los niguas tienen su lengua y sus costumbres propias a pesar de que se los llama yumbos (Cabello Balboa, 1945 [1583]:62-63). Cruzando toda esta información creemos no equivocarnos al sostener que la lengua de los niguas no fue la lengua de los antiguos esmeraldeños y que más bien tenía una cercana afinidad lingüística con la lengua de los yumbos. Así lo sostienen Costales y Peñaherrera de Costales (2002: 20), para quienes incluso los niguas habrían sido antepasados de los actuales chachis. No estamos en condiciones de equiparar a los niguas con los cayapas a partir de la evidencia disponible, pero sí podemos asegurar una filiación lingüística cercana entre niguas, yumbos, colorados y cayapas, como lo hacen estos autores. Esto significa que la lengua de los niguas estuvo muy emparentada con las actuales lenguas tsa’fiki y cha’palaa.

La comunión lingüística de estos grupos étnicos no sólo contradice la propuesta de Palop Martínez (1994: 144) y Alcina Franch (2001: 18) – quienes sostienen que los niguas eran los hablantes del esmeraldeño20 – sino que resulta problemática para nuestro estudio. En efecto, un análisis del corpus Pallares-Wolf (1877) arroja una lengua que tiene un cierto porcentaje de préstamos del cha’palaa y el tsa’fiki, pero cuyos rasgos tipológicos nada tienen que ver con estas lenguas ni con otras de la familia barbacoana.

Creemos que la solución está, precisamente, en el multilingüismo fomentado por Illescas y que seguramente sirvió de modelo para su clan. Esto significa que los Illescas bien pudieron haber hablado más de una lengua indígena, en este caso al menos, la de los niguas, muy cercana al cha’palaa, y la de los esmeraldeños, de otro tronco lingüístico. Nos convence esta propuesta por un dato adicional que encontramos en la Relación de Cabello Balboa, de importantes consecuencias para nuestro argumento:

En el tiempo y coyuntura que los negros andaban ocupándose en lo que está dicho (en la guerra) se hizo poderoso un cacique de una marca de tierra que está de la Bahía de San Matheo arriba, llamada de Bey, el cacique se llamaba Chilindauli; este vino en gracia de los indios sus comarcanos, porque con dádiva y convites y cautelosas industrias los tuvo a su amor, y como era riquísimo de oro, porque quieren decir, que dello tenía hechas sus armas y silla de asentar de oro todo, pudo con facilidad granjearlos, y cuando Chilindauli en mayor prosperidad estaba, fue rogado con la paz de Alonso y de sus pocos compañeros que ya quedaban, interviniendo en este trato los de su parentela por afinidad, y así supieron lisonjear al incauto Chilindauli, que vino a conceder con lo que se le pedía y dio entrada en sus convites y fiestas a el Alonso […] y para poner en ejecución su propósito, trató de que en Dobe, en casa de Chilindauli, se hiciese una solemnísima junta” (Cabello Balboa, 1945 [1583]: 20, mi cursiva)

A poco de ello Illescas mataría a Chilindauli junto con quinientos súbditos suyos, tomando por esclavos a los pocos indios que quedaron con vida. Todo esto ocurrió, como queda dicho, en la casa del cacique en Dobe. Dos son los datos que extraemos de este pasaje. El primero es la ayuda que recibe Alonso para tratar la paz con Chilindauli de “su parentela por afinidad”, lo que nos hace suponer que dicha parentela, o bien era nigua y tenía buenas relaciones con Chilindauli (cosa posible pero poco probable dadas las rivalidades étnicas de la zona), o bien era una parcialidad, posiblemente contraria, del mismo grupo étnico de Chilindauli. Esta última opción presupone que Illescas ya estaba emparentado con miembros de dicho grupo étnico por haberse casado con algunas de sus mujeres. Lo segundo que nos llama la atención es el nombre de Dobe, con toda seguridad el mismo lugar donde fue recibido Andrés Mangache, patriarca de otro de los grupos zambos asentados en la zona (cf. infra). Ahora bien, la tierra de Dobe, según Cabello Balboa, está más arriba de la Bahía de San Mateo. Pero éstas y sus alrededores, como demostraremos enseguida, fueron el lugar de asentamiento de los hablantes del esmeraldeño. La consecuencia es que la tierra de Dobe y la comarca de Bey estuvieron pobladas por hablantes del esmeraldeño, uno de los cuales fue precisamente Chilindauli. Un análisis de los topónimos y patronímicos esmeraldeños corrobora ampliamente esta afirmación (cf. capítulo 3).

Lo ocurrido luego de la muerte de Chilindauli no deja de tener su importancia. Por un lado, podemos asumir que los indios cautivos de Illescas, ellos mismos hablantes del esmeraldeño, fueron a engrosar el pool de esta lengua dentro del clan Illescas, presente ya desde antes gracias a las alianzas matrimoniales del patriarca con las indias locales. Por otro lado, el matrimonio de uno de los hijos de Illescas con una de las hijas de Chilindauli selló la alianza con el antiguo clan del cacique asesinado y su inserción dentro del clan zambo (Tardieu, 2006: 45).

Estos datos sugieren, por lo tanto, que si bien Alonso debió haber hablado la lengua de los niguas, lengua que utilizaba en sus tratos con estos indios, con los cuales tampoco se excluye relaciones de parentesco por afinidad en virtud de alianzas matrimoniales, el mayor número de éstas se dio sobre todo con los miembros del grupo étnico esmeraldeño, antes y después de los sucesos de Dobe arriba referidos, razón por la cual, pasó a ser el esmeraldeño y no otra lengua aquella adoptada por el grupo de Illescas. ¿Qué podemos decir con respecto al otro grupo de zambos?

En principio se han identificado dos grandes grupos zambos en la provincia de Esmeraldas21. El primero de estos, no en tiempo sino en importancia política, fue el acaudillado por Alonso de Illescas. El segundo grupo, de menor perfil en las fuentes etnohistóricas pero no por ello menos importante, es el fundado por el cimarrón Andrés Mangache, en virtud de cuyo patronímico se lo ha llegado a conocer como el de los “mulatos mangaches” para diferenciarlos de los “mulatos yllescas” (Salomon, 1997: 63). Los mangaches ocuparon durante varios siglos el curso medio e inferior del Esmeraldas, desde donde incluso colonizaron otros lugares, como la cuenca del bajo Guayllabamba. Los zambos mangaches tienen su origen en la llegada y el asentamiento del negro Andrés Mangache y una india nicaragüense entre los indios de la Bahía de San Mateo. Por lo tanto, es preciso que identifiquemos los grupos étnicos que habitaban esta bahía, sus alrededores costeros y el hinterland inmediato.

Nos llama la atención que el mapa étnico de Palop Martínez (1994: 154) no contenga un grupo indígena en el curso medio e inferior del Esmeraldas a más de los “mulatos”. Significa acaso que no hubo antes de ellos ningún grupo indígena asentado en la zona. Evidentemente no fue así, pues incluso la más temprana de las fuentes disponibles menciona importantes asentamientos en ella (cf. infra). El vacío dejado en el mapa étnico de Palop es el resultado de haber hecho caso omiso de los wásu o esmeraldeños que mencionan Barret (1994 [1925]: 34) y Jijón y Caamaño (1940: 415), por considerarlos idénticos a los niguas. Como acabamos de ver, existe un error en esta equivalencia y el resultado es que el curso medio e inferior del Esmeraldas queda sin una población autóctona correspondiente. Una coteja de las fuentes, sin embargo, permite perfilar claramente este grupo étnico, en el cual habría tomado asiento el segundo grupo de mulatos, los Mangaches.

La primera mención de asentamientos que encontramos para la Bahía de San Mateo la debemos a Bartolomé Ruiz, quien vio allí “tres pueblos grandes junto al mar” en el año de 1526. Como señalan Alcina Franch y otros, no ha sido posible encontrar evidencia arqueológica que respalde esta afirmación pero los asentamientos podrían hallarse debajo de la actual ciudad de Esmeraldas y en la zona de Tachina, donde sí existe evidencia de montículos (Alcina Franch, et al. 1987: 38). Cinco años más tarde una expedición a cargo de Sebastián de Benalcázar llegó a la misma bahía. Sobre el desembarco y lo que allí encontraron nos relata Ruiz de Arce, uno de los expedicionarios:

“…luego desembarcamos los caballos y otro día fuimos un río arriba que en la bahía entraba y dimos en un pueblezuelo de hasta veinte casas. Allá hallamos principio de nuestra buena ventura. E yo entré en una casita pequeña. Andando buscando maíz para mi caballo, hallé una tinaja con ropa e otras cosillas entre las cuales había una cestica pequeña con un poco de lana hilada de colores y dos o tres agujas de plata. Entre ésta estaba un poco de algodón. Y descogí el algodón y hallé tres esmeraldas razonables” (Ruiz, 1964: 77-78).

Conviene cotejar estas líneas con aquellas de la Relación de Carranza de 1568 que hablan del pueblo de Císcala, donde acudían indígenas de diferente procedencia a trocar sus productos. Nos llama en particular la atención el hecho de que los beliquiamas eran quienes traían ropa y algodón para el trueque. A juzgar por sus etnónimos, beliquiamas y tacamas parecen haber pertenecido al mismo grupo etnolingüístico esmeraldeño.

La evidencia presentada sugiere que eran precisamente los hablantes del esmeraldeño quienes habitaban la bahía de San Mateo, tanto en la desembocadura del Esmeraldas como al norte y al sur siguiendo el perfil costero, aun cuando no es posible determinar su penetración en el hinterland. Al norte podemos rastrear la existencia de al menos un asentamiento importante en la zona costera actual de Río Verde (1.0666 N, -79.4166 O). Al sur, las crónicas hablan de varios asentamientos, de mayor o menor población, aglutinados todos en torno al puerto comercial de Tacamez (¿Ciscala?), en donde según Francisco de Jerez vivían

“poblaciones que eran grandes y de mucha gente y belicosa, que en estos pueblos de Tacames, llegando noventa españoles una legua del pueblo, los salieron a recibir más de diez mil indios de guerra” (Jerez, 1891: 29).

Que esta fue la distribución original de los hablantes del esmeraldeño prehispánico lo corrobora además la existencia de asentamientos zambos dos siglos y medio después en los mismos lugares. De tales asentamientos hablan tres fuentes tardías. La primera es la relación de viajes del ya mencionado William Bennet Stevenson, según la cual, los habitantes de Esmeraldas, Rio Verde y Atacames son todos zambos y hablan la lengua esmeraldeña – excepto los de este último lugar, por razones que explicaremos luego (Stevenson, 1994 [1829]: 463).

La segunda fuente también es Juan Mellet, viajero de origen francés que recorrió varios puntos de la costa esmeraldeña en los primeros años de la Gran Colombia (Gómez Rendón, 2012). El viajero nos da la siguiente descripción de Esmeraldas,

“Esmeralda, aldea situada sobre un riachuelo a tres leguas del puerto de ese nombre, está habitada por indios, dista siete leguas noreste de Atacama y sesenta y dos noroeste de Quito […] Los habitantes han conservado todas sus primeras costumbres; sobre todo en su traje. Los hombres llevan, desde la cintura hasta el tobillo un calzón de tela extremadamente gruesa, que proviene de la corteza de un árbol, hecha con mucho trabajo […] Su idioma es muy diferente de las otras provincias y dificilísimo de entender y su pronunciación es casi salvaje” (Mellet, 1823: 308-9).

La tercera y última evidencia proviene de la ya citada etnografía de Barret sobre los chachis (cayapas), donde se identifica así el asentamiento de los wásu o esmeraldeños:

“Tampoco era el mismo pueblo el que ocupaba antes el curso inferior del río Esmeraldas. A poca distancia al norte de lo que actualmente es la ciudad de Esmeraldas [Bahía de San Mateo], antes de la llegada de blancos o negros vivía una tribu de indígenas llamada Wásu. De aspecto similar a los Cayapas, hablaban una lengua totalmente distinta a ellos o a cualquier otra tribu conocida. Hace una o dos generaciones se extinguieron, y hoy ninguno de los informadores Cayapas recuerda una palabra en aquella lengua” (Barret, 1994 [1925]: 34).

Cuando añadamos a la evidencia histórica presentada un análisis de la toponimia esmeraldeña, como efectivamente haremos en el tercer capítulo, quedará claro que los hablantes del esmeraldeño habitaban la Bahía de San Mateo, siguiendo el perfil costero al norte y al sur, y que por lo tanto fueron ellos quienes acogieron a Andrés Mangache y a la india nicaragüense, cuya progenie debió haberse mezclado más tarde con los indígenas locales, dando origen a un grupo de zambos de procedencia diferente a los Illescas de la Sierra de Campaz.

Los hablantes del Esmeraldeño y el clan africano de los Mangaches

A partir de la distribución geográfica de los grupos étnicos que entraron en contacto con los dos grupos africanos desembarcados en la provincia de Esmeraldas, estamos en condiciones de afirmar que el vocabulario recogido por Pallares en 1877 en el curso inferior del río Esmeraldas de boca de sus últimos hablantes corresponde precisamente a los zambos “Mangaches”, nombre tomado de su patriarca. Por la importancia para nuestro objeto de estudio, conviene que tratemos aquí sobre el origen de este patronímico antes de rastrear el desarrollo de la sociedad zamba en sus diferentes asentamientos.

El término “mangache” podría tener dos orígenes distintos, aunque la evidencia sugiere que el primero que diremos es el más probable. “Mangache” es una variante de “malgache”, término utilizado durante la esclavitud para referirse específicamente a los esclavos venidos de Madagascar y, por extensión, a los esclavos traídos del África subsahariana. Por lo tanto, es muy probable que el apellido del cimarrón Andrés Mangache haya sido un exónimo para referirse a su origen, a pesar de que, hasta donde sabemos, la absoluta mayoría de los esclavos que vinieron entre los siglos dieciséis y diecisiete a América fueron del tronco lingüístico bantú, que se extiende a lo largo de toda África occidental (Martínez-Labarga, 1997: 132). El segundo origen del término sería de tipo vernáculo, pues en el memorial del viaje que hace en 1597 el mercedario Fray Gaspar de Torres a la provincia de Esmeraldas menciona la ubicación del río Achuacpi22, señalando que “este río entra en la mar del sur entre el río de mira y el de mangachi” (Alcina Franch y de la Peña, 1976: 36). Como el río Mira se encuentra al norte de la provincia y el Achuacpi no puede ser otro que el Cayapas antes de su confluencia con el Santiago a pocos kilómetros del mar, el río de Mangachi debe encontrarse al sur, y el único río de importancia que puede ser tomado como referencia con respecto a ambos es el Esmeraldas. Esto significa que, a diferencia de lo que sostiene Savoia (1998: 53) y repite Tardieu (2006: 110), el río Mangachi no es otro que el Esmeraldas, llamado así muy probablemente por quienes en sus orillas se habían asentado y multiplicado, los zambos “mangaches”. Por lo demás, que “Mangachi” no es el hidrónimo original del río Esmeraldas lo sabemos gracias a que aquél aparece en el vocabulario esmeraldeño de Pallares-Wolf y es uno muy distinto: Chinto (Jijón y Caamaño, 1940-II: 422). Por lo tanto, el uso del término “Mangache” como mote del río Esmeraldas en su desembocadura confirma que ese fue el lugar de asentamiento de uno de los grupos zambos desde mediados del siglo dieciséis23.

Tomando en cuenta lo anterior, es curioso que el exónimo “Mangachis” no aparezca en el mapa de Maldonado, o mejor dicho, que no aparezca en el curso inferior y medio del río Esmeraldas – donde en su lugar encontramos la leyenda “Sitio antiguo de los Esmeraldeños” – sino más abajo de la línea divisoria de la gobernación de Esmeraldas y la gobernación de Guayaquil, hacia el suroeste de la actual ciudad de Santo Domingo de los Colorados. La leyenda del mapa en ese punto reza “Mangachis, nombre de los zambos de Esmeraldas y Cabo Pasado que viven aquí retirados”. Savoia explica esta ubicación porque el grupo de los Mangaches se desplazó hacia las cabeceras del Daule y el Babahoyo ya en el siglo diecisiete (Savoia, 1998: 57). Asimismo, de acuerdo con Velasco, el citado lugar de los Mangaches formaba junto con Oxiba, Quilca y Caracol las cuatro parroquias de la tenencia de Babahoyo. A propósito de dicho pueblo el jesuita dice que,

“El de Mangaches es parte de aquella mezclada descendencia que resultó de la ciudad destruida de Cara [JGR: ¿Coaque?] con la general peste de 1589 esparcida en los dos gobiernos de Cara y Guayaquil. Aquellos que están en este pueblo, viven cristianamente con alguna cultura. Más los que están todavía en la selva son del todo rústicos y con vestigios muy equívocos de cristiandad” (Velasco, citado en Savoia, 1998: 58)

Estos mangaches serían un subgrupo no solo de los zambos que se dispersaron por el curso medio del Esmeraldas y parte del río Guayllabamba (Savoia, 1998: 55), sino también de aquellos zambos descendientes de los Illescas que fueron reubicados en los primeros años de 1600 desde el asentamiento de San Martín de Campaz hacia Cabo Pasado (cf. infra).

Entre las referencias más tardías que tenemos de los Mangaches en la ubicación antes mencionada – noroeste del río Daule – queremos citar dos testimonios de viajeros que son de gran importancia por las implicaciones con respecto a la sobrevivencia de este grupo y a la lengua que utilizaban. El primer testimonio proviene del viajero y filólogo francés Enrique Onffroy de Thoron, ya identificado por Savoia (1998: 58), que visitó el cantón Baba en los primeros años de 1860 y que citamos a continuación:

“De Sanborondón hasta las montañas de los Colorados y de Angamarca, uno se encuentra en el territorio del cantón de Baba, cuyos principales pueblos son Baba, la capital, Pasaje, San Lorenzo y Palenque […] Palenque del Ecuador, es decir el del cantón Baba, está habitado por el resto de los Mangaches, ellos mismos descendientes de una fracción de la nación cara a la que ya hicimos mención” (Onffroy de Thoron, 1866 [1983]:125).

La población de Palenque subsiste en la actualidad y es la cabecera cantonal de uno de los cantones de la Provincia de Los Ríos, siendo su ubicación la misma descrita por Alcedo y Herrera en su Diccionario geográfico-histórico (1741) y por Maldonado en su Carta de la Provincia de Quito y sus adyacentes (1750).

Una segunda referencia – aún más interesante desde el punto de vista lingüístico – la ofrece Chávez Franco en el segundo tomo de sus Crónicas del Guayaquil Antiguo (1944). El autor señala la existencia de este Palenque ya en 1695, cuando Francisco de Gantes pidió ayuda para sacar de dicha población a mulatos, zambos, esclavos fugitivos y mestizos vagabundos que se habían escondido en las montañas de Palmar. El autor señala además que muy cerca de este Palenque se encuentra un sitio llamado Pichilingüe, y que los habitantes de la zona hablaban un idioma llamado jerga o caló para entenderse sólo entre ellos, citando a párrafo seguido una estrofa en esta lengua, seguida de su glosa y algunas frases sueltas adicionales (Chávez Franco, 1944-II: 338). La referencia es del todo evidente y un vistazo a la estrofa nos confirma que se trata de una lengua muy al estilo de la que podría haber sido la lengua esmeraldeña mezclada con el castellano, las lenguas indígenas locales y las lenguas de los esclavos africanos. A propósito, Chávez Franco al parecer desconoce que la voz “pichilingüe”, a más del significado de “pirata de mar” que le atribuye el diccionario, es un préstamo adaptado del inglés pidgin language, lengua gramaticalmente reducida que hablaban los esclavos de los barcos negreros ingleses (cf. nota al pie 12). Aunque la evidencia disponible es demasiado reducida para un análisis lingüístico exhaustivo, es posible que la lengua hablada en Palenque tuviese algún origen en el esmeraldeño de los zambos de Cabo Pasado y que se transformara en un criollo de base hispana debido a la presencia de hispanohablantes (mestizos vagabundos) y a la agregación permanente de nuevos elementos africanos (esclavos cimarrones) que venían a refugiarse en la zona24.

Historia de los grupos zambos esmeraldeños y sus implicaciones sociolingüísticas

Las fuentes históricas sugieren que los dos grupos de zambos guardaron siempre estrechas relaciones, las mismas que se plasmaron no sólo en alianzas para la guerra contra grupos étnicos locales, como los campaces o los cayapas, sino también en alianzas matrimoniales, pues sabemos que luego de la muerte del patriarca Andrés Mangache, uno de sus hijos, Juan Mangache, se desposó con una de las hijas de Alonso de Illescas (Rumazo, 1948, IV: 33). Más todavía, tanto por la crónica de Cabello Balboa como por la variada correspondencia mantenida entre funcionarios de la Real Audiencia y los frailes mercedarios encargados de la pacificación y cristianización de los zambos esmeraldeños25, sabemos que los líderes de ambos grupos actuaban juntos en toda decisión que concerniese a uno, aun cuando los capitanes Illescas siempre tuvieran el mando.

El contacto de ambos grupos fue permanente entre sus respectivas zonas de asentamiento hasta principios del siglo XVI. Para finales de 1600, luego de la visita de la comitiva zamba a Quito para celebrar la paz y obtener el perdón general de las autoridades, se fundó el pueblo de San Matheo de la Bahía, ubicado en el curso medio del Esmeraldas, a once jornadas de su desembocadura. En él se reunieron los zambos de los clanes Arrobe y Mangache, que se formaron a partir de los dos hijos del patriarca, Francisco de Arrobe y Juan Mangache. Poco después el clan de Alonso Sebastián Illescas – hijo del patriarca Alonso de Illescas – se redujo en la misma zona de asentamiento originario, la Sierra de Campaz, dando lugar al pueblo que el doctrinero Juan Bautista de Burgos bautizó como San Martín de Campaz, ubicado según parece en la cuenca media del río Jama. Para 1606, sostiene Rueda Novoa (2001: 78), se hallaban fundados ya dos pueblos de zambos. No obstante, debido a la casi inaccesibilidad del último de ellos y su consiguiente inutilidad para los proyectos viales de la Audiencia, así como la dispersión en que vivían sus habitantes en la práctica, se decidió la reubicación, la misma que tuvo lugar en 1607 y estuvo a cargo del mercedario Fernando Hincapié. Según documentación consultada por Rueda Novoa (2001: 78), se decidió trasladar a los zambos de San Matheo que habían podido ser reducidos al asentamiento del recién fallecido Alonso Sebastián de Illescas, con el fin de formar asentamientos en la zona de Cabo Pasado, que en todo caso había sido la zona donde acostumbraba hacer sus correrías contra los indios el clan de los Illescas. Para 1617 los pueblos de Cabo Pasado y Coaque estaban fundados al norte de Bahía de Caráquez, “a cinco leguas y ocho del dicho puerto poblados en la misma costa hacia la banda del norte como dicho es” (Rumazo, 1948, IV: 113).

Diversas historias tuvieron los tres poblados zambos a lo largo de los siglos dieciséis y diecisiete. El pueblo de Coaque virtualmente desapareció del mapa, debido a la huida tierra adentro de los indígenas que estaban sometidos a los zambos, cosa que había empezado a ocurrir ya en 1617 conforme indica la fuente arriba mencionada,

“y ansimismo suplican a vuestra señoría los dichos mulatos que por quanto de los yndios que se auian poblado en coaque y cabo pasado se an ausentado y rretiradosse a la montaña hazia el rio de daule mas de doscientos y cinquenta yndios por estar a sus anchas” (Rumazo, 1948-IV: 111s).

Otra razón del descalabro demográfico de Coaque se halla en el cambio de jurisdicción operado por aquellos años entre la gobernación de Popayán – que se hizo cargo del norte de la antigua jurisdicción de Esmeraldas – y la gobernación de Guayaquil, que tomó a cargo la administración de la zona de Cabo Pasado, con lo cual el liderazgo zambo articulado en torno al clan de los Illescas perdió su influencia en el norte (Rueda Novoa, 2001: 137). La huida de los indios a su mando motivó enseguida la misma acción por parte de los mulatos, de suerte que algunos de ellos se avecindaron, como queda dicho, en el sector de Daule y Babahoyo, desvinculándose así de la prestación de todo servicio para la Audiencia, sobre todo a partir de 1625 (Rueda Novoa, 2001: 137). Este grupo es el que aparece con el exónimo de “Mangaches” en el mapa de Maldonado y en el Compendio histórico de la Provincia, Partidos, Ciudades, Astilleros Ríos y Puerto de Guayaquil, de Dionisio de Alcedo y Herrera (1741), donde encontramos una descripción sobre “la calidad de los indios mangaches”, que citamos a continuación por ser relevante para el tema de estudio:

“También son adyacentes otras pequeñas poblaciones de Indios, que habitan: unos, en una playa, llamada Quilca; otros en una rinconada del Monte de Chilintomo; y otros, que son los Mangaches, en la cabecera de una montaña, que confina con los pueblos de los Colorados; cuya inmediación y trato comunica a estos muchos resabios de la Gentilidad, como se reconoce, de que aunque acuden a la Missa del Anexo los días de fiesta, y a la enseñanza de la Doctrina Christiana, quando los cita el Coadjutor, son muy diferentes de los demás en las costumbres, en las condiciones, y en estar propensos a los abusos de la idolatría, y de la superstición, cuya subsistencia se atribuye a la distancia en que viven apartados de la frequencia del pasto espiritual, y del trato con los españoles en las soledades de la montaña” (Alcedo y Herrera, 1741: 66).

Todas estas palabras no hacen sino confirmar un hecho: la retirada a los montes de los zambos de Coaque y de algunos de Cabo Pasado tuvo como inmediata consecuencia el fortalecimiento de sus formas tradicionales de reproducción cultural, entre las cuales podemos incluir la conservación de su lengua materna26.

Debido a su importancia estratégica en la costa manabita, el pueblo de Cabo Pasado no corrió la misma suerte, viéndose acrecentada su población con algunos indios y españoles que se asentaron en él a lo largo de los años, pero también con un contingente considerable de zambos de San Matheo de la Bahía que huían de las onerosas obligaciones laborales que les imponía la Audiencia para la construcción del camino de Esmeraldas (cf. infra). A finales del siglo dieciséis Cabo Pasado pasó a llamarse La Canoa27. Francisco de Requena visitó La Canoa en los primeros años de 1770 y consignó en su Relación un dato de suma importancia en relación a los habitantes de los pueblos de La Canoa y Tosagua, de quienes afirma que

“son zambos de indios y usan un dialecto particular diferente del inca; según las noticias que ellos mismos han conservado de sus antepasados, parece que naufragó en esta costa una embarcación con negros bozales, los que se mezclaron con las mujeres del país y de este modo formaron un idioma particular, muy extraño del que se habla en el Perú” (Requena, 1992 [1774]: 586).

Esto significa que la presencia zamba en Cabo Pasado se mantuvo vigorosa a lo largo del tiempo e incluso se difundió a algún poblado aledaño. Se sabe incluso que para fecha tan tardía como 1790, La Canoa tenía un cabildo formado todo por zambos; esto sugiere que la población zamba de la zona gozó de mayor libertad para continuar con su forma de vida y, como es lógico, para continuar con el uso de su lengua. Desafortunadamente, a más de la referencia explícita que encontramos en la Relación de Requena, no disponemos de ningún registro escrito sobre la lengua hablada en La Canoa y Tosagua como sí tenemos para la lengua hablada en el curso inferior del Esmeraldas (corpus Pallares-Wolf).

La suerte corrida por el pueblo de San Matheo de la Bahía fue distinta. La población se mantuvo, aunque sensiblemente mermada. San Matheo fue el único de los tres pueblos zambos que continuó prestando sus servicios para los proyectos de construcción vial de la Audiencia de manera sistemática aunque no siempre exitosa. La opresión laboral motivó a que un buen número de zambos de San Matheo huyeran al asentamiento zambo de Cabo Pasado (La Canoa) o se dispersaran en los esteros y afluentes menores del Esmeraldas. Sin embargo, como sostiene Rueda Novoa, hubo al menos otras dos razones para esta descomposición demográfica en el caso de San Matheo: por un lado, el reemplazo de las autoridades zambas tradicionales con autoridades indígenas desde 1677 (Rueda Novoa, 2001: 140); por otro, la presencia de la Orden Mercedaria, que a través de sus doctrineros, permitía una convivencia más apropiada a los patrones de asentamiento tradicional. Al respecto nos recuerda Salomon que,

“[L]a práctica mercedaria se diferencia del método seguido tanto por el estado como por los demás órdenes religiosas durante el período toledano. Las iglesias iban a servir exclusivamente como centros ceremoniales, aparentemente sin afectar el patrón de asentamiento disperso típico de la región. Esta estrategia, si bien habrá retardado en alguna medida la aculturación, también habrá moderado los efectos destructores de la intervención europea…” (Salomon, 1997: 51).

Este contexto favorable para la reproducción cultural del grupo zambo esmeraldeño tuvo consecuencias importantes para la conservación lingüística, como se puede colegir del testimonio de un viajero francés que estuvo en 1738 en el pueblo de San Matheo de la Bahía, que para entonces tenía unas cincuenta familias de zambos y había sido reubicado río abajo desde su asiento original en la confluencia de los ríos Viche y Esmeraldas a una legua de su entrada al mar. Según este viajero, “la escasa población ‘zamba’ que permanecía en el pueblo debía su conocimiento de la lengua castellana a su gobernador” (Rueda Novoa, 2001: 152), que para entonces ya no era un zambo sino algún indio yumbo, nigua o cayapa, lo suficientemente ladino para conocer la lengua castellana y relacionarse con las autoridades de la audiencia (cf. supra).

Para esta época (1738), en persecución de los propósitos viales de la Audiencia, se habían fundado otros pueblos en la provincia de Esmeraldas, algunos de ellos con contingentes zambos, aunque también casi siempre con la participación de indígenas locales y españoles. Tal es el caso de Santa Rosa de Tacames (Atacames), fundado en 1677 sobre el antiguo asentamiento prehispánico por Nicolás de Andagoya con los zambos de San Matheo, pero a donde fueron llevados décadas más tarde, a instancias del gobernador Maldonado, no sólo indígenas yumbos o colorados de la provincia de Cansacoto sino también delincuentes y familias libres (Rueda Novoa, 2001: 149). En estas circunstancias, es fácil suponer que la reproducción cultural y lingüística de la sociedad zamba se vio sensiblemente afectada y dio lugar a un proceso acelerado de hispanización. Este proceso explicaría que para 1809, cuando Stevenson visitó Atacames, sus habitantes no hablaran ya la lengua esmeraldeña. Lo propio ocurrió con los pueblos de La Tola y Limones, donde suponemos que la población zamba se mezcló con indígenas y mestizos y perdió de esta manera su lengua materna.

Recapitulando lo dicho hasta aquí, podemos afirmar que hubo al menos cuatro desarrollos sociolingüísticos motivados por el devenir histórico de los pueblos zambos:

  1. Los zambos del pueblo de Cabo Pasado (Canoa) lograron mantener su independencia política al menos hasta finales del siglo dieciocho y con ello conservaron sus formas tradicionales de organización social y su cultura, incluyendo la lengua de sus antepasados, que se vio fortalecida con la inmigración de los hablantes zambos de San Matheo;
  2. Los zambos del pueblo de Coaque y algunos de Cabo Pasado buscaron refugio al noroeste del Daule y lograron mantener su independencia hasta bien entrado el siglo diecinueve, conservando la lengua de sus antepasados, mezclada con influencias castellanas y africanas de mestizos vagabundos y esclavos cimarrones de las haciendas guayasenses;
  3. Los zambos del pueblo de San Matheo, en virtud de su nuevo patrón de asentamiento disperso y gracias a la libertad otorgada por los misioneros mercedarios, lograron mantener en mayor grado su forma tradicional de organización social y los rasgos culturales originarios del zambaje, incluyendo la lengua esmeraldeña28;
  4. Los zambos de San Matheo reubicados en los pueblos de Atacames, La Tola y Limones se mestizaron con población hispanohablante e indígena, pero también africana, proveniente de esclavos del distrito minero de Barbacoas, perdiendo en ello la lengua de sus antepasados y convirtiéndose en hispanohablantes monolingües.

Aunque hemos aclarado varios asuntos relativos a la ubicación de los desembarcos cimarrones y los grupos étnicos que entraron en contacto con ellos, así como las situaciones sociolingüísticas generadas por los desarrollos históricos específicos de cada pueblo zambo, quedan pendientes dos preguntas a las que es preciso pergeñar una respuesta.

La primera de estas interrogantes es en torno a las lenguas que hablaban originalmente los Illescas en su asentamiento de Campaz. La segunda, relacionada con la primera, es saber cuándo y de qué manera la lengua esmeraldeña se difundió a todos los clanes zambos de Esmeraldas y más tarde del norte de Manabí.

La respuesta a la primera pregunta se halla en la misma Relación de las Esmeraldas. En ella afirma claramente Cabello Balboa, a propósito de la reunión entre los hijos de Andrés Mangache y Alonso de Illescas, que “estos mulatos [los hijos de Andrés Mangache] entendían y hablaban un poco la lengua española [mientras] los dos hijos del negro [Alonso de Illescas] no la entendían, ni la hablaban, y menos los indios, a causa que el negro y su yerno, siempre hablaban en la lengua de los naturales, en que son muy expeditos” (Cabello Balboa, 1945 [1583]: 42). Como bien señala Rueda Novoa, buena parte del éxito político de Alonso de Illescas para hacerse del poder y poner bajo su mando a los indígenas fue aprender sus lenguas. Éstas habrían sido al menos dos: por un lado, la lengua de los niguas, emparentada con el cha’palaa y el tsa’fiki; por otro, la lengua de los esmeraldeños, de diferente filiación genética. Como las fuentes sugieren que las principales alianzas de Illescas se dieron sobre todo entre el grupo esmeraldeño, es de esperar que mientras Alonso y sus coetáneos aprendieron esta lengua como segunda, los hijos que tuvieron con las indias del lugar debieron adquirirla como primera lengua, al tiempo que aprendían como segunda la de los niguas. En esta situación es del todo probable una mezcla abigarrada de elementos lingüísticos como la que translucen los datos del esmeraldeño que han llegado hasta nosotros. En ella podríamos encontrar incluso, a más de las lenguas originarias de los esclavos cimarrones, todas africanas de origen bantú, el castellano, gracias a que esta lengua era conocida por Illescas y su yerno Gonzalo de Ávila, que la utilizaban exclusivamente en sus tratos con náufragos, religiosos y funcionarios. La génesis de la variedad esmeraldeña hablada por los zambos de Mangache habría seguido un desarrollo similar.

Es posible plantear entonces un escenario de comunicación en el cual los recién llegados hablaran una forma de pidgin de base esmeraldeña para comunicarse con los indígenas de la Bahía de San Mateo y sus alrededores. Años después éste se expandiría hasta convertirse en un criollo en boca de las nuevas generaciones de ambos clanes, gracias a la convivencia con esmeraldeño-hablantes pero sobre todo a las alianzas matrimoniales con la población local. Al pool lingüístico inicial – lengua esmeraldeña y lenguas africanas – se habrían añadido paulatinamente elementos léxicos y gramaticales de lenguas vecinas como el cha’palaa o el tsa’fiki por contactos interétnicos, o incluso del kichwa, lengua conocida por los yumbos (cf. supra). No faltarían, por supuesto, influencias del castellano, traídas sobre todo de la mano de los frailes mercedarios que convivieron durante largos años entre los zambos y cuya presencia fue decisiva para la pacificación y cristianización de la provincia desde 1590, pero también de la mano de gobernadores indios ladinos, como aquél que se asegura impartió el conocimiento de la lengua castellana a los zambos de San Mateo de la Bahía allá por 1738 (cf. supra, Rueda Novoa, 2001: 152).

La respuesta a la segunda pregunta está esbozada en la sección que concluimos. En efecto, a partir de los dos núcleos demográficos y lingüísticos zambos conformados por los clanes Illescas y Mangaches, el esmeraldeño de contacto se difundió a otras zonas. La difusión lingüística de Esmeraldas a la provincia de Manabí se dio en tres momentos: primero, durante su reubicación en Cabo Pasado y Coaque a cargo de Fray Hernando Hincapié hacia 1607; segundo, a través de la inmigración de los mulatos esmeraldeños que buscaron refugio en Cabo Pasado; y tercero, mediante el colonización de la zona ubicada al noroeste del Daule por parte de mulatos de Cabo Pasado y Coaque. Lo más seguro es que la lengua se difundiera sólo entre la población zamba de cada uno de los pueblos en cuestión, siendo mayoritaria en aquellos lugares donde la población zamba era demográficamente superior. Esto significa que en cada pueblo donde se difundió, la lengua esmeraldeña convivía en mayor o menor medida con otras lenguas locales y el castellano. Estas conclusiones, sin embargo, no es posible probarlas debido a la falta de datos lingüísticos sobre la lengua hablada por los zambos de la provincia de Manabí.

Así concluye nuestro análisis de las fuentes históricas sobre los zambos esmeraldeños y el origen y desarrollo lingüístico del zambaje. Nos resta ahora analizar los datos sobre la lengua a fin de cotejarlos con lo discutido en las secciones precedentes.

Análisis de la evidencia lingüística de la lengua esmeraldeña a la luz de la historia

Ninguno de los estudios elaborados hasta la fecha sobre los zambos esmeraldeños incluye un análisis exhaustivo de los datos disponibles sobre su lengua, como tampoco ninguno de los escasos estudios realizados sobre la lengua esmeraldeña cuenta con una debida caracterización sociohistórica del zambaje. En este contexto el presente estudio se presenta como una manera de suplir estas carencias y ofrecer una discusión contextualizada de la sociedad y la lengua de los grupos zambos esmeraldeños. Este capítulo contiene, por lo tanto, un análisis de los elementos lingüísticos, los mismos que serán siempre contextualizados a partir de la caracterización sociohistórica desarrollada en el capítulo anterior. Para ello iniciamos con unas breves líneas sobre las fuentes lingüísticas utilizadas y el procesamiento de los datos que hemos llevado a cabo.

Caracterización de las fuentes lingüísticas y procesamiento de los datos

Las fuentes lingüísticas utilizadas consisten en listas de vocabulario que hemos agrupado en dos categorías:

  1. Corpus Pallares-Wolf (1877): constituye la fuente más importante de datos lingüísticos sobre el esmeraldeño; contiene un vocabulario de 471 palabras o raíces y un conjunto de 266 oraciones con sus respectivas glosas castellanas; el corpus, recogido por J. M. Pallares para el geógrafo alemán Theodor Wolf en 1877, fue publicado por éste en forma parcial en su Geografía y Geología del Ecuador (Wolf, 1892); diez años después apareció el vocabulario en toda su extensión gracias a Eduard Seler en los Gesammelte Abhandlungen zur altamerikanishen Sprach- und Alterthumskunde bajo el título “Die Sprache der Indianer von Esmeraldas” (1902: 49-64); finalmente, Jijón y Caamaño reprodujo todo el corpus en el volumen segundo de su obra El Ecuador Interandino y Occidental (1940), bajo el título “El Idioma Esmeraldeño”.
  2. Datos toponímicos y antroponímicos recogidos, sistematizados y publicados por Jijón y Caamaño bajo el título “Algunos topónimos y apellidos de origen esmeraldeño”, correspondiente al capítulo XXIV del segundo volumen de su ya citada obra (cf. supra). Se ha cotejado y complementado esta lista con el Diccionario Toponímico de Luis Telmo Paz y Miño, aparecido en varias entregas del Boletín de la Academia Nacional de Historia entre 1961 y 1964.

Debido a la naturaleza de los datos lingüísticos y para mayor facilidad de análisis, hemos digitalizado el corpus Pallares-Wolf en toda su extensión mediante un programa de segmentación morfosintáctica semi-automática (Toolbox). Asimismo, hemos digitalizado las listas toponímicas y antroponímicas conjuntamente con todo el diccionario de Paz y Miño a través de un programa lexicográfico (Lexique Pro). El diccionario toponímico digitalizado contiene 10.196 entradas, con la respectiva ubicación geográfica de los topónimos y las fuentes en donde se mencionan.

En general, el uso de estos programas nos ha permitido mayor accesibilidad al conjunto de los datos y mayor facilidad a la hora de analizar el vocabulario esmeraldeño y compararlo con otros de lenguas barbacoanas y africanas. Los vocabularios de estas lenguas han sido compilados en formato digital, siguiendo la lista de 207 palabras de vocabulario básico de Swadesh29, a partir de diccionarios disponibles para dichas lenguas, impresos o electrónicos según el caso30. Para el caso de las lenguas africanas, como sabemos que la absoluta mayoría de los esclavos que vinieron entre los siglos dieciséis y diecisiete a América fueron del tronco lingüístico bantú a lo largo y ancho de toda el África occidental (Martínez-Labarga, 1997: 132), hemos tomado como base de comparación sólo lenguas de este tronco en sus respectivas familias. Para las lenguas indígenas locales hemos tomados en cuenta sólo aquellas con cuyos hablantes se ha podido demostrar que los zambos esmeraldeños estuvieron en contacto, siempre y cuando estuviese disponible algún vocabulario o diccionario en dichas lenguas. De esta manera hemos logrado establecer una lista comparativa con un total de cuatro lenguas indígenas (cha’palaa, tsa’fiki, awapit y sia pedee) y cinco lenguas africanas (yoruba, swahili, lingala, gbari, wolof). Ocasionalmente recurrimos también a datos de otras lenguas de la misma familia que permiten trazar ciertas correspondencias con el vocabulario esmeraldeño, así como a vocablos que no están en la lista de Swadesh pero que sí se encuentran en dicho vocabulario. La información bibliográfica de los diccionarios impresos para las lenguas indígenas comparadas se encuentra en la bibliografía.

La toponimia y la antroponimia esmeraldeña: análisis y resultados

A diferencia del resto de lenguas prehispánicas, donde no disponemos más que de largas listas de topónimos y antropónimos para tener una idea de su antigua distribución, del esmeraldeño poseemos a más de listas semejantes, un corpus relativamente copioso de vocablos y oraciones en la lengua. Esta situación especial no invalida, por supuesto, el análisis toponímico y antroponímico, si no, al contrario, nos pone en la ventajosa situación de poder corroborar, a través de una coteja de ambos tipos de datos, la validez de uno y de otros, cosa que pretendemos realizar en esta sección, con las obvias limitaciones de espacio.

Jijón y Caamaño fue quien recogió de manera sistemática los topónimos y antropónimos esmeraldeños en sus dos publicaciones más importantes sobre el tema (1919: 62-63; 1940, II: 420-423). Mientras la primera publicación ofrece una identificación de raíces y terminaciones (‘bases’ y ‘finales’ las llama el autor), la segunda compila todos los vocablos disponibles, logrando reunir un total de 58 entre topónimos y antropónimos. Complementa la lista de Jijón y Caamaño el copioso diccionario de Paz y Miño (1961-64), que recoge para el cuadrante 2B de su mapa, correspondiente a la zona centro-sur de Esmeraldas, un total de 193 vocablos, de los cuales, sin embargo, las dos terceras partes son toponimia chachi o tsáchila. Es preciso señalar que no todos los vocablos consignados ni en una ni en otra fuente se pueden atribuir unívoca y directamente a la lengua esmeraldeña, pues no todos son corroborados por un análisis léxico del corpus Pallares-Wolf o por la coteja con fuentes históricas. A continuación señalamos algunos de los más importantes topónimos y antropónimos que pueden atribuirse sin riesgo de error a la lengua esmeraldeña.

De todos los antropónimos analizados, aquel que sin lugar a dudas corresponde a la lengua esmeraldeña, tanto por su morfología como por hallarse citado en las fuentes históricas, es el nombre del cacique de Bey, llamado Chilindauli. El vocablo es susceptible de ser analizado en dos morfemas /chilin/ y /dauli/. El primero de ellos significa ‘familia’ /shilin/ según el vocabulario Pallares-Wolf, mientras el segundo corresponde claramente al nombre de un riachuelo (hidrónimo) que desemboca en el estero de Cojimíes, correspondiente al extremo sur del territorio étnico esmeraldeño. Según Paz y Miño /dauli/ o su variante /daule/ es también el nombre dado a una ranchería en el mismo estero de Cojimíes. Nótese además que el mismo hidrónimo designa el río que confluye en el Babahoyo para alimentar el sistema hídrico del Guayas y que se halla precisamente dentro del territorio habitado por los Mangaches que huyeron de La Canoa y Coaque. En virtud de sus componentes, el nombre Chilindauli debería considerarse más bien un patronímico que se refiere no al nombre de un individuo, sino a un clan originario del estero de Cojimíes.

Otros dos patronímicos indudablemente esmeraldeños son los citados en la Relación de Carranza (1568) y mencionados ya en la sección 2.2: beliquiama(s) y tacama(s). Como todo patronímico, su origen debió estar en sendos topónimos. Éstos se pueden analizar claramente en la raíz /kiama/ o su variante /kama/, que en el vocabulario Pallares-Wolf se glosa como ‘casa’. Estamos, por lo tanto, como en el caso anterior, frente a dos patronímicos asociados con clanes esmeraldeños. Más aún, a partir de una coteja con el corpus, sería posible explicar la semántica de los otros morfemas componentes, /beli/ y /ta-/.

En primer lugar, el morfema /beli/ parece estar directamente asociado con el vocablo /peli/, que según Pallares significa ‘canalete’ o ‘remo’. El mismo análisis fue propuesto ya por Jijón y Caamaño (1940, II: 422). Creemos, sin embargo, que el morfema /beli/ es el mismo que <Bey>, nombre de la comarca del cacique esmeraldeño Chilindauli, en cuyo caso los beliquiamas no serían otros que los habitantes del clan que habitaba dicha comarca. En segundo lugar, el prefijo /ta-/, identificado en su momento por el mismo autor (Jijón y Caamaño, 1919: 62), se utiliza como clasificador de cosas cilíndricas o alargadas, precisamente en la forma de un río y su lecho, por lo que es factible encontrarlo presente en numerosos ríos de la cuenca hidrográfica del Esmeraldas como son: Ta-cama, río que desemboca en la bahía de Atacames (forma castellanizada); Ta-china, afluente del Esmeraldas y río que entra al mar al sur de Pedernales; Ta-sona, afluente del río Viche; Ta-vuche, afluente del Esmeraldas; Ta-chile, afluente del Tiaone; Ta-seche, afluente derecho del río Atacames; Ta-ripe, riachuelo, afluente izquierdo del Tiaone; Ta-viaza, afluente izquierdo del Tiaone; Ta-pegüe, riachuelo, afluente izquierdo del Ta-vaiza; pero también Tavuchila, río que desemboca en el mar al sur de Cabo Pasado, lugar donde se reubicaron los zambos de San Martín de Campaz (cf. supra).

A más de los ríos mencionados, existen por lo menos tres hidrónimos más que se corresponden con la información lingüística del corpus y con las fuentes históricas. El primero de ellos es Chinto, nombre originario del río Esmeraldas, que aparece también asociado con un cerro a orillas del mismo río. El segundo es el ya mencionado Tiaone, ubicado en la parroquia de Vuelta Larga, cerca de Atacames. Tiaone aparece glosado en el vocabulario de Pallares como ‘mujer’, pero también en la relación del viaje de Stevenson a Esmeraldas con el mismo significado (1994 [1829]: 463). El tercer hidrónimo es Vilsa, río que desemboca en las inmediaciones de Muisne, cuya raíz se identifica con el vocablo /vil/, que significa ‘boca’, tanto la del hombre como por analogía la de un río.

A partir del análisis de la toponimia y la antroponimia, Jijón y Caamaño identifica los siguientes morfemas: dos raíces, /chich-/ y /chiv-/; y cuatro terminaciones, /-le/, /-ja/ ~ /je/, /-de/ y /-güe/ (1919: 62s). Una coteja con los datos lingüísticos del corpus permite asignar una pertenencia clara a la lengua únicamente a las terminaciones /-güe/ y /-le/~/-li/. La primera de ellas es de muy baja frecuencia y aparece exclusivamente en territorio zambo esmeraldeño: en el hidrónimo Tonchigüe, río que desemboca en la Ensenada de Galera; en Chigüe, río afluente izquierdo del Río Verde, zona de asentamiento zambo; y en Quingüe, población costera conocida oficialmente como Olmedo Perdomo que se halla cerca de Atacames. La segunda terminación se encuentra sobre todo en nombres de ríos, como el ya citado Dau-le, pero también en Tachi-le, Cheve-le, Muti-le, Onzo-le, por nombrar algunos. De hecho, este morfema es muy frecuente en todo el corpus Pallares-Wolf. Aunque Jijón y Caamaño le asigna una clara función morfosintáctica – la de auxiliar verbal – creemos que su naturaleza es de otro tipo y, al menos en algunos casos, es posible asignarle más bien un origen africano (cf. infra).

Existe, sin embargo, otra terminación que Jijón y Caamaño no considera y de la cual es posible identificar una clara distribución en la zona de asentamiento zambo, aunque no queda del todo clara su asignación a la lengua. Se trata de la terminación /-pe/~/-be/, que la encontramos en varios nombres de corrientes de agua, según consta en el diccionario de Paz y Miño (1960-64): el topónimo Tonsu-pe, que aparece en el mapa de Maldonado, castellanizado luego como Tonsupa; Su-pe, riachuelo afluente derecho del Tiaone; Colo-pe, riachuelo al oeste del poblado de Río Verde; Bam-be, riachuelo afluente izquierdo del río Viche; Milum-pe, riachuelo afluente del Tachina; y Muru-pe, afluente izquierdo del río Esmeraldas. Sin embargo, la misma terminación se encuentra en áreas de asentamiento histórico de grupos yumbos, chachis y tsáchilas. Más aún, en dichas lenguas la terminación /-pi/, fonéticamente cercana a /-pe/~/-be/, está asociada con corrientes de agua (por ejemplo, chigüil-pe, comunidad y río en la provincia de los tsáchilas). Ambas cosas nos llevan a suponer que esta final, tan común en el territorio histórico de los grupos zambos, no es propia del esmeraldeño sino de una lengua barbacoana, cuyos hablantes convivieron cercanamente con los esmeraldeños, o bien ocuparon los territorios abandonados por estos cuando fueron reasentados en otros pueblos como Cabo Pasado al sur o Limones al norte (cf. supra). Recordemos a propósito que el grupo étnico nigua, entre quienes se asentó Illescas, tiene una filiación lingüística barbacoana que lo acercaría al cha’palaa y al tsa’fiki.

Algo similar ocurre con una segunda terminación, tampoco mencionada por Jijón y Caamaño y que ya identificamos en su momento en la zona de asentamiento de Illescas. Se trata de la terminación /-che/, la cual se encuentra sobre todo en la parte suroccidental de la provincia. La terminación se encuentra tanto en topónimos como en hidrónimos: Bun-che, río y comunidad en las cercanías de Muisne; Cu-che, riachuelo afluente del Esmeraldas, que aparece además en el mapa de Maldonado cerca del “sitio antiguo de los Esmeraldeños”; Mompi-che, lugar y ensenada al sur de Atacames; Ma-che, nombre de la sierra de Campaz y afluente derecho del Cojimíes, cuyo significado aparece el vocabulario de Pallares como “chíparo” (especie de árbol); Tase-che, afluente derecho del río Atacames; Tabu-che, afluente izquierdo del río Esmeraldas; y por supuesto, Vi-che, afluente del Esmeraldas en la primera zona de asentamiento de San Matheo de la Bahía. Aunque por su distribución se puede asociar esta toponimia con la lengua esmeraldeña, no se puede excluir la posibilidad de que la terminación corresponda a una similar (/-chi/) encontrada en numerosos topónimos tsáchilas al oeste y suroeste del territorio esmeraldeño. Por lo demás, el hecho de que algunos de estos nombres geográficos aparezcan en el área que las fuentes históricas asignan al grupo étnico de los campaces, podría sugerir que éstos fueron un grupo periférico de los tsáchilas o colorados, como efectivamente sostuvieron en su momento Jijón y Caamaño (1940, II: 108-110) y Rivet (1905). Esto, nuevamente, invalidaría la propuesta de clasificación de Alcina Franch (2001) y Palop Martínez (1994), quienes afirman que los campaces no eran los llamados colorados sino un grupo independiente.

En resumen, consideramos que la evidencia presentada con respecto a los antropónimos (patronímicos) y los nombres geográficos (topónimos y sobre todo hidrónimos) no sólo confirma la ubicación de los asentamientos zambos esmeraldeños que realizamos en el capítulo anterior a partir de las fuentes históricas, sino que además dicha toponimia tiene origen en la lengua esmeraldeña en la mayoría de los casos. Aun así, coexisten con los nombres geográficos esmeraldeños, otros de origen barbacoano, debido a que el área también estuvo habitada por grupos étnicos como los campaces y los niguas, que la evidencia histórica y toponímica analizada hasta aquí permite clasificar directamente en la misma familia de lenguas a las que pertenecen el cha’palaa y al tsa’fiki.

La lengua esmeraldeña en el corpus Pallares-Wolf

En 1877 J. M. Pallares recogió para el geógrafo alemán Teodoro Wolf un vocabulario de 471 palabras o raíces y un conjunto de 266 oraciones de la lengua esmeraldeña. Como bien señala Wolf, en su búsqueda de hablantes Pallares tuvo “harta dificultad de encontrar todavía algunos indios viejos que todavía entendieran y hablaran el idioma” (Wolf, 1892: 529). Estas palabras nos advierten que el corpus resultante de la recolección de Pallares fue recogido en condiciones muy particulares que no es posible equiparar a los procesos de documentación actual con lenguas vivas (cf. Gómez Rendón, 2008a) y que imponen ciertos alcances al análisis que de ellos se puede realizar.

Alcance y limitaciones del corpus Pallares-Wolf

El principal factor que influyó en la recolección del corpus y por ende en el tipo de datos obtenidos es que para 1877 el esmeraldeño se podía caracterizar en términos actuales como una lengua “moribunda”, es decir, aquella que tiene apenas un puñado de hablantes – posiblemente no mayor de diez – que la utilizan sólo esporádicamente en su comunicación cotidiana. Esta condición de la lengua esmeraldeña para 1877 implica a su vez dos cosas: por un lado, que sus hablantes – o mejor dicho, los que alguna vez la hablaron y que entonces la recordaban pero no la utilizaban – mostraban un importante grado de pérdida de la lengua (language attrition), lo que significa que habían olvidado buena parte sus elementos y reglas de formación; por otro lado, que la pequeña comunidad de hablantes – o semi-hablantes – del esmeraldeño no mostraba una interacción lingüística dinámica y permanente entre sus miembros, con la obvia consecuencia de que lo que cada hablante recordaba era un uso de la lengua en pocos y muy limitados contextos sociocomunicativos (language obsolescence).

Los efectos de la pérdida y la obsolescencia lingüísticas se plasman en las dos grandes esferas de la lengua: el léxico y la gramática. En cuanto al léxico, estos efectos se traducen en el olvido de un sinnúmero de vocablos que ya no cumplen una función sociocomunicativa, o en su recuerdo errado, que supone una pronunciación incorrecta o un significado inexacto del vocablo. Tal se comprueba, por ejemplo, en los numerales, de los cuales Pallares pudo recoger apenas el número uno, pues, como señala Wolf, “se han olvidado los numerales y cuentan con los castellanos” (1892: 528). En cuanto a la gramática, los efectos de la pérdida y la obsolescencia se muestran en el olvido de paradigmas, es decir, de opciones semánticas propias de una clase específica de palabras, como pueden ser las terminaciones verbales propias de cada persona y tiempo, o las terminaciones nominales que expresan las relaciones de los sustantivos con otros elementos de la oración. Esto se refleja, por ejemplo, en la sospechosa multifuncionalidad de algunos morfemas como /-le/, pero también en el uso de dos o más formas para significar lo mismo.

A todo lo anterior debemos añadir las condiciones propias de quien recolectó los datos, es decir, un individuo que no hablaba la lengua y utilizaba como lengua de interacción el castellano. Adicionalmente está el asunto de la falta de experiencia en la recolección de datos lingüísticos – Pallares no era un filólogo – y en consecuencia utilizó exclusivamente la técnica de estímulo-respuesta. Esta técnica, conocida actualmente como elicitación, consiste en presentar al interlocutor palabras en una lengua que éste y el investigador comparten – el castellano en este caso – para que el primero produzca una equivalencia aproximada en su propia lengua – el esmeraldeño. Aunque esta técnica es utilizada todavía en la actualidad, su uso se combina con otras más informales y espontáneas, y requiere en todo caso una formación especial del lingüista para obtener en realidad los datos que busca. Hacemos eco, a manera de resumen, de las palabras de Rivet y Beuchat, recogidas a su vez por Jijón y Caamaño, en cuanto a que los materiales “parecen haber sido recogidos en no muy buenas condiciones, lo que dificulta, aún más, nuestra tarea, vuelta ya sumamente ardua, por el escaso número de palabras y frases que se han conservado” (Jijón y Caamaño, 1940, II: 425).

Todo lo dicho hasta aquí no invalida de manera alguna el producto de la recolección de Pallares, que a fin de cuentas es el único vestigio sistemático de origen prehispánico. Al contrario, el corpus no sólo es valioso como testimonio lingüístico sino además una rica fuente de datos para explorar el origen etnolingüístico de los hablantes del esmeraldeño y sus contactos con otros grupos étnicos, y en general llenar un vacío fundamental en el mapa étnico de la costa norte del Ecuador. Para todo esto, sin embargo, es preciso que el análisis de los datos se realice con plena conciencia de sus limitaciones, evitando generalizaciones poco fundadas y, sobre todo, basándose siempre en las fuentes históricas que hemos discutido en las secciones precedentes, que deben servir como telón de fondo y contexto general para comprender la lengua. Dicho esto, es necesario que nuestro análisis de los datos lingüísticos principie con una caracterización tipológica de la lengua para establecer similitudes y diferencias con otras lenguas conocidas, cosa que tratamos en la siguiente sección.

Clasificación filogenética del esmeraldeño a partir del corpus

Varios han sido, desde la recolección del vocabulario esmeraldeño, los que han intentado clasificar la lengua en una u otra familia lingüística y trazar similitudes y diferencias con las lenguas que han sobrevivido hasta hoy en la costa e incluso en otros lugares de América del Sur. Ya Wolf señala con claridad “el parentesco entre el idioma de los Cayapas y el de los Colorados, y la gran diferencia del de los indios Esmeraldas” (Wolf, 1892: 527). Wolf sabía, sin embargo, que sus conocimientos de geógrafo no le eran suficientes para atinar una verdadera clasificación, por lo que poco después entregó los materiales al lingüista y etnohistoriador alemán Eduard Seler – que había publicado ya un vocabulario de los Colorados en 1885 – a fin de que analizara los datos y ensayara una clasificación, cosas ambas que publicó apenas en 1902. Valga la pena señalar que para entonces Brinton había sacado a la luz su obra The American Race (1891), donde a partir de la evidencia histórica y lingüística disponible agrupaba las lenguas que hoy conocemos como cha’palaa, tsa’fiki y awapit en una misma familia lingüística.

Los resultados de las pesquisas de Seler son exiguos. Como señala el lingüista, “sobre las relaciones de parentesco de esta lengua no puedo decir nada con certeza”. Seler ensaya, sin embargo, un intento de clasificación. Encuentra que el esmeraldeño guarda ciertas semejanzas – pocas, como él mismo reconoce – con el Yarura, una lengua no clasificada que se hablaba “en los llanos al este de la cordillera de Colombia, entre los ríos Meta y Cassanare” (Seler, 1902: 62). Son semejanzas de tipo gramatical y léxico, aunque insuficientes en número y solidez. Las semejanzas léxicas son tres: ‘agua’ en yarura, uvvi ~ uvve en esmeraldeño; adó ‘el otro’ en yarura, itú en esmeraldeño; maa ‘corazón’ en yarura, mil en esmeraldeño. En lo gramatical las similitudes son aún más débiles: primero, ambas lenguas diferencian las personas a través de sufijos, aunque éstos no son cercanos en su forma (/-sa/, /-va/, /-e/ en el esmeraldeño; /-ke/, /-me/, /-di/ en el yarura); ambas lenguas utilizan partículas locativas semejantes /-re/ en yarura, /-ra/ en esmeraldeño; y finalmente, ambas lenguas distinguen los tiempos mediante el uso de sílabas que se añaden a las raíces verbales, si bien su forma dista de cualquier semejanza posible. Evaluando la evidencia en conjunto, concordamos con Jijón y Caamaño (1940-II: 483s) en que la evidencia presentada es mucho más débil de lo que Seler pensaba, asumiendo aún ciertas semejanzas estructurales.

El segundo intento de clasificación fue el de Jijón y Caamaño, quien sometió los datos del corpus a un análisis bastante meticuloso, acertado en muchas ocasiones, pero errado en otras tantas. Luego de evaluar la evidencia este autor encuentra que tanto en lo gramatical como en lo léxico existe una importante contribución de lenguas chibchas – en las que se incluyen sobre todo el cha’palaa y el tsa’fiki – pero además un alto porcentaje de elementos independientes. Una discusión pormenorizada de las similitudes léxicas y gramaticales se encuentra a lo largo del extenso capítulo XXVI de su obra El Ecuador Interandino y Occidental (Jijón y Caamaño, 1940, II: 424-539), a la que remitimos al lector para mayores referencias. Así, después de sopesada toda la evidencia, este autor concluye que,

“La mezcla de elementos Chibchas con otros más antiguos, podría explicar la semejanza del Esmeraldeño con el Yarura, pero a esta hipótesis se opone la existencia de voces de dicho idioma casi no alteradas (Ilumán, Iliniza, etc.) en lugares en que no debió ya usarse muchos siglos antes de la llegada de los españoles, lo que demuestra que ha poseído relativa estabilidad desde tiempos remotos. Parécenos, sin que nos atrevamos a afirmarlo, que el Esmeraldeño, como el Yarura, son formas muy diferenciadas de las lenguas chibchas, o más bien dicho, ramas del tronco fundamental, separadas antes de que se iniciara la diversificación de las varias lenguas de esta gran familia, o para ser más claros, derivada del idioma fundamental Proto-Chibcha” (Jijón y Caamaño, 1940, II: 486-7).

Estas palabras sugieren, por lo tanto, una clasificación de la lengua esmeraldeña dentro del gran phylum macro-chibcha, del cual Jijón y Caamaño es su creador y principal defensor y en el cual clasificó numerosas familias de lenguas habladas en el norte y noroeste de América del Sur y Centroamérica (Jijón y Caamaño, 1940-III: 420)31. En la actualidad los estudios históricos comparativos de muchas de estas familias con nuevos y depurados datos sugieren que Jijón y Caamaño fue demasiado lejos en su clasificación32. Aun así, es curioso que lingüistas como Loukotka (1968) hayan aceptado sin más la propuesta de Jijón y Caamaño, clasificando el esmeraldeño como una lengua paleo-chibcha del gran trono lingüístico chibcha.

Un último intento de clasificación del esmeraldeño, mucho más reciente, se lo debemos a Adelaar, quien encuentra coincidencias léxicas muy cercanas entre el esmeraldeño y una lengua aislada, hoy extinta, que se hablaba en los contrafuertes occidentales de la cordillera andina: el yurimangui. Su análisis se basa en un vocabulario publicado por Rivet, que se encuentra en la relación de un viaje hecho en 1768 por el capitán Sebastián Lanchas de Estrada. A más de las semejanzas halladas entonces por Rivet– como la negación /ba-/ en ambas lenguas, las raíces /ya-/ y /yar/ ‘hermano’, y /-tina/ y /tiona/ ‘mujer’ – Adelaar agrega otras dos, como son /-mia-/ y /mil-/ ‘corazón’, y /kine/ y /kuan/ ‘perro’. Este autor sostiene que de confirmarse el parentesco esmeraldeño-yurimangui, se podría afirmar que ambos grupos compartieron un mismo espacio geográfico con las lenguas barbacoanas, lo que, en su opinión, “parece un escenario más convincente que las construcciones algo rebuscadas de Seler y Rivet” (Adelaar 2005: 242). Coincidimos con Adelaar en insistir lo poco convincente de las clasificaciones anteriores, pero nos parece igualmente débil la evidencia presentada, al menos en el estado actual de las investigaciones sobre el tema. Al contrario, creemos necesario revalorar el análisis de Jijón y Caamaño porque ofrece sólido sustento para una comparación que dé cuenta del contacto interlingüístico del esmeraldeño con otras lenguas de la zona.

El valioso aporte del historiador ecuatoriano se basa no sólo en su estudio detallado de la lengua – que, como dijimos, no está exento de errores – sino también en las numerosas semejanzas léxicas y gramaticales encontradas con respecto a las dos lenguas – cha’palaa y tsa’fiki – cuyos hablantes estuvieron más en contacto con los esmeraldeños nativos y luego con los zambos. A propósito, en su estudio sobre las afinidades entre las lenguas del sur de Colombia y el norte del Ecuador (1910), Rivet sostiene que

“las comparaciones precedentes no buscan, en nuestra opinión, establecer el parentesco de las lenguas Paniquita, Coconuco y Barbacoa con el idioma de Esmeraldas… Posiblemente muchas palabras que se asemejan en mayor o menor grado han pasado a este idioma a través de préstamos” (Rivet & Beuchat, 1910: 39s, mi traducción).

En efecto, como veremos en la siguiente sección, estas semejanzas han de interpretarse menos como fruto de un mismo origen filogenético que de un intenso contacto como el que se dio entre estos grupos étnicos y los esmeraldeños, antes y después de producida la mezcla con el elemento africano. Mantenemos, por lo tanto, que aún si sigue siendo válido rastrear el origen filogenético del esmeraldeño, resulta difícil hacerlo sin perder el rastro, pues los materiales de que disponemos no son los de la lengua nativa original sino de una lengua que guarda una considerable mezcla de elementos del cha’palaa y del tsa’fiki, pero también del kichwa, del castellano y, como no podía ser de otra manera, de lenguas africanas del tronco bantú. Con esta puntualización pasemos ahora a distinguir las características tipológicas del esmeraldeño a partir del corpus de 1877.

Caracterización tipológica del esmeraldeño a partir del corpus

Entendemos por caracterización o perfil tipológico de una lengua, el conjunto de características gramaticales que la distinguen en los diferentes niveles de descripción – fonético, morfológico y sintáctico – y a lo largo de diferentes paradigmas estructurales. Para esta caracterización nos hemos servido sobre todo del análisis de Jijón y Caamaño (1940-II: 425-480) – con las precauciones necesarias (cf. supra) – y del más reciente de Adelaar (2004: 155-9)33.

No están equivocados los viajeros Stevenson (1809) y Mellet (ca. 1819) que oyeron hablar el esmeraldeño cuando afirman que es una lengua que no se parece en nada al kichwa ni a ninguna otra conocida.

De su pronunciación, por ejemplo, nos dice Mellet que “es dificilísima de entender y casi salvaje” (1823: 308-9). El juicio de Stevenson es mucho menos etnocentrista y, si se quiere, más exacto en términos lingüísticos, porque afirma que el esmeraldeño “es un idioma nasal” y más adelante añade que “no deja de ser una lengua armoniosa, y algunas de las canciones tienen melodía agradable” (Stevenson, 1994 [1829]: 463).

A partir del corpus Pallares-Wolf, parece que el esmeraldeño tenía un sistema vocálico pentavalente, es decir, de cinco vocales (/a, e, i, o, u/), con la tendencia a un cierto oscurecimiento de las vocales medias en sílabas no acentuadas, tal como sugiere la afirmación de Jijón y Caamaño de que “hay ejemplos de una i casi imperceptible”. La variación /e/~/i/ y /o/~/u/, que se puede corroborar fácilmente con un análisis de las raíces léxicas, podría sugerir, sin embargo, que en su origen el sistema era trivalente /a, i, u/, habiéndose registrado como pentavalente sólo en el estadio final de la lengua, muy posiblemente por influencia del castellano. Pero esto no es lo más interesante. Hay al menos tres rasgos del sistema vocálico del esmeraldeño, a juzgar por los datos del corpus, que los asemejan y a la vez distinguen de las lenguas circundantes (barbacoanas, kichwas y chocoanas).

Un rasgo es el aparente alargamiento vocálico, que se encuentra en la vocal abierta frontal y se representa en el corpus como {aa}. No hay vocales alargadas con valor fonológico ni en tsa’fiki ni en kichwa, pero se encuentran en cha’palaa (barbacoa) y sia pedee (chocoana). Sin embargo, como el alargamiento vocálico parece más bien un fenómeno aislado, reclama otro tipo de explicación. A propósito Jijón y Caamaño notó oportunamente que además del acento prosódico en la penúltima sílaba que poseen la mayoría de palabras del esmeraldeño, existiría otro que él llama “acento musical” (1940-II: 427), a juzgar por los grafemas con que Pallares representó la terminación {àãle} en palabras como sakàãle ‘ahogado’ o yatàãle ‘acabado’, donde la primera /a/ pertenece más bien a la raíz verbal. Si apoyamos esta explicación en la mención de Stevenson de que el esmeraldeño era “una lengua muy armoniosa” y dicha característica se palpaba incluso en la melodía de los cantos, entonces nos parece más que plausible que el acento musical que menciona Jijón y Caamaño sea un rasgo suprasegmental que se conoce en lingüística como tono. La presencia de tono, el segundo rasgo vocálico característico del esmeraldeño, permitiría explicar incluso el hecho de que muchas veces se tilden palabras graves, cuando lo normal es no hacerlo, y que se lo haga aparentemente con un sentido contrastivo (Jijón y Caamaño, 1940-II: 426).

Cuando vamos en busca de lenguas con sistemas tonales, aunque sean simples como en el caso del esmeraldeño (un solo tono distintivo), encontramos un problema. Con excepción de algunas lenguas de la selva baja amazónica, con las cuales no es posible que los hablantes del esmeraldeño hayan tenido contacto alguno o con las cuales al menos no se sabe que el esmeraldeño pudiera tener parentesco, las otras dos áreas donde se encuentra un número considerable de lenguas tonales son América Central (incluyendo el sureste de México) y el África Occidental. Debe excluirse como origen de este rasgo tonal del esmeraldeño a América Central, porque, si exceptuamos a la india nicaragüense que vino con Andrés Mangache, no hubo ningún otro elemento étnico centroamericano presente, más todavía cuando sabemos que ninguna de las lenguas nicaragüenses actuales son lenguas tonales. Quedamos pues con la única alternativa, a nuestro juicio la más probable, de que el tono vocálico del esmeraldeño tenga efectivamente su origen en una lengua del África Occidental, seguramente del tronco bantú.

El tercer rasgo fonético-fonológico del sistema vocálico esmeraldeño es la nasalidad. En efecto, según se colige del grafema {~} colocado sobre algunas vocales, es posible inferir la presencia de este rasgo, respaldado además en la palmaria aseveración de Stevenson de que el esmeraldeño es “un idioma nasal”. De lenguas nasales, a diferencia de tonales, está bastante poblado el paisaje lingüístico de las tierras bajas occidentales. Así, por ejemplo, encontramos claramente este rasgo a nivel fonológico en el sia pedee y el awapit actuales, al tiempo que existen rezagos de nasalidad presentes también en el tsa’fiki y en menor medida en el cha’palaa. Obviamente, la nasalidad también es un rasgo ubicuo en las lenguas del África Occidental, por lo que éste puede ser un origen alternativo de dicho rasgo.

Al pasar a la morfología y la sintaxis de la lengua encontramos un panorama desconcertante, por decir lo menos, pues es allí donde, junto con el léxico que estudiaremos en la siguiente sección, se evidencia no sólo el contacto del esmeraldeño con otras lenguas vecinas, sino, sobre todo, su origen esencialmente alóctono.

Tabla 1. Correspondencias tipológicas entre el esmeraldeño y cinco lenguas vecina

Esmeraldeño Cha’palaa Tsa’fiki Awapit Sia Pedee Kichwa
1. Posición de afijos posesivos pronominales Sufijos Sin afijos Sin afijos Sin afijos Sin afijos Sin afijos
2. Posición de afijos de caso
Sufijos Sufijos Clíticos posposicionales Clíticos posposicionales Clíticos posposicionales Sufijos
3. Orden de sujeto y verbo VS SV SV SV SV SV
4. Orden de objeto y verbo VO OV OV OV OV OV
5. Orden genitivo (G) y sustantivo (S) SG GS GS GS GS GS
6. Orden de adposición y frase nominal Preposiciones Posposiciones Posposiciones Posposiciones Posposiciones Posposiciones
7. Orden adjetivo (A) y sustantivo (S) AS/SA AS AS AS SA AS
8. Orden objeto-verbo + adposición-frase
nominal
VO + Preposiciones OV + Posposiciones OV + Posposiciones OV + Posposiciones OV + Posposiciones OV + Posposiciones
9. Orden objeto-verbo + adjetivo-sustantivo Ninguno OV + AN OV + AN OV + AN OV + NA OV + AN
10. Expresión de sujetos pronominales Afijos verbales Afijos verbales Afijos verbales Afijos verbales Pronombres opcionales Afijos verbales

La Tabla 1 muestra diez rasgos morfosintácticos comparativos entre el esmeraldeño y cinco lenguas vecinas (cha’palaa, tsa’fiki, awapit, sia pedee y kichwa). Como todos los rasgos forman parte de la estructura más íntima de toda lengua, es posible asumir que, tomados en conjunto, caracterizan su perfil tipológico. Por otro lado, la mayoría de ellos muestran una elevada estabilidad, lo que significa que es muy poco probable que cambien en períodos cortos de tiempo y, por lo tanto, que puedan tener su origen en fenómenos de contacto areal (Sprachbund). Esta afirmación nos lleva a concluir que los rasgos tipológicos reunidos en la Tabla 1 son los correspondientes a la lengua esmeraldeña original, es decir, aquella anterior al zambaje, aunque tal conclusión puede ser demasiado apresurada.

Un breve vistazo a la tabla muestra un fenómeno que salta a la vista: existe apenas un rasgo tipológico – la forma de expresarse los sujetos pronominales – donde la lengua esmeraldeña comparte el mismo tipo – afijos verbales – con todas las lenguas del área excepto el Sia Pedee. Para el rasgo correspondiente a los afijos de caso, el esmeraldeño se compara solamente al cha’palaa y al kichwa por tener sufijos mientras el resto de lenguas poseen clíticos posposicionales. En los restantes ocho rasgos tipológicos el esmeraldeño es radicalmente diferente del resto de lenguas del área. Este particularismo de la lengua esmeraldeña se refleja, como vimos en su momento, en la incapacidad de clasificarla en alguna de las familias conocidas del área, razón por la cual se puede considerar con justo derecho una lengua aislada. Esto no significa, sin embargo, que no provenga, como toda lengua, de alguna otra. En este caso solo hay dos posibilidades. La primera es que el esmeraldeño sea el último representante de una familia lingüística hoy desaparecida en el área septentrional interandina y occidental. En este caso se confirmaría su clasificación dentro del grupo paleo-chibcha de Jijón y Caamaño, donde entrarían incluso el yarura de Seler y el yurimangui de Rivet. La segunda, más probable en nuestra opinión, es que el esmeraldeño tenga un origen fuera del área interandina y occidental, o que incluso algunos de sus rasgos tipológicos puedan venir de un área no americana.

Mapa 2. Distribución de lenguas con orden sustantivo-genitivo en Sudamérica, Centroamérica y África (Occidental)

A propósito de esta afirmación, notemos en primer lugar que las áreas sudamericanas donde se concentran preferentemente lenguas que comparten los rasgos propios del esmeraldeño (1, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9) son la cuenca amazónica noroccidental, la vertiente selvática oriental de Bolivia y el Mato Grosso. Hasta donde conocemos no se ha planteado ninguna relación filogenética con lenguas de estas áreas sudamericanas, como tampoco ningún tipo de contacto cultural intenso y prolongado que hubiese motivado la difusión de rasgos tipológicos profundos como los que analizamos. Sin embargo, tan pronto dejamos Sudamérica encontramos dos áreas sorprendentemente similares, no sólo en cuanto al número de rasgos comunes que presentan sino a la concentración de lenguas que los poseen. La primera de estas áreas es Mesoamérica, específicamente el centro y sur de México; la segunda es África Occidental, en particular la franja que abarca desde Senegal hacia el sur, pasando por Guinea, Costa de Marfil, Ghana y el resto de países del Golfo de Guinea. Una mejor visualización de lo dicho se encuentra en los tres mapas incluidos en los Anexos, correspondientes a los rasgos 5 y 6 de la Tabla 134. Cabe señalar que la concentración en las áreas mencionadas es mayor en unos rasgos que en otros, llegando a ser muy notoria en algunos, precisamente aquellos que hemos visualizado en los mapas. Así, el esmeraldeño es la única lengua en toda el área interandina y pacífica septentrional que presenta un orden sustantivo-genitivo, al tiempo que se encuentra más de una treintena de lenguas mesoamericanas, todas ellas mexicanas, que presentan dicho rasgo, como también una decena de ellas en la franja atlántica de África mencionada (Mapa 2). La distribución de adposiciones con respecto a la frase nominal es todavía más extrema: el esmeraldeño es la única lengua indígena en toda la costa del Pacífico sudamericano que posee este rasgo, mientras las lenguas que lo comparten en Honduras, Guatemala y México llegan a superar el medio centenar, con un número menor pero en ningún caso despreciable en África Occidental, alrededor de Senegal y Guinea hasta el golfo del mismo nombre (Mapa 3).

Mapa 3. Distribución de lenguas con preposiciones en Sudamérica, Centroamérica y África (Occidental)

Esta distribución areal de los rasgos tipológicos comparados sugiere efectivamente la posibilidad de un origen centroamericano para la lengua esmeraldeña. Es justo señalar que no somos los primeros en presentar esta propuesta, discutida ya sobre un sólido análisis por el lingüista costarricense Constenla Umaña (1991: 85ss). Recordemos a propósito que el tema de la navegación precolombina y los contactos Centroamérica-Sudamérica es de larga data en la arqueología sudamericana y americana en general. La evidencia etnohistórica y sobre todo arqueológica parece demostrar un cierto nivel de contacto cultural entre ambas áreas del continente (cf. Alcina Franch, et al 1987; Marcos 1995; Zeidler 1991). Hasta la fecha, sin embargo, no se ha podido establecer evidencia sólida de contactos mesoamericanos en el plano lingüístico, a pesar de que han sido varias las propuestas en esta dirección35. La evidencia tipológica presentada aquí con respecto al esmeraldeño, sin ser suficiente, añade nuevos argumentos sobre los vínculos mesoamericanos desde lo lingüístico.

Sin embargo, en Mesoamérica no se agotan las semejanzas tipológicas del esmeraldeño. En efecto, la zona de África occidental se presenta con una significativa distribución de rasgos compartidos con nuestra lengua de estudio. De hecho, aunque con menor concentración que en Mesoamérica – lo que podría deberse simplemente a que se han estudiado más lenguas en esta área – los rasgos antes mencionados aparecen en varias lenguas de la franja occidental del continente africano, en particular en las lenguas nigero-congolesas de las ramas congo-atlántica (Wolof, Ndut, Temne, Kisi, etc.), bantú (Gbari, Lingala, Swahili, Zulú, etc.) y kwa (Yoruba, Igbo, etc.).

Tomando en cuenta las dos áreas de concentración de lenguas con similares características tipológicas, se presenta un problema de interpretación según si tomamos como criterio la clasificación filogenética o la historia de contacto. Esto significa que el dilema de clasificación podría plantarse de la siguiente manera: ¿los rasgos tipológicos propios de la lengua esmeraldeña provienen de una filiación genética con lenguas mesoamericanas o provienen del contacto con lenguas africanas occidentales presentes en la zona desde mediados del siglo dieciséis a través de esclavos cimarrones? La respuesta a esta pregunta no es nada fácil, aunque estamos convencidos de que elegir un solo camino nos haría perder la perspectiva. Efectivamente, consideramos que ambas cosas son posibles, es decir, que los rasgos estructurales de la comparación tipológica provendrían de ambas vertientes, aunque al momento no es posible saber qué rasgo se podría adscribir con más seguridad a qué área. Esta calidad bifronte de la tipología esmeraldeña es precisamente lo que nos ha llevado a considerarla un caso especial de contacto de lenguas que hace virtualmente imposible clasificarla univoca e inequívocamente dentro de una familia lingüística. Más todavía, como veremos en la siguiente y última sección, la multiplicidad de orígenes de buena parte del vocabulario esmeraldeño recogido en 1877 refleja una profunda mezcla de elementos lingüísticos como resultado, a su vez, de una igualmente abigarrada mezcla de elementos culturales, pues de eso mismo, de mezcla y etnogénesis, se trató el zambaje desde sus inicios.

Contactología de los préstamos léxicos en el corpus Pallares-Wolf

Un análisis de la parte léxica del corpus Pallares-Wolf, es decir, de aquella que corresponde a vocablos individuales muestra una composición multifacética para el esmeraldeño. Así, a más de las palabras que podemos asumir como originarias de la lengua esmeraldeña, encontramos otras de diferente procedencia que, tomadas en conjunto, dan cuenta de un porcentaje de aproximadamente 21% de todo el vocabulario recogido. Los orígenes identificados para los distintos elementos léxicos no-esmeraldeños incluyen las siguientes familias (con sus respectivas lenguas representadas entre paréntesis): romance (castellano), kichwa (kichwa IIB), barbacoa (cha’palaa, tsa’fiki, awapit), chocoana (sia pedee) y bantú (wolof, yoruba, swahili, ikalanga). Los campos semánticos de donde provienen los préstamos léxicos son variados y pueden incluir la flora y fauna nativas, el parentesco, pero también otros ´de tipo mucho más estable que están representados en uno o más elementos de la lista de Swadesh (cf. supra). A continuación pasamos a discutir los diferentes orígenes léxicos del vocabulario y su implicación sociocultural para la situación de contacto entre el esmeraldeño y las lenguas circundantes; adicionalmente, donde amerita, procedemos a identificar morfología propia del esmeraldeño o asociada con otras lenguas. Buena parte de los resultados han sido presentados ya por Jijón y Caamaño (1940-II: 488-500) y Adelaar (2004: 160; 2005: 237-240); el resto provienen de nuestra investigación y coteja de vocabularios.

Los préstamos léxicos castellanos

Jijón y Caamaño (loc. cit.) identifica un total de catorce préstamos léxicos del castellano. Una inspección más detenida, sin embargo, nos obliga a reducir la lista a diez vocablos, incluyendo uno de no muy seguro origen, como es fechinisa ‘hacer’. Es posible atribuirle tal origen siempre y cuando el préstamo se hubiese hecho en un período de la lengua castellana en que ésta se hallaba aún en proceso de desaparecer la fricativa labial /ɸ/, cosa que pudo haberse dado solamente hasta mediados del siglo diecisiete. Los préstamos de evidente origen castellano incluyen verbos como kansalene ‘cansarse’ o finalene ‘llegar’. Es notable en los verbos la presencia de los sufijos /-le-/ y /-ne/; según Jijón y Caamaño, el primero tendría la función de auxiliar verbal, aun cuando hemos podido notar que aparece también prolíficamente en sustantivos (cf. infra); el segundo es, en nuestra opinión, un morfema de infinitivo y no de presente como asume Jijón y Caamaño, similar en tal sentido al awapit /-ne-/. Existen además sustantivos asociados con la cultura hispana tales como kuale ‘caballo’, cuchi ‘cuchillo’ o yukuchi ‘machete’ – nótese de paso la presencia del prefijo clasificador esmeraldeño /yu-/ que se adjunta a raíces para dar la idea de algo “grueso” o “grande”. Un elemento de clara procedencia castellana es soportane ‘cerbatana’, aunque su glosa no resulta del todo transparente a menos que se asuma un proceso de resemantización basado en el acto de “soportar” o “sostener” el objeto referido por el término. De nuestra parte creemos encontrar una procedencia castellana en el sustantivo tete ‘padre’, que tendría su origen muy probablemente en el vocablo ‘taita’, apelativo que se daba al sacerdote en el castellano colonial; recordemos a propósito que fueron precisamente los misioneros mercedarios quienes primero entraron en contacto con los zambos y lograron establecerse permanentemente entre ellos. También es posible identificar como de claro origen castellano el vocablo birute ‘saeta’, del castellano ‘virote’, que el diccionario de la RAE se define como “especie de saeta guarnecida con un casquillo”. Es posible que el término rampide, ‘hoja’ en esmeraldeño, esté asociado con el término rampira, una planta muy común en la región, pero cuyo fitónimo muy seguramente viene de una lengua indígena local que no hemos podido identificar. Una tercera adición a la lista es el vocablo muransa ‘naranja’, de claro origen castellano a no ser por su transfonetización.

En general todos los préstamos muestran una adaptación fonética y morfosintáctica a la lengua matriz (el esmeraldeño); el grado de dicha adaptación depende muy probablemente de la historia del préstamo, es decir, en qué momento fue introducido en la lengua. Así, por ejemplo, es posible asumir que un sustantivo como kuale o tete sea de introducción mucho más temprana que verbos como finalene o aburralene.

En términos generales, es posible explicar la presencia de préstamos castellanos, en primer lugar, por la influencia misionera, y en segundo lugar, por la presencia de individuos dentro de las comunidades zambas que hablaban el castellano bien como primera lengua (el yerno de Illescas, Gonzalo de Ávila) o lengua extranjera aprendida dentro o fuera de su lugar de origen (el mismo Illescas, la india nicaragüense que desposó Andrés Mangache). A más de esto, se asume que conforme pasaron los años y la frontera de colonización de la sociedad mayoritaria se expandió dentro de territorios antes no ocupados, hispanohablantes blanco-mestizos entraron cada vez en más contacto con los zambos y estos empezaron a conocer más y mejor el castellano.

Los préstamos kichwas

La presencia del kichwa en el léxico es mucho menos copiosa, pero aun así no deja de ser sorprendente, pues, como insisten las fuentes, ninguno de los grupos étnicos inmediatos a los asentamientos esmeraldeños hablaban esta lengua, con excepción quizás de los malabas (cf. §1.1.), si asumimos su origen serrano. El origen de estas influencias, creemos, podría ser más bien de tipo indirecto, es decir, préstamos de préstamos de otras lenguas. De las lenguas prestadoras originales el mejor candidato es el tsa’fiki – sobre todo en su variedad oriental, es decir, aquella más en contacto con el mundo serrano – y el yumbo, que sería una lengua muy cercana a la anterior, por la función de intermediarios comerciales que sus hablantes ejercían entre el espacio interandino y las tierras bajas occidentales.

Tres son los préstamos kichwas identificados por Jijón y Caamaño. En primer lugar, los sustantivos kuchampa, del kichwa kuchi ‘puerco’ y wallpa ‘gallina’. En segundo lugar, el verbo -jati- ‘coger’ (de japi-), tal como aparece en la frase verbal tu-jati-niva. Si bien la procedencia kichwa de los sustantivos es evidente, no así el verbo, más todavía si tomamos en cuenta que todo préstamo verbal requiere por lo general un mayor grado de contacto, el cual no ocurrió a lo largo de la historia de las comunidades zambo-esmeraldeñas. A esta breve lista podemos añadir la palabra mishe, del kichwa mishi ‘gato’, que Jijón y Caamaño incluye erróneamente dentro de los préstamos castellanos.

Los préstamos de lenguas barbacoanas

Los préstamos de lenguas barbacoanas son indudablemente los mejor representados en el corpus, sea que se los atribuya al cha’palaa, al tsa’fiki o al yumbo. A propósito de los préstamos de las dos primeras lenguas, Adelaar reseña así los hallazgos comparativos,

“Aunque la estructura del esmeraldeño y la mayor parte de su vocabulario no muestran mucha similitud con las lenguas barbacoanas vecinas, notamos una cantidad considerable de léxico compartido con estas lenguas (para una enumeración de los casos ver Adelaar, 2004: 160). La mayor parte de este léxico común se refiere a elementos de la naturaleza […] Vale la pena notar que la coincidencia léxica entre el esmeraldeño y el tsa’fiki es mayor de aquélla que se da entre el esmeraldeño y el cha’palaachi. Además, no hemos encontrado coincidencias exclusivas entre el esmeraldeño y el cha’palaachi, ya que todas las coincidencias léxicas registradas en estas dos lenguas se encuentran también en tsa’fiki. Esta situación sugiere que los esmeraldeños mantuvieron contactos bastante intensos con poblaciones de lengua tsa’fiki, que podrían haber sido los propios chonos de las fuentes históricas, antiguos habitantes de la cuenca del río Daule” (Adelaar, 2005: 138).

Adelaar (2004: 160) identifica un total de 19 préstamos de lenguas barbacoas, todos los cuales se encuentran en tsa’fiki pero sólo siete en cha’palaa. Adicionalmente a estos préstamos podemos mencionar: pikiwa, del cha’palaa puchuwa ‘especie de bejuco para tejidos’ (Heteropsis ecuadorensis, Araceae), término que además se encuentra ahora en otras lenguas vecinas como el sia pedee pero también en el castellano local; viaksho, del cha’palaa vi’chisha ‘hacia el costado’; tica, del cha’palaa tyayu ‘sal’; mumbira, del cha’palaa uimbu ‘viejo’; munivele ‘manteca’, del cha’palaa mullinbee ‘mantecoso’; shile ‘guaba’, del cha’palaa shillu; y chiksa ‘ardilla’, del cha’palaa chijkun ‘ardilla taladora’. Creemos encontrar también dos semejanzas con el awapit: una entre vit(o)- ‘lengua’ en esmeraldeño y pit en awapit; otra entre muko- ‘piedra’ en esmeraldeño y uk en awapit36.

Es preciso señalar que algunas de las palabras identificadas como barbacoas aparecen incluso en otras lenguas, como el sia pedee (chocoana); tal es el caso de peple, de la misma raíz que pepema ‘aventador’ en sia pedee; o de piama, semejante a taama en esta misma lengua. Lo propio ocurre con el préstamo paata y sus variantes ortográficas paanta y pããta, que aparecen igualmente en tsa’fiki, cha’palaa y sia pedee, pero no en awapit, donde encontramos la forma diferenciada pala.

Tomando en cuenta la evidencia presentada, creemos que el desbalance entre préstamos del tsa’fiki y el cha’palaa no es tan marcado como señala Adelaar (loc. cit.), máxime cuando ambas lenguas pertenecen a una misma familia y en varios casos resulta difícil saber de cuál de ellas vino el préstamo. Junto con los dieciocho vocablos identificados por Adelaar, contamos un total de 28 préstamos de lenguas barbacoanas, número que seguramente podría aumentar luego de un análisis más detenido del corpus Pallares-Wolf. Esta presencia de préstamos barbacoanos no debe sorprendernos, sin embargo, pues como vimos en la discusión histórica de las fuentes, los más numerosos y más intensos contactos que establecieron desde el principio los zambos esmeraldeños fueron con poblaciones que hablaban una lengua de esta familia: los niguas, los yumbos, y los campaces, si aceptamos con Jijón y Caamaño que se trató efectivamente de un grupo periférico tsáchila.

Los préstamos de lenguas chocoanas

Al momento de identificar los pueblos y lenguas circundantes del área de asentamiento zamboesmeraldeño señalamos el caso omiso que se ha hecho hasta la fecha de los grupos chocoanos, nombrándolos en el mejor de los casos, pero sin asumir algún tipo de presencia que pueda motivar contactos culturales. Demostramos entonces lo errado de esta apreciación. Ahora lo volvemos a comprobar al analizar los préstamos del sia pedee en el vocabulario esmeraldeño. Aun si, como indicamos arriba, algunas palabras que se encuentran en cha’palaa y tsa’fiki se encuentran también en sia pedee y entonces no es posible trazar un origen del préstamo exclusivamente en esta lengua, ello demostraría precisamente que sus hablantes estuvieron presentes en la actual costa septentrional ecuatoriana. Recordemos a propósito que la toponimia barbacoa se extiende al menos un grado de latitud al norte de la frontera colombo-ecuatoriana actual, siguiendo la franja costera y el hinterland inmediato, señal clara de una antigua ocupación de sus hablantes en territorio que hoy en día está ocupado precisamente por hablantes de lenguas chocoanas.

La siguiente es la evidencia de préstamos chocoanos encontrada en el esmeraldeño. En primer lugar, po ‘soplar’ en el vocabulario Pallares-Wolf es fonéticamente cercano a p’ua ‘soplar’ en sia pedee, utilizado sobre todo para referirse a la acción de los shamanes al curar a un enfermo – recordemos a propósito lo dicho sobre la presencia de jaipanas éperas desde hace muchos años en territorio ecuatoriano (cf. § 1.1.). Las tres evidencias restantes son más sorprendentes porque involucran elementos de la lista de Swadesh asociados con el vocabulario básico: el adverbio locativo ‘allí’, que en esmeraldeño es ama y en sia pedee jama; y el numeral uno, cuya raíz en esmeraldeño es /ba-/ mientras en sia pedee es aba; y el interrogativo sããma ‘cómo’, que tiene una forma muy cercana en sia pedee, sããnga, en nada parecida al interrogativo de las lenguas barbacoanas.

Los préstamos de lenguas prehispánicas desaparecidas

Como explicamos en la sección 1.1, el panorama lingüístico de la costa centro-norte del Pacífico ecuatoriano hacia inicios de la conquista fue de extrema complejidad, por lo que es posible que existieran entonces lenguas que ahora han desparecido; un buen caso sería la lengua de los grupos huancavilcas y manteños (cf. Gómez Rendón, 2010b). Por otro lado, si rechazamos la hipótesis de una equivalencia entre el tsa’fiki y la lengua de los campaces, ésta sería otra lengua que habría desaparecido sin dejar rastro. En este sentido queremos sugerir la existencia de tres palabras que podrían estar asociadas con una de estas lenguas. La primera de ellas ya fue identificada por Adelaar, quien señala al respecto:

“La palabra sheve ‘caucho’, que existe en esmeraldeño (Seler, 1902: 56; Jijón y Caamaño, [1940] 1998: 530) parece estar al origen de la palabra jebe, utilizada en el castellano de los países andinos. Esta palabra se manifiesta como sábe en las lenguas vecinas de afinidad barbacoa (Moore 1962: 288). No podemos decir ahora si se trata de un préstamo del esmeraldeño al tsa’fiki y al cha’palaachi o bien de lo contrario. Sin embargo, parece poco probable que el castellano hubiera tomado la palabra sheve de una lengua como el esmeraldeño, salvo cuando esta lengua hubiera tenido una extensión geográfica mayor de la que se puede deducir de su situación terminal en el siglo XIX. De hecho hay dos posibilidades: el esmeraldeño podría haber ocupado un territorio más extenso, como señalado más arriba, o podría haber tomado la palabra sheve de una lengua extinta, ubicada más al sur o de mayor prominencia durante el siglo XVI. Esta última opción hablaría a favor de una conexión de contacto, si no fuera de parentesco o identidad, entre el esmeraldeño y el huancavilca, o entre el esmeraldeño y el manteño” (Adelaar, 2005: 237).

De nuestra parte hemos encontrado al menos dos palabras que, como en el caso anterior, han pasado al castellano costeño sobre todo de Manabí y Guayas, sin encontrarse en tsa’fiki ni, cha’palaa o awapit. Se trata de mache, que significa ‘chíparo’ según el vocabulario esmeraldeño y es una especie de árbol endémico de la cordillera de Cojimíes, a cuyas estribaciones septentrionales pertenece la sierra de Mache. La segunda palabra es munchieche, de estrecha cercanía fonética con el préstamo castellano utilizado en toda la provincia de Esmeraldas para referirse al camarón de río, llamado ‘minchilla”. ¿Se trata en el primer caso de un residuo de la lengua de los antiguos manteño- huancavilcas? ¿O se trata, en el segundo, de un préstamo de la lengua de los campaces? No estamos en condiciones de responder a estas preguntas, pues se precisan más investigaciones toponímicas y lingüísticas para trazar cualquiera de las dos asociaciones. Sea como fuere, tampoco podemos excluir una tercera posibilidad, a saber, que los vocablos fueran lo suficientemente antiguos, cuando la distribución de la lengua esmeraldeña era mucho más grande que la que encontró Pallares en 1877, y que en tal virtud su uso en el castellano se deba más bien a ser préstamos del esmeraldeño (cf. nota al pie 30).

Los préstamos mesoamericanos

Aunque se ha insistido en las relaciones o incluso el origen mesoamericano de muchos pueblos y expresiones culturales del Pacifico ecuatorial, no se ha demostrado nada hasta la fecha en materia lingüística. Adelaar también habla de una “conexión mesoamericana”, pero no ofrece ningún vocablo que demuestre dicha procedencia. Sin que sea el único en todo el corpus, creemos haber encontrado uno, que además pertenece al vocabulario básico y está asociado con la función maternal: se trata de chiche ‘senos, pechos de mujer’, cuyo uso se ha difundido incluso en el castellano costeño. En este caso la comparación más sugerente aparece con la palabra náhuatl chichiuali ‘senos’. Valga decir que la palabra se encuentra incluso en otras lenguas mesoamericanas, sin duda por difusión a partir del náhuatl debido a la posición geopolítica que tuvo alguna vez en tiempos prehispánicos. Recordemos solamente a manera de anécdota que la primera madre de un zambo en Esmeraldas fue precisamente una india nicaragüense, que a no dudar habló a sus vástagos algo de su lengua – a más del castellano que sabía al ser esclava de servicio doméstico. Estamos convencidos que una mayor exploración de conexiones léxicas con lenguas mesoamericanas no haría sino confirmar lo que ya se encontró en la tipología, esto es, que el esmeraldeño tiene una gran similitud con las lenguas mesoamericanas.

Los préstamos africanos en el corpus

He querido dejar esta sección para el final del capítulo porque de alguna manera cierra definitivamente nuestro argumento de la naturaleza del esmeraldeño que Pallares documentó en 1877, esto es, la de una lengua mezclada, con un perfil mesoamericano en su tipología pero a la vez con características africanas en su estructura y vocabulario. Aunque sorprendentemente con menos frecuencia que en el caso anterior, en este también se han hecho afirmaciones de posibles vínculos sin que se demuestre con evidencia sólida las conexiones. Adelaar, quien más se ha acercado a una demostración, sugiere, por ejemplo, que el término virungule ‘desnudo’, proviene de una lengua africana, sin precisar de cuál.

De nuestra parte los resultados arrojados por la comparación de listas de Swadesh (cf. supra) en cinco lenguas nigero-congolesas de las ramas congo-atlántica (Wolof), bantú (Gbari, Lingala, Swahili) y kwa (Yoruba) arrojan la sorprendente cantidad de 18 préstamos de vocabulario básico. La siguiente es una lista de los préstamos identificados y la lengua de donde provienen.

Tabla 2.

Esmeraldeño Yoruba Swahili Lingala Gbari Wolof
1. deeve ~ -dege ‘ave’ ndege
2. yawá ‘bueno’ (d)yagwé
3. mu-bul ‘ceniza’ mutulú
4. doksho- ‘cortar’ dok-
5. mo-pine ‘día’ moo
6. tu-chiruane ‘empujar’ to-
7. anká ‘esposa’ nké
8. mu-chabla ‘estrella’ mus-shato
9. ambó ‘muchos’ mbo, omo-
10. mukale ‘mujer’ mwanamke
11. ive ~ igue ‘niño’ éwe
12. tete ‘padre’ tata
13. mukoma ‘piedra’ õkò
14. tate ~ takte ‘palo, árbol’ tay(k)-
15. taha ‘pie’ tanka
16. kien ‘rodilla’ eken
17. mu-kala ‘sol’ mui-, mue-
18. kisera ‘viento’ kese

Las cinco lenguas contribuyen con diferente número de préstamos. Lingala, swahili y yoruba, lenguas de amplísima distribución en el África Occidental, son las que presentan el mayor número de préstamos, seguidas de wolof y gbari. Si evaluamos los resultados según las ramificaciones del tronco lingüístico, encontramos que las lenguas del grupo bantú (lingala, swahili, gbari) contribuyen con doce de los dieciocho préstamos de vocabulario básico en tanto que la rama kwa (yoruba) y la congo-atlántica (wolof) lo hacen con cuatro y tres préstamos, respectivamente. Es posible, claro está, que la contribución de estos últimos grupos sea mayor si hubiésemos tomado en cuenta otra lengua relacionada. De cualquier manera, la existencia misma de los préstamos y la tendencia a que sean en su mayoría de origen bantú, no sólo confirma el elemento africano que está en la raíz de la lengua esmeraldeña de Pallares, sino además su origen, el África Occidental, y en particular, la franja occidental de Senegal y Guinea y el golfo del mismo nombre.

A esta lista ya de por si importante podemos agregar al menos dos evidencias que no aparecen en las listas comparativas de vocabulario básico, ambas de lenguas bantúes, con lo que la presencia africana llegaría a 20 lexemas. La primera y más interesante proviene de la lengua ikalaga (bantú meridional), donde nlumé significa ‘hombre, varón’; en este caso la semejanza fonética con el esmeraldeño ilõm(ane) es evidente. La segunda es la palabra meme, que en swahili se refiere al rayo, de cercana pronunciación a bebe en esmeraldeño, postulándose en este caso una desnasalización de la palabra original, con la conservación del lugar de articulación bilabial de las consonantes.

Ahora bien, los préstamos mismos merecen un comentario aparte. Como se puede ver, todos han pasado por un proceso de transfonetización o acomodación fonética a la lengua receptora – se entiende que el esmeraldeño – si bien unos muestran dicha acomodación más que otros. A diferencia de préstamos más tardíos como los del castellano o el kichwa, el proceso de adaptación fonética de los préstamos africanos debió haber ocurrido en los primeros años del contacto, razón por la cual los vocablos aparecen a menudo en formas inusitadas que sólo un análisis lingüístico puede revelar. Así, un préstamo como eken ‘rodilla’ en Yoruba apenas se transfonetiza en esmeraldeño, donde se conservó hasta el siglo diecinueve como kien (desaparición y alargamiento vocálico); algo similar ocurrió con los alómorfos omó y ombó ‘muchos’, también en yoruba, de donde se convirtieron en ambó en esmeraldeño (cambio vocálico). Los procesos de adaptación en otros casos son algo más complejos: así, por ejemplo, (d)yegwé en lengua gbari se despalataliza al inicio de palabra, cambia la vocal, pero mantiene el acento, para convertirse finalmente en yawá del esmeraldeño; asimismo, putulú en lingala sufre al menos cuatro transformaciones antes de convertirse en mubul del esmeraldeño: 1) nasalización de la primera sílaba; 2) cambio de lugar de articulación de la consonante intermedia (de una alveolar a una bilabial); 3) pérdida de la vocal de la última sílaba; y 4) desplazamiento del acento de la última a la penúltima sílaba. Lo interesante en este último caso es que pese a todos estos cambios se mantiene a lo largo de toda la palabra la misma vocal cerrada, posterior y redondeada (/u/).

Más interesante aún es lo ocurrido a nivel de la morfología. Tal como muestra la raíz verbal esmeraldeña /doksho-/ ‘cortar’, se asemeja a su correspondiente /dok-/ en wolof, siendo muy probablemente el morfema residual /-sho/ de origen esmeraldeño. En este caso podemos afirmar que ha ocurrido una mixtura de raíces africanas con morfología esmeraldeña. Este fenómeno no es aislado y es posible rastrearlo en otros vocablos: así, por ejemplo, en la raíz verbal /to-/, que en lingala entra en la formación de palabras como ‘empujar’ o ‘apoyar’ y que aparece en el vocablo esmeraldeño tu-chiruane con el mismo significado. Pero la mezcla de raíces africanas y morfología esmeraldeña se revela con mayor consistencia en la raíz lingalesa /mu-/ ([mui-], [mue-], [moo-]) que significa fuego y entra en la formación de palabras como cenizas, sol y día, cuyos equivalentes esmeraldeños precisamente lo demuestran: mu-bul ‘cenizas’, mo-pine ‘día’, mu-chala ‘estrella’, y mu-kala ‘sol’. Disentimos, por lo tanto, del análisis sugerido por Jijón y Caamaño en el sentido de que /mu-/ es un prefijo que se utiliza para referirse a objetos grandes (véase, por ejemplo, Jijón y Caamaño, 1940, I: 511, #138) – cosa que podría aplicarse, por ejemplo, al vocablo mukoma ‘piedra’, pero no al resto de los que aparecen con él, incluyendo mukale ‘mujer’. Parece más acertado afirmar que, dada la consistencia semántica en la aparición de este morfema, su origen está más bien en una raíz africana.

Fenómenos como la fusión de raíces y morfología de diferentes lenguas son comunes en situaciones de contacto intenso y prolongado de lenguas como la que nos ocupa. Por lo demás, si consideramos también que el esmeraldeño muestra la tendencia a la incorporación de raíces nominales en raíces verbales (Jijón y Caamaño, 1940-II: 470ss), el proceso de composición es una consecuencia lógica de las potencialidades formativas de la lengua.

No queremos terminar este capítulo sin discutir la naturaleza del sufijo /-le-/. Lo encontramos sobre todo en los verbos, según Jijón y Caamaño, a manera de auxiliar. Este mismo autor señala que “le es uno de los verbos fundamentales del Esmeraldeño y se usa con transitivos e intransitivos, siempre que se quiere expresar que ésta es una cualidad o modo de ser en el sujeto” (Jijón y Caamaño, 1940-II: 455). Es posible, por lo tanto, encontrarlo en los adjetivos, lo que viene a confirmar su calidad de auxiliar. Sin embargo, /-le-/ también aparece en sustantivos (por ejemplo, pep-le ‘aventador’, mulomi-le ‘enemigo’), en cuyo caso la explicación ofrecida por Jijón y Caamaño no puede dar cuenta de su función.

Sobre el origen del morfema /-le-/, tenemos dos hipótesis alternativas a la que sugiere Jijón y Caamaño. En efecto, /-le-/ ~ /-la-/ se usa en cha’palaa y en tsa’fiki para colectivizar o pluralizar sustantivos, pero no es parte de la morfología verbal. Alternativamente, hemos encontrado el mismo morfema /-le-/ en mandinga, lengua mande hablada por millones de personas en Senegal, Gambia, Guinea y Costa de Marfil, donde se utiliza como highlighter be, es decir, como una forma de auxiliar que sirve para “resaltar” la palabra a la que sigue y convertirla en foco del discurso (Holm, 1988: 179ss), con cual pasa a cumplir sobre todo una función de tipo pragmático y puede ser utilizado virtualmente con cualquier clase de palabra (sustantivo, adjetivo, verbo, etc.), lo que explicaría bien su frecuencia de uso en el esmeraldeño.

En resumen, aun aceptando la posibilidad de que /-le-/ sea un morfema originalmente esmeraldeño como sostiene Jijón y Caamaño, consideramos que ha asumido las funciones pragmáticas de “focalizador” que tiene el mismo morfema en varias lenguas africanas, lo cual explicaría su uso no sólo con diferentes clases de palabras sino también su forma particular de aglutinación de acuerdo con los datos disponibles.

Creemos haber demostrado con suficiencia a través del análisis de los datos lingüísticos, que todo lo dicho sobre el contacto de los zambos esmeraldeños con varios grupos étnicos de la zona, desde su misma génesis como entidad sociocultural diferenciada hasta finales del siglo diecinueve, se refleja de manera especial y transparente en la lengua. De hecho, si hacemos un recuento de la presencia de préstamos de otras lenguas en el esmeraldeño, encontramos que alrededor del 20% de los vocablos del corpus son préstamos de alguna de las lenguas arriba analizadas. Estamos seguros de que un análisis más detenido de los datos arrojaría un porcentaje mayor. De cualquier manera, la evidencia lingüística discutida es prueba de una mezcla intensa y multifacética de lenguas y culturas ocurrida en una zona particularmente diversa como fue y sigue siendo el Choco meridional.

Conclusiones: contacto, zambaje, mezcla y resistencia etnolingüística

Ocurre quizás con demasiada frecuencia que al describir acontecimientos como los ocurridos a partir de 1541 con la llegada de los primeros africanos a las costas esmeraldeñas, busquemos ante todo cronografiar los grandes acontecimientos y biografiar a los grandes personajes que participaron en ellos. Demasiado apegados a la gramática de un grand recit, (d)escribimos entonces la historia de los grupos olvidándonos de los micro-procesos y las dinámicas locales que los constituyeron precisamente como actores sociales.

A contracorriente de esta tendencia decidimos que el presente estudio no se agotara en cronografías o biografías. Hurgamos entonces en las fuentes para encontrar en ellas el detalle, lo minúsculo, los micro-acontecimientos, las “simples” palabras. A más de uno estas minutiae parecerán anecdóticas, de poco o ningún valor histórico intrínseco, pero son las únicas capaces de alumbrar el proceso mismo del zambaje esmeraldeño, un proceso que sólo las palabras, la lengua, puede revelar en su inmensa cotidianeidad.

Esta visión nos obligó a mirar de la misma manera la lengua, o mejor dicho, las palabras escritas de ella que han llegado hasta nosotros, no como hechos dados sino como resultados de procesos y dinámicas determinados por el contacto de varios grupos humanos. Éstos tuvieron que hallar no sólo la forma de sobrevivir, sino que para hacerlo hubieron de aprender a comunicarse entre sí, aun a sabiendas de que no hablaban el mismo idioma y que la comprensión llegaría solamente con el tiempo y la cooperación comunicativa.

Si el zambaje racial, étnico, cultural y lingüístico tiene como condición inicial el contacto entre grupos humanos distintos, éste tiene como condición la humana necesidad de la comunicación, y ésta no puede ser más que cooperativa. Sólo así se entiende que una lengua como el esmeraldeño pudiera albergar en su estructura y su contenido elementos de tan variados orígenes. En este sentido, la lengua esmeraldeña es el resultado de la sobrevivencia y la creatividad, no de uno sino de todos los individuos participantes, no de uno sino de todos los grupos involucrados, el resultado de sus avatares históricos pero también el mejor trofeo de sus victorias: ninguna lengua indígena prehispánica logró lo que ella, sobrevivir más de tres siglos. Esta supervivencia, sin embargo, no debe hacernos perder la pista y llevarnos a creer que lo que tenemos delante es la lengua prístina de un grupo ancestral precolombino. Al contrario, la lengua de este grupo persistió precisamente porque acogió en su seno un maremágnum de elementos exógenos y los supo conjugar de manera orgánica. En tal medida, la lengua esmeraldeña es el reflejo más perfecto de la sociedad zamba, una que conjugó en su interior diferentes razas, diferentes formas de ver el mundo y diferentes modos de vivirlo. Vaya este estudio a la memoria de aquellos hablantes sin nombre de cuya boca escuchó Pallares palabras que no entendía y que nosotros apenas estamos empezando a entender, palabras que más allá de cualquier fuente histórica son el único y más auténtico testimonio del zambaje esmeraldeño.

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Notas

  1. Jorge Gómez Rendón es profesor de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador; Ph.D en Lingüística, Universidad de Amsterdam.
  2. No está por demás advertir al lector que el glotónimo “esmeraldeño” que utilizamos a lo largo de este estudio no designa ninguna variedad del castellano hablado en el pasado o en el presente por la población afrodescendiente asentada en la actual provincia de Esmeraldas, sino una entidad lingüística distinta del castellano en su origen filogenético y su tipología. Se conoce también al esmeraldeño con el glotónimo de “atacame”, al asociarlo con la cultura prehispánica atacame cuyo núcleo habría estado en la zona de la actual población esmeraldeña de Atacames.
  3. El exónimo ‘cayapa’, de larga data en las fuentes históricas, parece ser una generalización del antropónimo que caracterizaba a algunos de sus líderes más importantes. Por tal motivo preferimos aquí el autónimo que ha adoptado hoy en día la propia nacionalidad, que es el de chachi. Cosa similar se aplica al caso de su lengua, que no llamaremos aquí por extensión ‘cayapa’, sino cha’palaa.
  4. Como en el caso anterior, en lugar de coayquer, término que se repite a menudo en las fuentes etnohistóricas y es de uso frecuente aún en Colombia, preferimos el autónimo awa, utilizado por los miembros del mismo grupo étnico, los cuales llaman además a su lengua awapit.
  5. Por ejemplo, punt-al, mayas-quer, taxom-bi, hut-al, chic-al, quinch-al y guac-al. El gentilicio – o topónimo – mallamá, posiblemente sea de origen pasto, por su semejanza formal con muellamués, una variedad pasto extinta hablada en el departamento colombiano de Nariño. Sin embargo, Palop (1994: 151) sugiere a partir del estudio de Lehman (1949) que la lengua malla, hablada por los históricos sindaguas, sería el awapit (cf. supra).
  6. El exónimo ‘colorado’ es un calificativo que se origina en la costumbre de teñirse el cabello y el rostro con achiote – cosa que se encuentra además en otros pueblos de las tierras bajas del Pacífico. Por tal razón preferimos el autónimo adoptado hoy en día por la propia nacionalidad, que es el de tsáchila. Cosa similar se aplica al caso de su lengua, que no vamos a llamar ‘colorado’ sino tsa’fiki.
  7. Por ejemplo, solo en la segunda década del siglo diecinueve, Gabriel Lafond de Lurcy, viajero francés, visitó varios asentamientos tsa’chilas ubicados en la actual provincia de Los Ríos y en el extremo nororiental de la actual Manabí. Al respecto véase, Darío Lara. Gabriel Lafond de Lurcy. Viajero y Testigo de la Historia Ecuatoriana. Quito: Banco Central del Ecuador, 1996.
  8. Aparia fue uno de los principales poblados omaguas que visitó Orellana a orillas del Coca, al norte de la región de Quijos, en su viaje de descubrimiento del río Amazonas.
  9. Nótese, sin embargo, los reparos sobre la lengua de los yumbos y su relación con el tsa’fiki que hacen algunos autores (cf. supra).
  10. Mari (1985: 80) señala que la etimología del término zambo es obscura. Dos posibles etimologías apuntan al vocablo mandinga sambango, que designa el pelaje oscuro de un caballo (Beltrán, 1946: 159, citado en Mari); pero también al latín strambus, ‘torcido’, que pasó al castellano como zambo para referirse a quien tiene juntas las rodillas y separadas las piernas hacia afuera. Mari señala incluso una segunda acepción de esta palabra en el Diccionario de Autoridades (1739), según la cual zambo se refiere también a “un animal silvestre, y disforme, que se cría en algunos parajes de la América […] Es tan horrible que a la primera vista espanta a quien no le conoce”. Basta esta asociación para comprender el carácter despectivo del término zambo o zambaigo (fusión de zambo e hijo), por la cual “los europeos clasificaban al afro-indio en una categoría sospechosa, aberrante y monstruosa” (loc. cit.), algo por lo demás muy acorde al pensamiento clasificatorio racial imperante en la época. En el presente ensayo, por fuera de cualquier asignación racial despectiva, conservamos el término zambo para referirnos a esta población por ser el utilizado en crónicas y estudios relativos al tema. Al respecto, véase por ejemplo, el estudio de Rueda Novoa intitulado Zambaje y autonomía (2001)
  11. Este número excluye a los malabas, que según la misma autora, habrían llegado a 5.000 personas. Para el interior de Esmeraldas, Newson ofrece un estimado de 44.000 habitantes sobre un área de 22.000 km2 (1995: 78).
  12. Sobre el desarrollo del concepto desde su acuñación en el siglo dieciocho hasta el presente, véase Barbara Voss, The Archaeology of Ethnogenesis (2008: 33ss).
  13. Un pidgin es una lengua con una estructura gramatical reducida y un léxico simplificado, que es utilizada por individuos de comunidades que no tienen una lengua común, ni conocen suficientemente alguna otra lengua para usarla entre ellos. Los pidgins han sido comunes a lo largo de la historia en situaciones como el comercio, donde los dos grupos hablan lenguas diferentes, o situaciones coloniales de esclavitud. Cuando un pidgin es aprendido como lengua maternal por los miembros de una comunidad se convierte en una lengua criolla, la cual empieza entonces a expandir su léxico y su gramática para abarcar funciones comunicativas más allá de aquella que motivaron su origen (cf. Crystal, 2006: 117, 354).
  14. Una definición y caracterización de las lenguas mixtas se halla en Yaron Matras y Peter Bakker, The Mixed Language Debate (2003).
  15. Una cronología detallada de las incursiones españolas a la región se encuentra en José Alcina Franch, Encarnación Moreno y Remedios de la Peña, “Penetración española en Esmeraldas (Ecuador): tipología del descubrimiento”, Revista de Indias, Nos. 143-144, págs. 65-121, 1976.
  16. A fecha similar (1540) llega Alcina Franch en su estudio introductorio a la Descripción de la provincia de Esmeraldas de Miguel Cabello Balboa (2001: 21).
  17. A decir de su origen, la lengua materna de la india nicaragüense podría haber sido una lengua misumalpa, como el miskito del que hablamos antes, una lengua chibcha, como el rama, o incluso una lengua otomangue, como el subtiaba. Al respecto véase Lewis, M. Paul (ed.), 2009. Ethnologue: Languages of the World, Décimo sexta edición. Dallas, Texas: SIL International. URL: http://www.ethnologue.org/show_country.asp?name=NI. Es posible que la india nicaragüense se comunicara en castellano con su pareja y que por lo tanto hablara en esta lengua a sus hijos, muy posiblemente con una profusa mezcla de su lengua materna. Aunque aventurada, no está por demás recordar esta posibilidad pues, como veremos, podría arrojar alguna luz sobre los datos lingüísticos.
  18. Si es que hubo una sola, pues lo más lógico es pensar que hubo varias lenguas africanas, ya que los esclavos solían tener siempre diversos orígenes lingüísticos, dada la diversidad de lenguas del Africa occidental, pero también debido a la estrategia de mezclar esclavos de diferentes lenguas para evitar motines (cf. Holm, 1988).
  19. La similitud fonética entre la terminación /-s/ de campaz y su correspondiente /-če/ de piche/mompiche, ambos sonidos sibilantes, sugiere incluso que ambos habrían tenido una misma terminación /- š/ y que ésta mudó a /-s/ o /-če/ para acomodarse a la pronunciación castellana. A similar conclusión podemos llegar si consideramos la grafía original del término campaz, que en el siglo XVI se escribía campaç. Hasta donde sabemos de la fonética histórica del castellano, el grafema {ç} equivalía precisamente a la pronunciación de una fricativa apical /-ŝ/ o alveolar /-š/.
  20. Un dato adicional confirma lo erróneo de esta equivalencia: según una fuente mencionada por Salomon, “en tiempos de su gentilidad, los niguas no utilizaron canoas sino que fueron objeto de ataques por parte de los agresivos canoeros” (Salomon, 1997: 106). Si los niguas hubiesen sido los mismos que Jijón y Caamaño llamaba “pueblos de marinos” (Jijón y Caamaño, 1940-II: 385), lo más lógico habría sido que tuvieran dominio de la navegación fluvial.
  21. Es posible que hubiera un tercer grupo de zambos, conocido como “mulatos chinches…muy bellacos” (Salomón, 1997: 66), que no eran ni parte de los Arrobes (clan de uno de los hijos de Andrés Mangache) ni de los Illescas (clan de los hijos de Alonso de Illescas).
  22. Si cotejamos el mapa de Maldonado con la hidrografía actual de la provincia, encontramos que este río es muy probablemente el río Cayapas, a juzgar por la descripción del mercedario.
  23. En el Diccionario geográfico-histórico de las Indias Occidentales encontramos la siguiente definición del término: “MANGACHES, Casta de zambos descendientes de Indios y Negros, que viven retirados al N de Guayaquil y N O del río Daule, en un territorio de espaciosas llanuras, que está poco conocido, y por el N confina con la Provincia de Esmeraldas, y al Poniente con el Partido de Puerto Viejo: viven estos naturales en cabañas dispersas, y se mantienen de frutas y carne de vaca, de que se proveen en las llanuras donde pace un gran número de ganado: siembran algún maíz, y raíces y tabaco, que después llevan a vender al Pueblo de Balsar en cambio de otras cosas que necesitan” (Alcedo, 1786, III: 46).
  24. El caso de Palenque es citado y analizado en un contexto más amplio por el connotado criollista Germán de Granda en su estudio Cimarronismo, Palenques y Hablas Criollas en Hispanoamérica (1978: 362-385).
  25. Al respecto, véase, por ejemplo, la carta del Padre Juan Burgos al oidor Juan del Barro del 30 de diciembre de 1600, en Joel Monroy, Los religiosos de la Merced en la Costa del Antiguo Reino de Quito, 1935, Tomo I, pág. 85.
  26. Esta estrategia, claro está, no fue única de los zambos. Salomon recaba información sobre una colonia de “gentiles” radicada en Río Verde, formada por “aquellos yndios cayapas que no queriendo reducirse al evangelio se avian retirado, y de otros yndios christianos del pueblo de guacpi que estavan en estas inmediaciones serca de Gualea, que al presente se halla desolado, y cubierto de selva; y que la lengua que hablan los dichos gentiles hera una mista de cayapas y yumbos” (Rumazo, 1948 [1741], I: 244). La información resulta interesante cuando recordamos que Río Verde era, según Stevenson, otra de los pueblos de zambos, “una población formada por unas veinte casas y una capilla” (Stevenson, 1994 [1829]: 469). Es posible, sin embargo, que se trate de otra población del mismo nombre.
  27. Con este nombre aparece ya en elDiccionario geográfico-histórico de las Indias Occidentales, de Antonio de Alcedo, 1786, tomo 1, pág. 341.
  28. De acuerdo con una investigación sobre genética de poblaciones llevada a cabo por Martínez-Labarga, son precisamente los habitantes de Viche (antiguo lugar de asentamiento de los zambos esmeraldeños) los que muestran un mestizaje más antiguo y abigarrado de elementos africanos e indígenas. En palabras de esta autora, “el elevado porcentaje del componente indígena presente en Viche testimonia que ha existido un considerable grado de mestizaje con las poblaciones indias e híbridas español/indio. En efecto, según las fuentes históricas el primer grupo de africanos que llegó a Ecuador no era proporcionado entre los dos sexos, con los varones que superaban numéricamente a las mujeres al menos tres veces, lo que les ha obligado a emparejarse con las mujeres indias de las tribus de Niguas y Campaces, actualmente extinguidas (Alcina Franch, 1976). Esto explicaría el elevado porcentaje femenino indígena (51%) en el pool génico de los negros de Viche que se ha evidenciado con el análisis de la deleción de la región V del DNA mitocondrial” (Martínez-Labarga, 1997: 136).
  29. La lista de Swadesh contiene vocabulario básico altamente resistente a préstamos. Está formada por palabras comunes existentes en cualquier lengua humana. La lista original propuesta por Swadesh incluía unos 200 términos. Más tarde se usó una lista reducida de las palabras más resistentes al cambio, integrada por exactamente 100 términos. La lista de Swadesh permite no sólo establecer el parentesco de dos o más lenguas sino el grado de divergencia entre dos o más lenguas de una familia lingüística. Esta lista es un instrumento fundamental en lingüística histórica comparativa.
  30. Para el caso de las lenguas africanas, hemos utilizado los diccionarios en línea que se encuentran en el sitio web www.freelang.net, del cual pueden ser descargados en formato electrónico previa la instalación de un software lexicográfico.
  31. La profundidad histórica de la propuesta de este autor, sin embargo, va mucho más allá de estas palabras. En base a una evidencia comparativa de la toponimia de diferentes zonas interandinas y costeras, Jijón y Caamaño llega a afirmar que “los Esmeraldeños en un tiempo remoto fueron los pobladores de casi todo el Ecuador Interandino y Occidental […] y cuyos últimos representantes, vivían en el siglo XVI, arrinconados en la zona fragosa de los montes de Cojimíes y en el curso medio del Esmeraldas” (Jijón y Caamaño, 1940-III: 426-8). Desafortunadamente la evidencia toponímica que presenta Jijón y Caamaño es demasiado débil a causa de un análisis errado de numerosas equivalencias léxicas como para ser aceptada en alguna medida, a la espera de un análisis meticuloso con los criterios que ofrece la lingüística histórica en la actualidad.
  32. Ya Rivet se mostraba cauteloso al respecto cuando afirmaba que “el idioma esmeralda encierra un gran número de palabras con raíces chibchas, pero estas concordancias no me parecen suficientes para clasificarlo a partir de ahora en el gran grupo colombiano” (Rivet, 1912: 132, mi traducción).
  33. Un resumen tipológico a partir de Adelaar (2004) se encuentra en la base de datos del World Atlas of Linguistics Structures-WALS. URL: http://wals.info/languoid/lect/wals_code_esm (acceso, 6.11.2012).
  34. Para ello se ha utilizado el visualizador de mapas Google que ofrece el mismo sitio web. El lector puede elaborarlos directamente visitando al URL http://wals.info/languoid/lect/wals_code_esm y escogiendo la opción “map” en cada rasgo tipológico.
  35. Así, por ejemplo, Stark propone que el mochica estaría estrechamente asociado con la familia lingüística maya mesoamericana (Stark 1968, 1972). La evidencia, sin embargo, como de costumbre, es demasiado exigua.
  36. Un préstamo gramatical del awapit que se menciona a menudo es el sufijo /–ra/, que en esta lengua cumple exactamente la misma función de locativo y direccional como en esmeraldeño. Al respecto véase Adelaar (2004: 159).

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Primera parte

Last Updated on Monday, 17 February 2014 03:37
 

Comments  

 
#1 linguistica en el norte del perurudy mendoza palacios 2014-05-19 19:24
Saludos. interesante articujlo y aprovecho la oportunidad para invitarle a leer mi trabajo, esperando aportar o coincidir en algunas tematicas
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