El Inventario de Registro Arqueológico: una Visión Personal Imprimir
Escrito por Byron Ortiz   
Miércoles, 26 de Mayo de 2010 04:02

Después del robo de la Custodia de Riobamba, el Gobierno Ecuatoriano emitió, a finales del 2007, el Decreto de Emergencia de Patrimonio Cultural, que pretendía frenar la destrucción y el saqueo de los bienes patrimoniales, e impedir que salgan de las fronteras nacionales. En consecuencia, en octubre de 2008, se inició el Proyecto de Inventario Arqueológico, en cuyos cuatro últimos meses, tuve la oportunidad de colaborar, en calidad de asistente de campo para la Universidad Andina Simón Bolívar, en la catalogación del norte y parte del centro del país, específicamente en las provincias de Imbabura, Pichincha y Cotopaxi. El equipo de Arqueología, fue conformado por el coordinador general, Eduardo Almeida; el coordinador de campo, Estanislao Pazmiño; y, doce asistentes, quienes se subdividían en grupos de cuatro personas para abarcar más terreno y registrar, rápida y eficazmente, tanto sitios arqueológicos como colecciones.

Para mí fue una experiencia muy enriquecedora, en la que pude poner en práctica lo estudiado en clases. Por ejemplo, el reconocimiento de distintos tipos de cerámica, la identificación de montículos artificiales y restos de construcciones; el empleo de GPS, imprescindible para tomar coordenadas de ubicación; el uso de mapas; y, finalmente, el manejo de grupos de trabajo. Por otra parte, aprendí a tratar con todo tipo personas, que es lo más importante, pues de ello depende que los propietarios de los terrenos donde se encuentran dichos sitios o los dueños de colecciones, nos permitan realizar el registro; y, créanme, que esto no se aprende en la Universidad, ya que se debe tener tino y paciencia, características que sólo la experiencia puede dar. Fue interesante ver cómo la gente humilde era las más colaboradora, mientras que propietarios pudientes y grandes empresas nos ocasionaron problemas.

El asistente de campo, algunas veces, pasaba por penurias, como ser atacado por perros guardianes, toros y, en el caso de un compañero, un feroz pavo que no cejaba en su intento de acabar con su carrera de arqueólogo. Para poder ingresar en las propiedades privadas, después de que el dueño daba su consentimiento con las frases “entre no más, el perro no hace nada” o “el toro es manso” – lo cual, en la mayoría de los casos, no era cierto –, procedíamos a prospectar el lugar en busca de evidencia material que determine si el sitio debía ser inventariado. Con este fin, se recurría a los informes de proyectos arqueológicos previos, suministrados por el INPC, gracias al Decreto de Emergencia Patrimonial. Otras fuentes de ayuda eran la bibliografía de múltiples autores que mencionaban sitios arqueológicos, el conocimiento que tenían las personas, sobre todo, las de edad avanzada, quienes hablaban de lugares ignorados, y su aspecto de antaño. En ocasiones, cuando andábamos en busca de ciertos sitios, dábamos, de casualidad, con otros que no habían sido tomados en cuenta. Al movilizarnos en la camioneta que era utilizada en el Proyecto de Inventario, estábamos muy pendientes de poder identificar en el terreno montículos artificiales escondidos en el paisaje, cuya preservación determinaba si merecían ser registrados. Muchas veces, el chofer colaboró en la tarea, ya que, de tanto buscarlos, él también había logrado entrenar su vista.

Con toda esta información, tratábamos de llegar a los sitios –muchas veces, perdiéndonos en el proceso por diversas razones, como la de que los libros citaban yacimientos muy distintos de los existentes, o que las coordenadas especificadas en las informes eran erróneas o, al preguntar a lugareños la ubicación de lo que queríamos registrar, se nos indicaba que la distancia era de apenas unos pocos metros, pero, luego de transcurrida una hora de búsqueda, todo parecía indicar que la medida consignada estaba equivocada, tratándose, en realidad de leguas de distancia. Me imagino que esta gente no lo hacía con malicia, sino que, para ellos, las distancias no son muy importantes, porque las recorren a diario, adquiriendo absoluta cotidianeidad. Finalmente, el fuerte invierno que azotó ese año al país fue otra de las cosas que complicó nuestro trabajo de manera fundamental.

Ya en el sitio, el equipo, que consistía de cuatro personas, se dividía, dedicándose dos a la medición y a ubicar las coordenadas con GPS; la tercera a llenar fichas con información como accesibilidad al lugar, datos del dueño, extensión del sitio, y evidencias de cultura material en la superficie o vestigios de construcciones (montículos artificiales, rampas, terrazas, etc.); la cuarta se dedicaba a tomar fotos, escogiéndose para ello a la persona más organizada, pues era tedioso el trabajo de colocar las fotos que iban con cada ficha. Normalmente, en el día, se llegaba, por lo menos, a tres o cuatro sitios, si había suerte y, al final, en el hotel se ordenaban las fotos en la computadora, de manera que cada una era anexada al sitio correspondiente, digitalizando las fichas, que, luego de corregidas, serían subidas al sistema.

Esta labor se realizaba en varias salidas al campo, dependiendo su prolongación del tamaño de las provincias visitadas, así como de los yacimientos encontrados -Carchi, Imbabura y Pichincha fueron las que más tenían, mientras que en Cotopaxi la cantidad era considerablemente menor. El trabajo era cansado, pero, al final del día, gratificante, porque, aparte de la satisfacción que produce conocer y concientizar a los habitantes de la importancia de proteger los sitios arqueológicos y, sobre todo, de no saquearlos, se visitaban paisajes espectaculares de la sierra norte y centro: desde el frío páramo y los imponentes paisajes montañosos hasta profundos cañones, bosques subtropicales y extensos y verdes valles.

El inventario de colecciones privadas fue difícil, dado que muy pocas de éstas eran conocidas y llevadas por instituciones o personas particulares serias, por lo que era necesario guiarse por la información suministrada por terceras personas para dar con ellas. Se pudo constatar que varias colecciones estaban constituidas por piezas adquiridas a huaqueros, por hallazgos fortuitos y hasta por objetos recibidos en herencia. Otras pertenecían a museos, algunos bien mantenidos, aunque no era raro que en los más pequeños, por falta de cuidados e infraestructura, la presentación de los artefactos fuera mas bien precaria. El registro de las colecciones extensas era algo complicado porque teníamos que identificar uno por uno los objetos, dar fe de su originalidad, averiguar su filiación y, por último, fotografiarlos y llenar la respectiva ficha. Fue de gran ayuda, en algunos museos que existiera un registro previo del material arqueológico, ya que nos permitía sólo revisar esos informes e inspeccionar la calidad del local y su infraestructura. Por cierto, encontramos también colecciones que no eran manejadas de manera adecuada, ni tenían el apoyo de las autoridades locales. Algunas colecciones quedaron pendientes de inventario, sea porque terminó el período registro o porque sus dueños no nos brindaron las facilidades necesarias.

Terminada esta etapa, se procedió a la digitalización de la información de las fichas y, luego, a subirlas al sistema. Para mí, fue una gran experiencia haber colaborado con este enorme proyecto y, principalmente, haber aportado para que muchos sitios y colecciones hayan sido registradas, de forma que esta información sirva, primordialmente, para futuras investigaciones arqueológicas y para cuidar nuestro patrimonio arqueológico. De todas maneras, no fue posible cumplir con las expectativas que se plantearon al comienzo del proyecto, pues muchas cosas no lograron ser registradas por falta de tiempo, malas condiciones climáticas, etc. Cuando yo empecé a trabajar, a finales de diciembre del 2008, colaboré en el registro de cientos de fichas de yacimientos y de colecciones. Según los datos de la publicación del Informe del Decreto de Emergencia del Patrimonio Cultural (2010), la Universidad Andina hizo 1629 fichas de sitios y 107 colecciones, menos de lo planeado por los coordinadores. En todo caso, se descubrieron nuevos e interesantes sitios, que se espera puedan ser protegidos y luego investigados en futuros proyectos arqueológicos.

Desde mi punto de vista, el proyecto de inventario es un gran aporte para la cultura y, sobre todo, para salvaguardar nuestra herencia tangible. A raíz de él, las leyes de protección de bienes culturales, especialmente arqueológicos, se han endurecido más, creando penas para los que atenten contra ellos. Incluso, a finales de abril salió un manual (Guía de Identificación de Bienes Culturales Patrimoniales, INPC) que da las pautas para el control, por parte de las autoridades competentes, para evitar que se intente sacar de nuestras fronteras cualquier artefacto por terminales terrestres, aeropuertos y puestos de aduana. Pese al enorme esfuerzo realizado en todo el país, decepciona constatar que el Informe del Decreto de Emergencia haya asignado apenas cinco páginas al registro arqueológico, que constituye nuestra mayor riqueza cultural.

Última actualización el Miércoles, 26 de Mayo de 2010 04:07