7355 Km. en bus… hacia los Andes Centrales Imprimir
Escrito por Ernesto Salazar   
Viernes, 04 de Enero de 2008 21:21

Cuando en diciembre pasado, “solté” la idea de un viaje a Perú, los estudiantes la acogieron con cierto entusiasmo, sin que llegáramos a concretar nada. Pero cuando Alexander Martin, Profesor de nuestra Escuela, nos invitó formalmente al encuentro arqueológico de Lima, el asunto cobró ya forma porque simplemente podíamos matar dos pájaros de un tiro: el compromiso académico y el viaje de lo que “buenamente podamos ver”. Estanislao se encargó de trazarnos una ruta “cultural”, averiguar precios y darnos el estimado de un presupuesto económico. El viaje sería de Quito a La Paz, por la costa peruana, entrando a la sierra de Cuzco y luego al Titicaca y la capital boliviana. Todo en bus, viajando de noche para no pagar hotel, comiendo almuerzos en restaurantes baratos, y durmiendo en hostales “decentes”, en la medida de nuestro bolsillo. Diez personas nos habíamos anotado para el periplo de los Andes.

Hay cosas que no hacemos los arqueólogos; por ejemplo viajar sin el Andrés Chiriboga. Así que le hablamos del asunto, y el hombre estuvo a la altura de las circunstancias, o mas bien más allá de ellas, porque compró un boleto de avión a Lima y se adelantó un par de días para tenernos listo un alojamiento. El resto abordamos el bus, el 30 de julio, en Quito y nos dirigimos a Huaquillas. En la madrugada, cruzábamos ya las verdes plantaciones de banano de la provincia de El Oro.

Huaquillas es una ciudad completamente desordenada, pero nos abrimos paso para realizar los trámites aduaneros para la salida de Ecuador y la entrada al Perú, tomando luego un bus que nos llevó a Tumbes e inmediatamente otro que nos dejó en Chiclayo. Dormimos aquí y al día siguiente hicimos una escapada arqueológica a Sipán. De lejos, se ven solamente unas lomas desgastadas por el viento y los siglos. Pero cuando uno se acerca puede detectar en los intersticios de las faldas los miles y miles de adobes que conforman la construcción de estos montículos artificiales. Arqueólogos peruanos están trabajando por todos lados, y un equipo se dedica a la excavación de un personaje importante (acaso el jefe de la milicia) en el mismo lugar donde fue encontrado el famoso Señor de Sipán. Luego, la visita al museo de sitio, modesto, pero con hermosas reproducciones a color de la vida de los mochicas en Sipán. Fotos de rigor junto a la tumba general, a las excavaciones secundarias, a los adobes inviduales rescatados del lugar. Y claro, primer encuentro con la cocina peruana: anticuchos, cebiches, choclos (de granos gigantescos que jamás he visto en mi vida). Y van apareciendo las idiosincracias de los viajeros, como la del Ernesto, que se empeña en pedir en los restaurantes Coca Cola bien helada en botella de… vidrio!

Y en esa misma tarde, bus para Lima (12 horas al menos). La carretera va junto al mar por un paisaje que se vuelve agreste y desértico, justo cuando se deja la provincia de El Oro. Primero hay manchas de arbustos de faiques o guarangos, pero poco a poco la vegetación va cediendo a verdaderos desiertos donde no hay nada. O mas bien dicho sólo pueblos miserables con chozas de carrizos, en medio de arenales inmensos, sin que el viajero pueda figurarse de qué se alimentan los habitantes. La respuesta aparece, de tiempo en tiempo, con la presencia de campos de arroz, aún en período de barbecho, y de numerosas salinas. Hay pocas playas en la costa norte, y el paisaje más frecuente es de farallones hundiéndose directamente en el océano.

Llegamos a Lima, a mediodía. Búsqueda afanosa del Chiriboga que no asoma. Al fin, por teléfono, nos avisa que vayamos al hostal “Aquisito”, donde nos atiende Malisa, una dama muy educada y servicial. En la tarde, el Ernesto fue a comprar libros viejos (obviamente) y los demás a pasearse por la ciudad. Es la época de invierno y hace un frío húmedo en Lima. Al día siguiente, comenzó el simposio en el Museo de la Nación, y como no había personal para las inscripciones, nuestras chicas se apoderaron de la mesa de la entrada para atender en la reparticion de credenciales, y de una vez, de “Apachitas”, e invitaciones a visitar nuestro sitio web. Interesante el simposio, con nuevas ideas para la arqueología de hoy, propuestas por investigadores de las universidades de Pittsburgh, la Nacional de San Marcos, y la Católica de Lima, con moderadores ilustrados como Izumi Zhimada, Krzysztof Makowski, y nuestro Florencio Delgado. El Museo Nacional, bien presentado: artefactos, maquetas, representaciones gráficas, a menudo en espacios grandes, no llenados suficientemente.

Esparcimiento social casi nulo, excepto un almuerzo conjunto de los asistentes en Pachacamac, con pachamanca (enorme plato con carnes diversas, papas y camotes grandotes), anticucho (corazón de buey asado), y cebiche de pescado (ojo con este plato peruano, tiene varios “niveles”, de los cuales el “basal” está lleno de ají rocoto). Ah, también una velada en casa del arqueólogo Enrique López Hurtado, donde bailaron todos, inclusive el Ernesto Salazar. El ultimo día de simposio se realizó en el complejo de Pachacámac, enorme monumento prehispánico de compleja arquitectura de adobe, centro ritual y político desde el Horizonte Medio (600-1000 AD) hasta la llegada de los incas, que construyeron un templo del sol en su cima. Lo visitamos todos con la amena e instructiva guía de Marcelo Sacco, director del museo de sitio. Todo el paisaje de Pachacámac es desértico, pero sólo hay que subir a una loma cercana para ver a sus pies el verde valle de Lurín. Se acaba el Congreso: besos, abrazos, promesas… y nuestro grupo de nuevo al bus para el larguísimo viaje al Cuzco (1131 Km.).

Breathtaking… como dicen los gringos, así es la antigua capital imperial. A la entrada, una enorme estatua de Pahachuti Inca con un brazo extendido sobre la ciudad. Las casas, invariablemente de techo de teja, trepan las faldas de los cerros, mimetizándose con el entorno. Apenas una franja de fachada blanca, entre techo y techo, traiciona el color del paisaje, revelando las casas construidas, una tras otra, ladera arriba. En el centro histórico, toda las calles tienen casas con basamentos incas de piedra almohadillada. Hay ciertos ritos ineludibles, como visitar los museos de pintura de la escuela “cuzqueña”, o acudir a la calle donde está la piedra de 12 ángulos. Aquí, un cholo peruano, vestido de inca y con lanza, posa ceremonioso y grave junto a la piedra, para la foto con algún turista, a cambio de una propina. El recuerdo más solemne y más duradero será sin duda la visita al Coricancha, el templo máximo del Tawantinsuyu, ombligo y axis mundi, sobre el que se levanta ahora el templo de Santo Domingo, en inconfundible signo de destrucción de la religión idólatra. Todavía quedan varias estructuras originales, con muros de la mejor piedra labrada que se pueda ver en el imperio. En el centro del patio del convento, hay una pila grande de piedra, hoy sin agua, que marca el punto central de donde partían los caminos a los cuatro suyos. Todos con recogimiento y hablando en voz baja, recorremos este lugar “turístico”, otrora de sacralidad extraordinaria. Andrés y David depositan ofrendas en el lugar mas sagrado del Tawantinsuyu.

Alrededor del Cuzco, hay numerosos sitios arqueológicos, que se visitan en tours guiados, o yendo en bus como cualquier hijo de vecina, que es lo que finalmente hicimos. Se comienza en Sacsahuaman, el mayor complejo religioso-militar del imperio, con tres murallas en zig-zag, enormes monolitos encajados perfectamente unos con otros, y coronado por una especie de torre llamada Muyucmarca. A un lado, queda la enorme plaza, y al frente la colina de Rodadero, donde está esculpido el trono del inca. Luego, en viaje de dos días, recorrimos sucesivamente Q’enqo, un adoratorio semioculto en un pasadizo, que atraviesa un afloramiento rocoso con gradas esculpidas en la superficie; Tambomachay, una construcción inca en torno a un manantial; Pukapukara, pequeño centro de control de tráfico. En medio viaje, tenemos que atravesar el valle sagrado del Urubamba, ahora “invadido”, al decir de los informantes locales, por inversionistas chilenos que se han apoderado de los mejores terrenos para instalar establecimientos de recreación y comida. Cuentan que un restaurante izó recientemente una bandera chilena, acto de lesa peruanidad que casi causa otro conflicto. En el mirador de la carretera que mira al valle, vendedoras locales ofrecen al turista una larga franja de plástico con compartimentos sellados, en cuyo interior se ven muestras de los granos que se cultivan en Urubamba, con su respectivo nombre vernáculo.

Pisac es un conjunto de terrazas con estructuras habitacionales construidas en lo alto de la montaña, aprovechando, como paredes, gradas o pisos, los afloramientos rocosos de la cumbre. Digno de notarse es el intihuatana, tallado en roca viva, que revela el carácter religioso de este lugar. Tipón, en cambio, parece haber servido de campo experimental de los agrónomos incas. Atravesado de manantiales, y cerca del capac-ñan y otras estructuras, Tipón es un sitio imponente, con terrazas tan grandes como un campo de fútbol, o casi (de hecho, la tarde de nuestra visita un grupo de trabajadores locales jugaba animadamente un partido de fútbol en una de las terrazas incas). El actual pueblo de Tipón no tiene nada de especial, excepto que es un lugar de preparación de cuyes. Sin embargo, a los animalitos se les veía pequeñones, así que decidimos intentar otro plato: el chicharrón, muy parecido a nuestra fritada. Media hora, una hora, una hora y media, dos horas, y el chicharrón no pasaba a la mesa, ni había señales de que, al menos, estuvieran matando al puerco. Ante nuestro reclamo, la campesina dueña del lugar tomó su celular y llamó al pueblo próximo para insistir en el envío, que llegó en taxi a nuestra mesa. Todo el grupo hablaba en Tipon de los “amores” de la Anita Belen, no sé si por el paisaje deslumbrante, o por algún sagitario que pasó por su lado. Aquí la toma de fotos tiene una variante lingüística, según nuestro guía. Para la sonrisa congelada no se dice: whiis-ky, sino: chii-cha.

La siguiente parada fue en Ollantaytambo, un pueblo inca que se encontraba en construcción al momento de la conquista. Tiene una plaza central (Maniaraki), que separa el sector religioso (de magnífica arquitectura y enormes bloques pulidos), del sector residencial ubicado en el actual pueblo homónimo. Pikillacta es un sitio huari, de cronología preinca. El imperio huari pertenece también al Horizonte medio y es considerado el antecedente cultural directo del imperio inca. Pikillacta está rodeado de una alta muralla, en cuyo interior hay gran número de manzanas rectangulares que albergan casas y recintos de almacenamiento (colcas), a veces de 2 y 3 pisos, separados por una plaza central. Calles interiores dividen el complejo urbano y sirven de comunicación entre las manzanas. No muy lejos un acueducto huari, reutilizado por los incas, llevaba agua para el Cuzco.

En suma, días de ajetreo en pos de conocer las ruinas. El grupo entra y sale a la carrera de la furgoneta que nos hace el recorrido. Nadie dice estoy cansado; nadie dice estoy con hambre. Y cuando el David le reclama al chofer por más tiempo para recorrer los sitios, me doy cuenta que debo estar orgulloso de estos muchachos y muchachas que, al fin, llevan ya la profesión en la sangre. Realmente sólo lamentamos una cosa: nos perdimos la joya de la corona. No pudimos visitar Machu Picchu: temporada alta, paquetes turísticos prohibitivos para nuestro bolsillo, turnos copados por varios días.

Y no obstante toda mi sed de ternura, cerrando los ojos la dejé pasar”, dijo el poeta. Así que nos resignamos. Las chicas y el Chiriboga regresaron a Lima y a Ecuador. Y los restantes, todos hombres, tomamos el bus para el largo viaje a La Paz (544 Km.). No vimos nada en el trayecto porque estaba oscuro, pero temprano en la mañana pudimos disfrutar un largo recorrido a orillas del lago Titicaca, pacarina de origen de los incas (entre 5100 y 8.500 Km2. de superficie, según diversas fuentes, y alimentado por 25 ríos). Luego de cruzar la frontera con Bolivia, llena de peregrinos, llegamos a Copacabana, que estaba de fiesta por el día de la Virgen de la Candelaria. La imagen, tallada en Potosí por Francisco Tito Yupanqui, indio inca de sangre real, fue llevada en 1583 a esta ciudad, en un humilde bote de totora. Hay misa y bendición de automóviles, y nosotros hacemos un paseo corto en bote a remo por el Titicaca. Pasamos por la pequeña sede de la Marina de Bolivia, hoy confinada solamente al lago, hasta que los dioses o acaso Don Evo Morales recuperen la “salida soberana” al mar para este bello país. Luego visitamos El Sapo, un promontorio rocoso, a orillas del lago, donde los devotos estrellan botellas de licor contra la roca. Finalmente, una trucha del Titicaca consumida en la playa, y carrera a un hotel donde alquilamos un cuarto para guardar momentáneamente las mochilas, y tomar, por enésima vez, el bus que nos llevaría a la capital boliviana.

La Paz se encuentra en una depresión de 400 m. de profundidad. A principios del siglo XX, no se la veía, sino cuando se llegaba a los bordes de la hondonada, pero ahora la ciudad ha crecido hacia arriba, “regándose” sobre el altiplano, en una zona urbana conocida como El Alto. El caótico tránsito y la indolencia de los transeúntes se refleja con humor en la foto de un periódico local: un disciplinado pastor alemán cruza solo por el puente elevado, mientras por debajo los transeúntes torean con los carros para cruzar la avenida. Nos alojamos en el hotel Gloria, en un barrio con actividad comercial muy parecida a la de nuestra plaza Ipiales “pre-Moncayo”. De hecho, en la misma esquina del hotel se encontraba el mercado de los brujos con su impresionante parafernalia: pieles, ofrendas para rituales andinos, conchas, altares, flores, fetos de llama, piedras bezares. En las esquinas, es frecuente ver indígenas aymaras vendiendo la más abigarrada variedad de “cosas” secas: papas y duraznos deshidratados, maní y canguil de gran tamaño (canchitas), porotos y arvejas blancas, que se comen como nuestras habitas tostadas.

La última visita fue a Tihuanaco, magnífica ciudad ceremonial cuya expansión tuvo lugar en el Horizonte medio. Recién las excavaciones actuales están poniendo a luz nuevos templos hundidos y nuevas estructuras en los conocidos montículos ceremoniales de Pumapunku, Acapana, y Kalasasaya, todo ello en medio de un paisaje de terrazas agrícolas. El trabajo de la piedra, inigualable, y con una característica desconocida en los Andes Centrales: el uso de grapas de bronce para mantener juntas las piedras de los muros. El museo no está a la altura de lo que se ve alrededor, y los guías han adoptado un discurso new-age sobre la trascendencia de la cruz andina, machacado sin piedad en el cerebro del pobre turista. Fotos de rigor, sobre todo en la Puerta del Sol; compra de réplicas tihuanacotas; y un almuerzo acorde con la altura del lugar: un plato paceño que viene con carne de llama.

Al fin, llegó la hora del regreso en bus, que lo hicimos como “perseguidos”, o sea de “una sola”, desde La Paz hasta Quito, con sólo tres horas de parada en Lima para retirar unos libros viejos encargados, y comprar xeroxcopias baratas de libros que, en gran abundancia de títulos, ofrece la Universidad de San Marcos. Lo de perseguidos resultó cierto, ya que nos adelantamos en pocas horas al terremoto que asoló a nuestros hermanos peruanos. Con la bendicion de los apus de los Andes Centrales, regresamos sanos y salvos, el 17 de agosto.

Cierro mi libreta de notas y el archivo fotográfico, sintiéndome aún en el bus-cama, mirando la película peruana Juanito, el huerfanito, o jugando con el agua de los manantiales de Tipón, recorriendo los imponentes muros de Ollantaytambo, o andando por el Kalasasaya, con la leve brisa que soplaba en el luminoso altiplano.

[Las ilustraciones de este artículo son de Miguel Vidal, tomadas de Nueva Crónica del Perú, siglo XX, de Pablo Macera y Santiago Forns, 2000, Fondo Editorial del Congreso del Perú, Lima].

Última actualización el Jueves, 27 de Agosto de 2009 19:26