Mindaláes, Mindalas et Cachicaldos Imprimer
Écrit par Ernesto Salazar   
Samedi, 11 Septembre 2010 12:01

En 1980, l'anthropologue Frank Salomon publia un ouvrage (Los señoríos étnicos de Quito en la época de los incas), qui donna une impulsion énorme à l'ethnohistoire équatorienne en devenir. Il y aborde principalement l'étude des chefferies (llactakuna) de la région de Quito (le célèbre "corregimiento de las cinco leguas de Quito", qui équivaut grosso modo à la province de Pichincha actuelle). Un rôle de toute première importance était accordé au contrôle de la circulation des biens produits au sein de la chefferie ainsi que de ceux qui pouvaient être obtenus dans d'autres zones écologiques au moyen d'échanges régionaux.

Al respecto, Salomon (1980:157ss) ha postulado para la sierra norte la existencia del tianguez o mercado, probablemente móvil en tiempos precolombinos, pero que, en el caso del Quito colonial, quedó establecido en la actual plaza de San Francisco. Allí se vendía de todo: materias primas suntuarias (oro, plata, piedras preciosas), recursos estratégicos exóticos (sal, coca, ají, algodón), productos corrientes serranos (maíz, tubérculos andinos, etc.) y, por supuesto, comidas y bebidas preparadas. Por sobre esta actividad productiva general, había además un comercio especializado, llevado a cabo por un grupo élite de mercaderes llamados mindaláes, cuya tributación, de paso, no era igual a la de los demás indios, ya que pagaban siempre en oro, mantas o chaquiras de hueso (Salomon 1980:164 ss). Hay documentación de 1559 de que, en el caso de Quito, los mindaláes vivían en la ciudad, comerciaban en el tianguez y no tenían por jefe a ningún cacique sino a un colega del grupo. Igual sucedía con los mercaderes de Otavalo. Sin embargo, otros documentos de la sierra norte, de fines del siglo XVI, muestran a los mindaláes sujetos a los caciques principales de sus llactas, aunque con relativa libertad de movilización y residencia. Lo que significa que el comercio de estos mercaderes era demasiado importante para dejarlo solamente al albur del mindalá.

En efecto, se conoce que estos mercaderes estaban especializados en el tráfico de bienes exóticos de las tierras bajas hacia la sierra: oro, plata, coca, sal, chonta, algodón, ají, plumas, alucinógenos, pájaros, mullos, animales exóticos, canela, achiote, etc. Más aún, la investigación de Salomon muestra que la institución mindalá era de origen precolombino, permitida y adoptada primero por los incas y luego por los españoles. De hecho, algunas figurinas precolombinas muestran a un hombre cargado de una canasta grande, que bien podría ser un mercader. En todo caso, el mindalá era el gran viajero de los vericuetos de los Andes, el mensajero de noticias de pueblos remotos, el comerciante que sustentaba, con su tráfico, el poder de los señores y el consumo de algunas migajas para el estado llano precolombino y colonial. Salomon ve el sistema funcionando con restricciones en la segunda mitad del siglo XVI, y lo ve desaparecer en algún momento del siglo XVII.

¿Era “mindalá” un apelativo de hombre, de mujer o de los dos? Este es un asunto importante para cuestiones de división del trabajo. Eximo completamente de culpa a Frank Salomon, quien señala claramente que, a fines del siglo XVI, las mujeres pudieron designarse “finalmente” como mindaláes (Salomon 1980:169); pero la lectura de su obra ha dejado en mi imaginario propio la idea de que los mindaláes eran siempre hombres. Imaginario, por cierto, alimentado escasamente por unas pocas figurinas precolombinas, y unas pocas imágenes tardías de yumbos mindaláes cargados de canastas. El rastreo del vocablo, a través de los documentos históricos y las obras del intrincado Aquiles Pérez, ha dado en la sierra norte varios usos corrientes de mindalá, y algún topónimo y patronímico, pero con la variación Mindala (acento grave), y es con este término que llevaré al lector a la sierra sur del Ecuador.

Cuando niño, fui mil veces a hacer compras en el mercado de Cuenca, no sin recibir la acostumbrada recomendación de mi madre de mantenerme tranquilo, si a la vendedora le agarraba “el cuarto de hora”. Invariablemente, a un momento dado, en algún puesto cercano, se alzaban voces y explotaba una pelea entre la vendedora indígena y la compradora mestiza, en batalla verbal en que la primera simplemente apabullaba a la segunda. De pronto, la compradora agarraba su canasta y se alejaba gritando para ser bien escuchada: “Vamos, hija; no puedo rebajarme a pelear con una mindala”. Y esta agresividad es la que acompaña a la definición del vocablo en algunos diccionarios vernáculos.

Mindala: nombre que se da a las mujeres indias o del bajo vulgo, que venden al por menor, en un sitio señalado y diariamente, o ambulando de pueblo en pueblo, comestibles, especias, legumbres, etc.”. “Mindala (tener boca de): ser cual las mindalas que riñen, de vocabulario abundante y soez”. “Mindalo: indio que, como las mindalas, negocia en comestibles. Hombre de vocabulario repugnante y bien provisto”. “Mindalapachi: modo especial de sostener una carga sobre las acémilas, semejante al que usan las mindalas. Colócanse los sacos en la bestia y, liados de una manera fácil y segura, quedan sobre el aparejo cual si fuesen una alforja” (Cordero Palacios 1985:207)”. “Mintala. Mujer que anda por los campos comprando y vendiendo. Es azuayismo” (Tobar Donoso 1961:191). Mindalas: mujer que vende verduras en el mercado o plaza pública voceando … antiguamente se llamaban mindalas a las mujeres de los cutus (Carvalho Neto, 1961:296, citando a los esposos Costales, que aseguran que se trata de voz quichua)”. En su estudio sobre los cañaris, Pérez (1978) no consigna instancia alguna del término mindalá; pero registra, entre 1759 y 1780, cuatro ejemplos del patronímico Minchala, que bien puede ser una variación del original Mindala. El vocablo sería proveniente del colorado, con significado de min(ú), sendero, y chalá, canasta. Si la atribución etimológica es correcta, podría decirse que Minchala se refiere a alguien que camina con una canasta ¿acaso un mindalá o una mindala? Incidentalmente, Minchala es apellido conocido en el Azuay.

El etnohistoriador J. Poloni-Simard ha publicado recientemente (2006) un extenso trabajo sobre la relación de indios, mestizos y españoles en el Corregimiento de Cuenca, durante los siglos XVI, XVII y XVIII. El marco del comercio, que nos interesa aquí, está descrito en términos completamente diferentes del descrito por Salomon. Lo cual es comprensible, si se considera que Salomon aborda el comercio de los pequeños cacicazgos quiteños, mientras Poloni-Simard se ocupa del comercio institucionalizado de Cuenca. En este estudio, se señala que la participación de los indígenas en el comercio de larga distancia era en condición de arrieros, que era mucho más dura de lo que este término significa. En efecto, además del cuidado de las bestias y las cargas, su trabajo incluía asegurar el buen funcionamiento de la red de tambos, su abastecimiento y la atención a los viajeros; la construcción de puentes y la manutención del escabroso camino al Puerto de Bola (Poloni-Simard 2006:128-129).

Cuando abastecían a la ciudad, lo hacían en niveles muy precarios y con productos ínfimos, como la chicha, la hierba y la leña, generalmente en un espacio pequeño de la plaza pública, y en constante fricción con los pulperos, que disponían de tiendas. El ganado era movilizado a Lima por tierra, siguiendo la ruta Loja-Ayabaca-Piura, la misma que en tiempos precolombinos sirvió para el tráfico del mullo (Hocquenghem 1993:714). La venta de alimentos en Cuenca, era realizada por mujeres indígenas en la plaza y las calles principales (la ciudad carecía entonces de un lugar exclusivo para mercado). En los documentos aparecen con diversos nombres: vendedoras de sal, de chicha, de frutas, de huevos, de mercería, etc. o con el más genérico de “gateras” (Poloni-Simard 2006:513). Igual nombre recibían en Quito las vendedoras del mercado (Minchom 1985:175); gatera sería derivado de “gato”, voz españolizada del quichua katu, mercado. Poloni-Simard no menciona nunca el término mindala, que aparece talvez en algún momento del siglo XIX.

Carlos Aguilar Vázquez, jimeño de cepa, tiene en su obra Xima (1944) un vívido pasaje de la mindala de fines del siglo XIX: “La mindala érase y es todavía un grave personaje. Es suyo el comercio transhumante. Le pertenecen los andurriales y los atajos. Acrecen su exclusiva propiedad las parroquias sin caminos y los anejos ocultos en las malezas de la cordillera. Mujer de edad indefinible, conocedora del mundo, del demonio y de la carne, dueña de un cabestrillo robusto y de unos cuantos reales invertidos en sal, especialmente en sal, en raspadura, en achiote, en cuajar amarillo de polvo y suciedad, en ají y en unos cuantos cacharros baratos. También vende peines de cacho, espejitos redondos, cintas, agujas e hilos de coser. Toda su escasa hacienda a lomo del paciente cornúpedo, trasmonta las ariscas cumbres de los pajonales; en una quebrada cualquiera duerme protegida contra la intemperie por un árbol o una piedra. No le inmuta la lluvia ni la noche detiene sus pasos. Sus días son los jueves en la ciudad de Cuenca y los domingos en las parroquias. Deambula de feria en feria: es el alma nativa de la feria y lo peculiar del mercado, por la crudeza de su vocabulario, por sus modales desenvueltos, por la fuerza de su brazo vengador de injurias y listo siempre para la arremetida espectacular. En la feria de Cuenca abastece sus alforjas y costales de cabuya, y al campo, por dondequiera que haya tierra, esté el día nublado o con sol, estén crecidos o mansos los ríos. Su pictórica odisea no se detiene nunca: marcha de cabaña en cabaña, recogiendo huevos, quesos, ají, frutos, para caer los domingos en la parroquia conocida o en otra cualquiera de los contornos de la provincia (Aguilar Vázquez 1974:173)”.

Las mindalas provenían generalmente de la zona de Cuenca. Tenían puesto conocido en el mercado de San Francisco, donde, en las ferias, montaban un pequeño toldo con una estera en el suelo y atendían el comercio al aire libre, cobrando por sus productos en dinero, o simplemente realizando trueques, particularmente con los campesinos que acudían a la ciudad. Las que andaban de pueblo en pueblo, tenían la vida algo más agitada, ya que a veces eran expulsadas de algunos lugares por razones banales, como sospechas de brujería, o el mal de ojo de algún infante, adquirido al paso de la mindala, en una visita previa al lugar. Aguilar Vázquez (1974:174) reporta un caso similar en Xima, cuando los pobladores impidieron la entrada de las mindalas. La autoridad sosegó los ánimos, destacando la labor de estas mercaderes, que, al traer productos al pueblo mismo, ahorraban a los compradores largos viajes a Sigsig o a Cuenca.

En suma, la mindala representa, a tres siglos de distancia, el patrón de los mindaláes del norte, pero reducido a su mínima expresión: la atención a larga distancia. Todavía hace trueque, si es necesario, pero la naturaleza de su mercancia (i.e. alimentos y unos pocos artefactos de uso común) no le da prestigio ni riqueza. Y si los mindaláes se codeaban con caciques principales, las mindalas apenas se rozaban con la autoridad para casos de justicia menor. En el siglo XX, la construcción de caminos y mercados y la adopción generalizada de la economía del dinero acabarían con este personaje y su sistema facilitador de comercio, dejando sólo el nombre para las ocupantes de los mercados, nombre que también se va perdiendo irremisiblemente. Hoy, el lado más oscuro de las mindalas son las mafias de “arranchadoras” que se han formado en los mercados mayores de las principales ciudades del pais, donde acechan al desprevenido campesino y le sustraen a la fuerza sus productos por los cuales pagan el precio que se les antoja (Pedro Reino, información personal).

En algun momento, no se sabe si contemporáneamente con las mindalas, apareció un personaje masculino, mercader de larga distancia: el llamado, a veces despectivamente, como “cachicaldo”. En la sierra central (Cotopaxi, Tungurahua), se lo veía provisto de una canasta grande, que constaba realmente de dos cestas iguales: una servía como contenedor y la otra como tapa, para cubrir bien la mercancía. Andaban por los pueblos de ambas cordilleras, llevando espejos, agujas, ropa, cobijas, o esteras para las épocas de fruta (Pedro Reino, información personal). En el sur se desplazaban con un bulto enorme amarrado al torax. En la decada de 1970, tuve oportunidad de entrevistarlos en la selvas de Chiguaza, Morona Santiago; venían de Ambato y se desplazaban a las cooperativas de mestizos y a las jibarías. En Pioneros de la Selva (Salazar 1989:209), tengo registrado lo siguiente: “Los cachicaldos viajan a pie por la zonas rurales del país, cargados de inmensos bultos en cuyo interior se encuentran los más variados articulos: medicinas, cobijas, enaguas, ropa interior, pantalones, calcetines, blusas, camisas, cortes de tela, ollas de aluminio, vajillas de plástico, etc. … Visitan los pueblos pequeños de El Oro, Manabí, Esmeraldas, Azuay, y las provincias del Oriente, llevando mercadería diferente, ya que conocen los artículos que son preferidos por cada pueblo”. No han desaparecido completamente, pero ahora se los ve más prósperos, comerciando como siempre, pero en camioneta.

Y así, la vida continúa…, porque mientras haya un pueblo o un recinto en un risco de montaña o en una selva inaccesible, habrá un mercader que llegará a ellos con su mercancía de baratijas y vestidos de vivos colores, a recrear por enésima vez el viejo juego del intercambio a larga distancia.

Carlos Aguilar Vázquez, 1974 [1944], Xima. En Obras Completas de Carlos Aguilar Vázquez 1897-1967, vol. 5. Editorial Fray Jodocko Ricke, Quito. Anne-Marie Hocquenghem, 1993, Rutas de entrada del mullu en el extremo Norte del Perú, Bulletin de l’Institut Français d’Études Andines 23(3):701-719. Martin Minchom, 1985, La economía subterránea y el mercado urbano: pulperos, “indias gateras” y “recatonas” del Quito colonial (siglos XVI-XVII). En Memorias del Primer Simposio Europeo sobre Antropología del Ecuador, Segundo E. Moreno Yánez, comp., pp. 175-187, Ediciones Abya-Yala, Quito. Paulo de Carvalho Neto, 1964, Diccionario del folklore ecuatoriano, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito. Octavio Cordero Palacios, 1985, Léxico de vulgarismos azuayos, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Cuenca. Aquíles Pérez, 1978, Los Cañaris, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Quito. Jacques Poloni- Simard, 2006, El mosaico indígena. Movilidad, estratificación social y mestizaje en el corregimiento de Cuenca (Ecuador) del siglo XVI al XVIII. Editorial Abaya-Yala / IFEA, Quito. Ernesto Salazar, 1989, Pioneros de la selva. Los colonos del Proyecto Upano Palora, Segunda edición, Museos del Banco Central del Ecuador, Quito. Frank Salomon, 1980, Los señoríos étnicos de Quito en la época de los incas, Colección Pendoneros, vol. 10, Instituto Otavaleño de Antropología, Otavalo. Julio Tobar Donoso, 1961, El lenguaje rural en la región interandina del Ecuador, Editorial La Unión Católica, Quito.

Mise à jour le Samedi, 11 Septembre 2010 12:18