Si Quieren Ser Inkas… Que Sean Felices Imprimer
Écrit par Josefina Vásquez Pazmiño   
Samedi, 11 Septembre 2010 11:01
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Cuando la arqueología se sale de las manos de los teóricos convencionales y se convierte en vanguardismo de etnogénesis en las Américas, la ética, la práctica profesional y el sujeto de estudio se confrontan en una disputa de poderes. ¿Cómo mirar y usar a los ancestros, al re-edificar la historia indígena en el continente? Los espacios arqueológicos se vuelven espacios de poder que responden a las políticas locales dentro de un mundo global/ post-colonial. Una lectura de las críticas post-procesuales en arqueología, de la literatura andina que demostró interés por el pasado pre-americano, y del movimiento indígena en las Américas, contribuye para identificar las distintas formas de utilizar el pasado. En el Ecuador, tanto la conciencia histórica como la prehispánica poco han cambiado, desde que en 1995, Salazar presentara la conclusión de que la mayoría de grupos indígenas serranos señalaban a los inkas como sus antepasados directos. Hoy, el inventario de lugares arqueológicos registra una rotunda minoría de sitios de ocupación inka y no puede ir, sin cuestionamientos, el hecho de que la memoria indígena actual promueva un pasado prehispánico de corte inka, que contradice las evidencias materiales del registro arqueológico. El uso selectivo de los datos con los que aporta la arqueología se está volviendo la norma, y con ello se limita la posibilidad de que los movimientos indígenas cuestionen las reconstrucciones de la historia colonial y occidental. ¿Hasta dónde podemos hablar de ética y de libertades?

Las percepciones del registro arqueológico

Hay en la poética, la literatura y la historia del Ecuador actual (Espinosa 1995, Estupiñán 2003, Yánez-Cossío 2008) distintas visiones de lo arqueológico que parten de un pasado dramático. Estas generan, en la memoria de los pueblos, tanto mestizos como indígenas, la percepción de que los indígenas actuales son solamente lo que quedó de los Inkas y de su cultura. En los Estudios Culturales, el pasado, lejos de ser mitológico, cobra vida y significado para los mundos subalternos, o mejor marginados, y sobre todo para los movimientos políticos de los Andes en los siglos 20 y 21. El contexto en el que nos reproducimos culturalmente hoy, llámese “postcolonial” o “postoccidental”, necesita de un anclaje ancestral para poder ver hacia el futuro. Esta locución se usa mucho en arqueología y en los discursos de campaña política en tiempo de elecciones populares, pero sólo cobra significado y dinámica bajo el enfoque de los Estudios Culturales. Por ello, es pertinente que Venn (2000:44) le conceda a la postcolonialidad, “un espacio imaginado, i.e. el espacio para imaginar el ‘post’ de la modernidad, un espacio más allá del occidentalismo, por tanto, un espacio de emergencia de la futuridad” porque, al menos, se abre a otra forma de ver el mundo, en la que, de pronto, los antiguos desaparecidos, seres ahistóricos (¿o prehistóricos?) aparecen y cobran liderazgo para pronunciar palabras que talvez no se quieren escribir todavía. Pero, ¿ocurre esto en realidad? ¿Los pueblos indígenas de hoy conocen necesariamente su pasado? ¿Acaso el mundo indígena tiene explicaciones alternativas a su pasado o, al igual que los blanco-mestizos, toman de la misma historia solamente lo que les conviene?

En primer lugar, cierta visión de la arqueología –apoyada por la estética, ha sido usada para sostener materialmente los procesos de etnogénesis en las Américas. En el continente, se observa una consciente o inconsciente sistematización de un pensamiento de auto-etnogénesis bajo la praxis de las percepciones que la población indígena ha constituido sobre lo arqueológico. Al norte, por ejemplo, están las tribus nativas de los Estados Unidos y de Canadá, que impulsaron la promulgación en 1990 de la ley de NAGPRA (siglas de la Native American Graves Protection and Repatriation Act, Acta de la protección y repatriación de las tumbas estadounidenses nativas) para defender sus derechos sobre el patrimonio arqueológico, conectado de forma indisoluble con su territorio ancestral. Al sur del continente, aparece el replanteo territorial Mapuche del Gulumapu (entre Chile y Argentina) con la ley indígena de 2005. Y en el medio, concretamente en la región andina, se contempla la constante inkanización de sus pueblos aborígenes, al ritmo de los logros políticos del movimiento indígena desde 1990. En el Ecuador, y en ciertos casos, la legislación estatal dictamina que los sitios arqueológicos son de todos, y que su manejo debe realizarse desde las comunidades indígenas, a las que se les reconoce la herencia ancestral. En varios casos, estos sitios se usan como reservorios de la memoria para recrear un pasado que deliberadamente se creyó perdido.

Sin embargo y, en segundo lugar, no son los indígenas del Ecuador, lamentablemente, quienes se han interesado por el estudio de su pasado. De hecho, de los tantos estudiantes indígenas que ahora se educan en varios centros académicos, ninguno se ha interesado por formarse en arqueología. A pesar del discurso anti-hegemónico y la necesidad de estos grupos por investigar su pasado, no existe aún ningún arqueólogo indígena. La memoria oral tiene grandes cicatrices históricas, y el momento de la Independencia coincide con el discurso ventrílocuo del indígena (Guerrero 1994). La idea del pasado precolonial tiene raíces en el movimiento independentista, que no permitió que el indígena hable ni ejecute sus deseos. Los nobles libertarios y el clero ilustrado fueron quienes, en el Ecuador, recrearon un pasado indígena de corte inka, como si los indígenas de las miles de comunidades fueran una sola masa indiscriminable (Guerrero 1994). Siglos más tarde, en situaciones política y económicamente intensas, este hecho fundamental se vuelve una estrategia que los estados latinoamericanos utilizan para enraizar identidades nacionales, según su conveniencia, con el afán de estandarizar a su población y dotarle de un pasado “indígenamente” glorioso. Finalmente, entre 1956 y 1976, pronunciamientos internacionales como los de la UNESCO e ICOMOS sugieren a los estados latinoamericanos unirse para la preservación y “puesta en valor” de los sitios arqueológicos, como legado de la humanidad. Al parecer, lo que estudiaba la arqueología de aquel entonces era “algo” que le pertenecía al Estado; un algo además que se volvió, de pronto, propiedad universal (i.e. occidental). Hasta ese entonces ni el Estado ni aquellas medidas internacionales tuvieron en cuenta a los pueblos indígenas que estaban viviendo sobre los antiguos asentamientos y, en alguna medida, estaban más relacionados y/o activos con un pasado “enterrado”.

En nuestros días, la visión patrimonial sesgada e impuesta, desde afuera, por la UNESCO y auspiciada por mestizos de ávida nostalgia, juega un rol esencial en la tergiversación del pasado y en la folklorización e inkanización de lo arqueológico. El Proyecto Qhapac-ñan es una iniciativa de la UNESCO, el Banco Mundial y los gobiernos locales, que busca el desarrollo de las comunidades indígenas que, curiosamente en muchos casos, ni siquiera se han enterado del asunto. El Ecuador es otro de tantos espacios en donde se está gestando este tipo de “prácticas ancestrales”. En realidad, no se puede decir que exista un énfasis en estudios inkaistas en el Ecuador, por parte de investigadores extranjeros (Bray, Brown, Dorsey, Fresco, Salomon, Ogburn, Odaira) o nacionales (Almeida, Andrade, Idrovo, Estupiñán), que indiscutiblemente tienen a mano las evidencias materiales y las fuentes escritas de la reconstrucción del pasado. Estas visiones de lo arqueológico, que se retoman en la literatura y en la noción de “cultura” forjada desde la naciónestado, promueven lo inka de la superficie como la raíz más profunda del pasado, y la más importante, a pesar del discurso de la interculturalidad. Lo que hay, a primera vista, es desconocimiento de lo que la arqueología ha interpretado del pasado, o simplemente desinterés por buscar un pasado más profundo que lo inka.

Los inkas en el antiguo Ecuador

En la Costa, en la Sierra y en la Amazonía se encuentra una enorme cantidad de antiguos asentamientos, cuyas huellas transformaron el paisaje con tolas (montículos artificiales), camellones, albarradas, tumbas de pozo profundo, terrazas monumentales, caminos, estructuras públicas y privadas, que han sido interpretados, desde la arqueología, como evidencia de la presencia de sociedades complejas. En cualquier lugar, por donde uno camine, hay fragmentos cerámicos de todas las edades, pero es una suerte excavar y colectar artefactos elaborados por los inkas o del tipo llamado inka local. Menos del 10% de los lugares arqueológicos en el Ecuador tienen filiación inka (Inventario Arqueológico del 2010); el resto de sitios corresponde a un sinnúmero de sociedades más tempranas, irreconocibles en la toponimia, pero más visibles que los inkas en el registro arqueológico de superficie. Sin embargo, hablar de las Vegas en el Arcaico, de Valdivia en el Formativo Temprano o del Upano en el Desarrollo Regional no tiene el mismo peso que hablar de los inkas en el Ecuador. Antes de la llegada de los inkas, no existieron en el Ecuador sociedades de tipo estatal. Es probable que el pasado inka, por referirse a una sociedad estatal de gloriosas y heroicas cualidades, supere, como referente, al de las sociedades más tempranas y menos complejas del Período de Integración (700–1450 D.C.). Los enemigos de los inkas fueron descritos por los europeos como bárbaros, salvajes, sucios, pobres, desnudos, y corruptos de antropofagia y sodomía. Hacia 1500, lo que hoy es Ecuador se incorporó al Chinchaysuyo bajo la división cuadripartita del Tawantisuyu (Dillehay and Netherly 1998; Hyslop 1998; Idrovo 1998; Morris 1998; Netherly 1998; Rostworowski 1999:85-86). Los inkas ocuparon esta región norteña a la fuerza, y tuvieron que lidiar o negociar con una serie de cacicazgos locales como los de los puruháes, kañaris, panzaleos, pastos, paltas, mantas, wankawilkas, chonos, yawachis, entre muchos más, justamente antes del período de la conquista española. Los historiadores manejan los textos, tomados en algunos casos como si fuesen verdades inobjetables, y en base a ellos, han sido cómplices del Estado en la creación de héroes nacionales como Atahualpa y Rumiñahui (Andrade 1997, Estupiñán 2003), como si estos fueran los únicos héroes indígenas. Y gracias a las publicaciones nacionalistas y románticas, el público en general, por decirlo de alguna manera, ha terminado desconociendo cualquier pasado que vaya más allá de la época inca. ¿Qué consecuencias tiene esta posición sobre el registro arqueológico?

El deseo de lo inka

La población indígena en el Ecuador no es una comunidad homogénea, al contrario, existen 14 nacionalidades y 23 pueblos indígenas. Por lo tanto, son 14 distintas lenguas, cosmovisiones, historias, economías, justicias, medicinas ancestrales y creencias radicalmente diversas. Las 14 nacionalidades indígenas son: achuar, awa, chachi, cofan, epera, waorani, shiwiar, secoya, shuar, siona, tsa´chila, zápara, manteño-wankawilcas, y kichwa. Al interior de la nacionalidad kichwa, hay catorce pueblos diferentes en la Sierra (chibuleo, kañari, karanki, kayambi, kitukara, natawela, otavalo, panzaleo, pasto, puruwa, salasaka, sarakuro, waranka) y en la Amazonía cuatro (naporuna, orellana, pastaza y sucumbíos). Los pueblos kichwas comparten la lengua (kichwa), cierto parentesco y algunos rasgos culturales. La coexistencia de estas nacionalidades entre sí y con los pueblos mestizo y afrodescendiente produce múltiples y constantes cambios para todos, pero también se re-crean y se autodefinen identidades y expresiones culturales de diverso tipo. Una de estas es el deseo por lo inka que se materializa en el ejercicio de la lengua kichwa como la lengua general de los antepasados, de la cosmovisión cuadripartita del mundo andino, del culto a la Pachamama y al Inti como deidades esenciales de la naturaleza, y de la vivencia de las fiestas de origen inka como el Intiraymi (Muenala 2010, comunicación personal). Este “redescubrimiento” de la monumentalidad e iconografía inkas en territorios colonizados y del festejo transandino del Intiraymi en espacios “sagrados” podría resultar forzado. En la Sierra tanto sur y norte, los indígenas enfatizan el uso de estrategias políticas que utilizan como escenarios los sitios arqueológicos y la iconografía prehispánica andina para reconfigurar sus procesos de etnogénesis. Como resultado, Inkapirca en la provincia de Cañar, Puntiachil y Cochasquí en Pichincha, son ejemplos de sitios arqueológicos pre-inkas, donde ahora los incas son constantemente festejados.

De acuerdo a Muenala (2010), comunicador social kwicha de Otavalo, los lugares arqueológicos son lugares sagrados que provocan emotividad. Es probable que exista un lazo muy estrecho con la tierra de origen y de los padres, pero no necesariamente hay conexión con los objetos ni los lugares arqueológicos, porque, si la hubiera, estos fueran respetados. Muenala (2010) sostiene que, desde hace 30 años, el festejo del Intiraymi en Otavalo recobró fuerza, pero indica que, a diferencia de lo que se hace en el Cuzco y en Bolivia para el Intiraymi, en Otavalo, Peguche y alrededores, la tradición es el baño ritual en la cascada, a media noche del 21 de junio. Igualmente, en Otavalo y su área de influencia, se baila en círculo; hay también una procesión constante de casa en casa, pero no se usa el fuego como elemento ritual, sino básicamente la danza y el canto (Muenala 2010). En la memoria de Otavalo, por ejemplo, se desconoce totalmente la ceremonia de la Capaccocha (Bray et. al 2003), que fue trascendental para la interacción del Tawantinsuyo. Ahora bien ¿qué saben los amazónicos de la Pachamama o del Intiraymi? Y sin embargo, lo festejan porque el Intiraymi es fuente de turismo, lo que muestra claramente que hay una disputa entre el capitalismo y el patrimonio. En cuanto al uso de la iconografía prehispánica, Muenala (2010) explica que, en la auto-definición actual de los pueblos como indígenas, la gente empezó a usar motivos que se ven en las vasijas de barro del pasado, aunque no conozcan su significado real. Simplemente, los motivos precolombinos “se venden”. Por ejemplo, el “sol pasto” o astro de ocho puntas es un elemento original de la iconografía y cosmovisión del pueblo pasto (norte de Ecuador y suroccidente de Colombia), pero en la práctica arqueológica indígena, el sol pasto fue asimilado como inka y, a pesar del discurso de la interculturalidad, este se usa en el intento de homogeneizar al Ecuador indígena plurinacional (Landázuri y Vásquez 2007).

Conclusiones

En Ecuador, los signos y símbolos antiguos, así como las obras arquitectónicas y los objetos arqueológicos, no se reivindican ni se aprecian en su dimensión original o dentro del contexto en que estos fueron creados. Sólo se desvirtúan por una percepción sesgada de lo arqueológico. Reciclar el pasado y decir que este vive entre nosotros es algo que va más allá de la Colonia, de la “tradición”, y del linaje de la “sangre noble” de los inkas (Andrade 1997). La percepción indígena ecuatoriana resulta bastante superficial, lo que no obsta que se haya convertido en una de las propuestas más dinámicas, que mueve masas de una región a otra y logra constituir un bloque, el indígena. Mi crítica para el Ecuador es que los pueblos serranos son aparentemente más poderosos que los del resto del país, lo que les ha permitido conformar un proceso político en el que se pone muy poca atención en los sitios arqueológicos y en lo que la historia y la arqueología dicen acerca de estos. Por esta razón, se ha facilitado el acceso de la sociedad nacional y transnacional a estos espacios (Vásquez 2005), que en otros países han sido objeto de apropiación indígena. Cuando comparamos la percepción indígena de lo arqueológico en el Ecuador con lo que sucede en las Américas, es posible tener una perspectiva más objetiva. Los Mapuche de Chile, por ejemplo, están en constante oposición a los winka (mestizos chilenos) y quieren re-dibujar las fronteras nativas a la fuerza. En cambio, los indios estadounidenses han conseguido mucho para re-enterrar a sus muertos, aunque a los vivos les preocupa más otro tipo de dificultades. Si bien el poder político de las tribus indígenas estadounidenses no se compara con el de los grupos andinos, la política de repatriación de restos y objetos arqueológicos ha ganado un espacio nacional antes desconocido. La ley de NAGPRA obliga al gobierno federal a pagar, en cierta medida, por los perjuicios sociales y culturales ocasionados en el pasado. Sería innecesario mencionar el genocidio y el exterminio cultural de las tribus nativas de Estados Unidos. Lo importante es que el caos que se produjo, entre generaciones, por causa del traumático capítulo de las “Indian schools”, se compensó en parte con NAGPRA, a fines del siglo 20. En las reservaciones de las tribus estadounidenses, los bienes inmateriales, como las fiestas y las prácticas tradicionales, siguen activos y casi sin cambios desde hace 518 años. Por contraste, en Ecuador, se practican celebraciones inkanizadas, se descuidan por completo los lugares con vestigios arqueológicos, se destruyen contextos y se obtienen “piezas” para venderlas en el mercado ilegal y contribuir al coleccionismo privado y turístico, como en el recién inaugurado Museo de El Alabado en Quito. En el caso ecuatoriano no existe política clara contra las acciones que perjudican la integridad física de los sitios arqueológicos y su cultura material, y los derechos de propiedad intelectual.

La gran falla de este uso del pasado arqueológico es olvidar que, antes de los inkas, existieron muchas sociedades diversas y que sus vestigios están siendo destruidos a causa del abandono y el desarraigo de los grupos locales, mientras al mismo tiempo se juega con un discurso inkanizado que defiende la ancestralidad, las tierras comunales y la filosofía del pasado. Antes que condenar y castigar, como lo hacen las tribus de Estados Unidos, el wakerismo y el coleccionismo ilegal de capitales culturales que pertenecían a sus antepasados, nuestros indígenas son ellos mismos quienes wakean los sitios arqueológicos, los alquilan para su destrucción y/o venden los “productos” para su comercialización. Pese a que respeto y respaldo al movimiento indígena ecuatoriano, mi crítica va hacia el poco interés puesto en documentar su movimiento genealógico, lo que restringe, en cierta medida, la profundidad teórica de sus prácticas “ancestrales”. Está claro que los indígenas no están legitimando realmente sus raíces ancestrales; al contrario, están desarrollando una identidad amalgamada y de corte inka, que los acerca más a la visión hegemónica del Sur (Landázuri y Vásquez 2007). Lo curioso es el papel del estado que apoya abiertamente esta re-creación de identidades, porque es fuente de turismo que enmascara el objetivo de la interculturalidad. Es necesario que los arqueólogos presenten a consideración del movimiento indígena sus interpretaciones sobre el pasado y que sus estudios no queden solamente archivados en las oficinas públicas. ¿Será posible deconstruir la visión hegemónica de “lo indígena” como opuesto a lo “mestizo” y dar cabida a la interculturalidad? ¿o dejar a los indígenas que sean inkas… y que sean felices?

Luis Andrade, 1997, Biografía de Atahualpa. Banco del Progreso, Quito. Tamara Bray, 2003, Los efectos del imperialismo incaico en la frontera norte: una investigación arqueológica en la sierra septentrional del Ecuador. Marka/Abya-Yala, Quito. Tamara Bray, L. D. Minc, M.C. Ceruti, J. A. Chávez, R. Perea, y J. Reinhard, 2005, A compositional analysis of pottery vessels associated with the Inca ritual of capacocha, Journal of Anthropological Archaeology 24: 82-100. Florencio Delgado, 2008, Método y teoría en la arqueología ecuatoriana. En Arqueología en Latinoamérica: historias, formación académica y perspectivas temáticas, p. 129-165. Universidad de los Andes, Bogotá. Carlos Espinosa, 1995, Colonial visions: drama, art, and legitimation in Peru and Ecuador. En Native artists and patrons in Colonial America. Phoebus – A Journal of Art History (7): 84-106. Tamara Estupiñán, 2003, Tras las huellas de Rumiñahui, Banco General Rumiñahui, Quito. Andrés Guerrero, 1994, Una imagen ventrílocua: el discurso liberal de la “desgraciada raza indígena” a fines del siglo XIX. En Imágenes e imagineros: representaciones de los indígenas ecuatorianos, siglos XIX y XX, Blanca Muratorio, ed., p. 197-253, Flacso, Quito. Germán Muenala, 2008, Revista Somos, Municipio de Otavalo, Otavalo. Ernesto Salazar, 1995, Entre mitos y fábulas: el Ecuador aborigen. Corporación Editora Nacional, Quito.

Mise à jour le Samedi, 11 Septembre 2010 11:23