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Revistas Apachita Apachita 15 Charles Darwin y la Teoría de la Evolución
Charles Darwin y la Teoría de la Evolución PDF Imprimir E-mail
Escrito por Ernesto Salazar   
Jueves, 21 de Enero de 2010 07:01

En el presente año se conmemoran dos aniversarios darwinianos, el segundo centenario del nacimiento del sabio y los 150 años de la publicación de su obra El origen de las especies. De familia acomodada, Charles Darwin (1809-1882) inició sus estudios universitarios en la Universidad de Edinburgh, con el fin de graduarse de médico, la profesión de su padre. Dos años de estudio le fueron suficientes para darse cuenta que no era ese su destino. Su padre entonces lo instigó a que se formara como clérigo y le envió a Cambridge, de donde salió convertido en clérigo de irrestricta adhesión a la Biblia (aunque no ordenado), y en ávido naturalista, gracias a las amistades que forjara allí con varios naturalistas, entre los cuales cabe señalar sus dos mentores más importantes, J. S. Henslow, profesor de botánica, y Adam Sedwick, profesor de geología. De hecho, fue Henslow quien consiguió para Charles un puesto en el Beagle, barco de su majestad a punto de zarpar en una jornada alrededor del mundo. Fue así como Charles Darwin, 23 años, graduado en teología y estudios clásicos, acabaría abordando el barco como “naturalista”. Esta situación algo anormal se volvió factible porque Charles ofreció subsidiar su subsistencia durante la travesía.

El viaje del Beagle (1831-1836), al mando del Capitán Fitzroy, cubrió buena parte de las costas de Sudamérica, incluyendo las islas Galápagos (5 semanas de estadía en ellas), y otras del Pacífico, Nueva Zelandia, Australia, la Isla Mauricio, etc. cuyas experiencias fueron publicadas por Darwin en su libro Journal of Researches (1839), uno de los mejores libros de viaje que se conocen, y que fue divulgado en español como Viaje de un naturalista alrededor del mundo. Nadie en Inglaterra, ni el mismo naturalista en su barco, avizoraron el tremendo impacto que causaría este viaje, no sólo en el campo de la Historia Natural sino en el pensamiento mismo de Occidente. Darwin lo anotaba todo: color de plantas y animales, comportamiento, similitudes de huesos de especies desaparecidas con los huesos de las actuales, formaciones geológicas, volcanes, organismos que variaban de región en región o de isla en isla, los caparazones de las tortugas, los picos de los pinzones, etc. El Charles Darwin que regresó a Inglaterra en 1836 no sería ya más el mismo que abandonó sus costas confuso aún acerca de su futuro.

El mundo del siglo XIX, con la excepción de voces contrarias apenas audibles, fundamentaba la existencia de los seres vivos en su creación por Dios, según el manifiesto del Génesis bíblico; por ende, las especies eran fijas o inmutables desde el momento de su creación. Y así lo creía Darwin, hasta su epifanía del Beagle. Los historiadores de la ciencia han tratado de ubicar con precisión la fecha en que Darwin abandonó el “fijismo” por el “transformismo”. Pero más fácil resulta determinar la época en que se gestó la nueva idea, acaso desde 1832 cuando se enfrentó a los fósiles sudamericanos, luego el impacto que le causó el desembarco en las islas Galápagos en 1835, y finalmente, en 1837 cuando comenzó a esbozar la nueva idea. En sus cartas y manuscritos, Darwin se refería usualmente al cambio de las especies como “transmutation”, traducida al español como transformación, de la que deriva el nombre de transformismo para la teoria darwiniana, aunque Darwin prefería llamarla teoría de la descendencia con modificación. Cabe señalar que ni Darwin ni Wallace utilizaron originalmente la palabra evolución, cuyo derivado (evolucionismo) se generalizó desde comienzos del siglo XX. En inglés, la teoria se conoció inicialmente como Darwinism.

Luego de clasificar, con la ayuda de Owen (experto en mamíferos fósiles) y Gould (experto en pájaros), sus colecciones obtenidas en el viaje, Darwin dedicó varios años a publicaciones sobre los arrecifes de coral (1842), las islas volcánicas (1844), la geología de Sudamérica (1846), el viaje en el Beagle, ya mencionado. Diríase que el sabio se había embarcado en una producción bibliográfica valiosa pero diversa. Sin embargo, casi secretamente, en 1837, había comenzado a escribir unos cuadernos sobre la transformación de las especies, cuadernos que poco a poco aumentarían de volumen hasta constituirse en un ensayo grande de más de 200 páginas sobre la teoría de la evolución. Por cierto, Darwin no fue el primero en aseverar que las especies se transformaban a lo largo del tiempo. Justamente, al comienzo de su magnum opus señala algo más de 30 autores que le habían precedido en esta opinión, mencionando entre otros a Lamarck, Geoffroy Saint-Hilaire, el Profesor Owen, Herbert Spencer. El punto importante de Darwin era de que, a diferencia de estos autores, él había encontrado un mecanismo de cambio al que lo llamó selección natural. Bueno… otra persona más lo había descubierto. El asunto se desveló cuando Darwin recibió, en 1858, una carta del naturalista inglés Alfred Russel Wallace, entonces en la isla volcánica de Ternet (archipiélago malayo, actual Indonesia), solicitándole su opinión respecto a un artículo que había escrito sobre el tema. Grande fue la sorpresa (y desesperación!) de Darwin, al leer el trabajo de su compatriota y constatar que en él se encontraba esbozado, casi en los mismos términos (aunque el concepto no es idéntico), el mecanismo de la selección natural. El asunto produjo agudas discusiones en Londres ya que, en el fondo, se estaba jugando la precedencia intelectual de Darwin en el descubrimiento. Al fin, la decisión salomónica, conocida como el “arreglo delicado”, hecho por los influyentes amigos de Darwin (Lyell y Hooker, entre ótros), fue que la Linnean Society lea en asamblea y publique conjuntamente el artículo de Wallace y un resumen de lo que Darwin tenía ya esbozado en sus cuadernos. El evento pasó desapercibido; nadie en la sala hizo siquiera alguna pregunta, Darwin no asistió por estar enterrando a un hijo suyo, y el Presidente de la Sociedad se marchó señalando que en aquel año no había habido ningún descubrimiento de importancia. Recién, ahora se están descubriendo los entretelones del arreglo delicado y talvez ha llegado ya el tiempo de referirnos a la teoría de la selección natural como la de Darwin-Wallace, como están haciendo ya algunos autores del tema.

Darwin tenía proyectado publicar tres volúmenes sobre sus investigaciones pero, ante al asunto Wallace, aceleró la publicación de uno sólo – y a la final el único, revisado en varias ediciones posteriores –, que apareció el 24 de noviembre de 1859 con el título de The origin of species by means of natural selection or the preservation of favored races in the struggle for life, en 1 250 ejemplares vendidos todos el mismo día, no tanto porque había igual número de fans esperando la obra, cuanto porque los libreros literalmente arrancharon al editor toda la edición. Un buen ejemplar de la edición original (John Murray, Londres, tela verde original, títulos dorados) se vende hoy on line a precios entre 45.000 y 200.000 dólares, pero el lector no tiene que preocuparse, ya que existen ediciones baratas en casi todos los idiomas.

El principio de selección natural señala que los factores del medio ambiente inciden sobre los organismos, asegurando la supervivencia de los que estén mejor ajustados al entorno, y condenando a la extinción a los que no estuvieren. El contexto presupone que el grupo tiene variabilidad interna, o sea variaciones individuales de los integrantes del mismo (por ejemplo, los humanos somos iguales, pero cada uno constituye una variación, al punto que ningun humano es idéntico a otro). La seleccion natural no crea variaciones, sino que actúa sobre las ya existentes dentro de cada grupo. El acceso a los recursos para la vida genera una lucha por la existencia (concepto tomado de Malthus), en la que las variaciones menos aptas sucumben. Al final, el proceso de selección puede originar cambios radicales en el grupo y eventualmente la formación de nuevas especies, asunto particularmente notorio cuando ocurre en situaciones de aislamiento geográfico (especiación alopátrica). En este punto, la visita a las islas Galápagos fue clave para Darwin, porque pudo constatar que cada isla tenía sus propias especies de pinzones, sinsontes y tortugas. Sólo de pinzones había 13 especies con picos distintos, como si una población original de estas aves se hubiera distribuido por varias islas, convirtiéndose, a través del tiempo, en diferentes especies, como resultado de las poderosas fuerzas de la selección natural que, en cada isla, actuaban independientemente
sobre los organismos.

Para aclarar mejor este fenómeno, Darwin propuso que la selección natural tiene una agencia análoga a la de ser humano que, en el proceso de domesticación, escoge las características que le interesan en la formación de las especies domesticadas (por ejemplo, animales que den más lana o más leche, que corran más, que sean más fuertes, etc.), constituyéndose así en el agente de una selección artificial. La importancia de esta analogía le llevó a comenzar El Origen… con un capítulo sobre la producción de variaciones en el proceso de domesticación. Sin embargo, ante la crítica, Darwin publicó The variation of animals and plants under domestication (1868) para mostrar que su analogía era mas bien didáctica y que estaba consciente de las grandes diferencias existentes entre la selección natural y la artificial. Por cierto, un turista que estuviera observando los tropeles de jirafas o cebras paciendo tranquilamente en la sabana africana, difícilmente puede pensar que en ese mismo momento la seleccion natural está haciendo su tarea o que los animales están en cerrada lucha por sobrevivir. Como bien lo anota Darwin, las frases “selección natural” y “lucha por la existencia” son solamente de sentido figurado para explicar la intrincada y lenta trama de la supervivencia y la extinción de los organismos. En efecto, Darwin podría haber utilizado otras frases y de hecho Wallace le urgió a que, en vez de seleccion natural, usara la frase de Herbert Spencer: supervivencia de los más aptos. Cambios formales que, en ningún modo, descartaban el hecho de que la selección natural de los organismos es ineludible e inexorable.

Luego de enunciar sus principios, Darwin se ocupó, en el resto de El Origen…, de dar las correspondientes pruebas de su teoría, mencionando cientos y acaso miles de casos tomados de la zoología, la botánica, la geología, la biología, la paleontología, la biogeografía, etc., sin dejar de citar, en beneficio de los lectores menos ilustrados, cuestiones sobre los perros, los gatos, las orquídeas y los ratones. Luego de leer a Darwin, es difícil no reconocer en él al mejor naturalista de su tiempo. Sin embargo, ninguna teoría es completamente impermeable. Por ejemplo, el alce irlandés macho ha desarrollado una cornamenta inmensa que simplemente pone en peligro al animal cuando huye del depredador por los bosques y queda atrapado en los arbustos. ¿Por qué la selección natural habría dejado “pasar”, por así decirlo, esa característica que parece ser obviamente maladaptativa? Darwin tuvo aquí una acertada solución con el planteamiento del mecanismo de la selección sexual: los machos (generalmente) desarrollan características vistosas para atraer a las hembras y aparearse, asegurando así la preservación de su genotipo. Este mecanismo fue tratado con amplitud en su libro The descent of man, and selection in relation to sex (1871).

Igual de problemático fue el ritmo o velocidad del cambio evolutivo. Darwin creía que el proceso era tan lento que se volvía prácticamente imperceptible; más aún si se contaba con su afirmación de que la naturaleza no da saltos (gradualismo). En su tiempo, la edad de la tierra, estimada en 4 000 - 5 000 años, volvía imposible el cambio evolutivo. Afortunadamente, el desarrollo de la geología permitió datar la edad del planeta en 4 500 millones de años, tiempo más que suficiente para abrigar el modelo darwiniano. Además, se descubrió la mutación (cambio brusco en la genética de los organismos) como un fenómeno que no sólo podría acelerar el proceso, sino que también introducía más variabilidad en los organismos.

El escollo más difícil fue tratar de explicar cómo se transmitían a las generaciones sucesivas los cambios evolutivos. Darwin necesitaba de urgencia una teoría de la herencia para confirmar la suya. La más conocida en su tiempo era la teoría de la fusión, según la cual las características de los progenitores desaparecían en la fertilización, fusionándose y produciendo una cría que era una especie de promedio de ambos. Afortunadamente, en 1865, un monje austríaco llamado Gregorio Mendel había publicado un trabajo sobre la hibridación de las plantas en el que demostraba que las partículas de herencia eran independientes y que los resultados de su cruce podían ser calculados matemáticamente (en los experimentos de Mendel, en la primera generación, las plantas altas que se cruzaban con las cortas, daban siempre plantas altas; pero en subsiguientes generaciones las cortas volvían a aparecer; no ocurrían plantas de altura intermedia como se esperaría en la teoría de la fusión). Darwin murió en 1882 sin saber que se había salvado su teoría, y Mendel en 1884, sin saber que sus experimentos de jardinero tendrían la repercusion que ahora tienen. Su triunfo se hizo posible con la traducción de su trabajo al inglés en 1900 y su divulgación entre los científicos de Occidente. A mediados del siglo XX, la unión de la teoría darwinista con la genética de poblaciones, permitió concatenar diversos planteamientos en lo que se ha llamado la moderna teoría sintética de la evolución. La unidad de análisis pasó a ser la población reproductora, cuyo acervo genético (la suma total de los genotipos de todos los inviduos de la población) puede ser estimado cuantitativamente en el número y frecuencia de todos los alelos (manifestaciones de un gene; p.ej. la sangre tiene cuatro alelos: A, B, O, y AB) de sus integrantes. Cualquier cambio en la frecuencia de los alelos es un cambio evolutivo. O sea que los individuos nacen, crecen y mueren; sólo las poblaciones evolucionan.

Mientras los lectores medianamente cultos, y aún los menos, se volvieron evolucionistas de la noche a la mañana (se cuenta que Darwin había estado preocupado por el precio del libro al enterarse que los obreros de Lancashire habían tenido que hacer “vaca” para comprar un ejemplar), el problema surgió con los científicos y los pensadores, que se mostraron reacios a aceptar la nueva teoría. Muchos eran, naturalmente, cristianos y veían con dolor o decepción la eliminación de Dios en todo este proceso biológico. En efecto, la selección natural darwiniana actuaba completamente al azar y por supuesto no había razón alguna para pensar que el ser humano escapaba a su influencia. No sin razón, entonces, habría advertido un clérigo al botánico Henry Trimen, que Darwin era el hombre más peligroso de Inglaterra. La extensísima correspondencia del sabio es testigo del intenso escrutinio que Darwin hacía de los colegas de su tiempo para auscultar quienes se habían “convertido” al evolucionismo. En realidad, nunca teoría alguna fue tan aludida a su triunfo o a su colapso, como lo muestran algunos títulos de obras seleccionadas al azar: At the deathbed of darwinism (E. Dennert 1904), El eclipse del darwinismo (P. Bowler 1983), Darwin on trial (Ph. Johnson 1993), El triunfo de Darwin (M. Ghiselin 1983), Tomándose a Darwin en serio (M. Ruse 1987), De la séduction à la supercherie transformiste (J-F. Peroteau 1978), The evolution wars (M. Ruse 2000). Por cierto, hubieron grandes batallas en las que el pequeño círculo de Darwin tuvo que debatir con intelectuales, clérigos y biólogos “creacionistas”, en largas disquisiciones que a menudo terminaban en mofas públicas de los evolucionistas. Darwin fue uno de los personajes más caricaturizados de la época, generalmente representado como un mono con la cabeza del sabio. Sin embargo, con el paso de los años, el evolucionismo llegó a constituirse en una sólida teoría científica, que incluso comenzó a ser enseñada en las escuelas públicas.

El creacionismo se batió en retirada… pero sólo para rediseñar estrategias. Hoy tiene fuerte presencia en los Estados Unidos, donde diversas denominaciones protestantes, de caracter fundamentalista, están tratando, desde hace algunos años, de incluir en el pensum escolar la enseñanza del creacionismo, en profundidad y tiempos iguales a los destinados para la enseñanza de la teoría evolucionista. No sin cambios formales… para disimular el caracter religioso de los nuevos enfoques. En 1972, un PhD en ingenieria, Henry M. Morris, fundó en California el Instituto para la Investigación de la Creación, y poco después publicó un libro titulado Scientific Creationism, el primer manifiesto del relato bíblico tratado como “ciencia”. Básicamente, Morris trata de mostrar que la Biblia, más que un libro de revelacion divina, es un tratado científico de la naturaleza (aunque basado en la inmutabilidad de las especies y en su creación en seis días) y que el modelo creacionista puede competir en igualdad de condiciones con el modelo evolucionista, porque ambos son propuestas científicas. El campo de batalla son las escuelas públicas de USA, donde no menos de 20 estados (Kansas el más prominente, sin duda) han pasado o tienen intención de pasar leyes para la eliminación de la enseñanza del evolucionismo o el tratamiento igual del evolucionismo y el creacionismo en las escuelas. Todo depende de la conformación de la Dirección de Educación del estado: si hay mayoría conservadora se emite ley creacionista; si es más liberal se revoca la ley anterior y se vuelve al evolucionismo. Todo ello en juego casi anual, que se vuelve persistente en razón de que los evolucionistas de renombre rehusan bajarse de su pedestal a discutir con los creacionistas en las asambleas de las direcciones de educación. El Instituto de Morris tiene un Museo de la Creación, y otorga un título único en USA: Master en ciencias desde una perspectiva creacionista. Tiene además muchos alumnos y seguidores. Aún así, es evidente que la frase “creacionismo científico” es demasiado delatora de intenciones. Así que una nueva metamorfosis está en ciernes. Sin aparecer abiertamente religiosos, y sin nombrar a Dios, los creacionistas están ahora promoviendo una nueva teoría llamada del Diseño Inteligente, que argumenta que la vida es demasiado compleja como para ser explicada por el evolucionismo, y que por lo tanto debe haber tras las cortinas un diseñador inteligente que lo hizo todo. ¿Quo vadis, Domine? Probablemente a ninguna parte. El Gran Cañón es una profunda garganta cavada por el río Colorado en el estado de Arizona, donde afloran estratos y fósiles de hasta 2 000 millones de años de antigüedad. Más de 4 millones de personas lo visitan cada año. Jodi Wilgoren del New York Times reportaba en 2005 la jornada por el Cañón de dos grupos separados, uno evolucionista y otro creacionista: el instructor del primero explicaba que el plegamiento de una formación databa de 500 millones de años, y el instructor del segundo, que era resultado del diluvio universal ocurrido hace 4 500 años en castigo de Dios por los pecados de la humanidad. “Dos grupos examinando la misma evidencia”, dice Wilgoren, “haciendo itinerarios casi idénticos, tomando una siesta bajo las mismas estrellas y bañándose en el mismo río color chocolate. Y sin embargo, parados en los extremos opuestos del creciente debate entre creación y evolución, parecían hablar en lenguas diferentes”.

Cuando Darwin visitó las Islas Galápagos, el archipiélago estaba recién “estrenándose” como territorio ecuatoriano (posesión oficial en 1832). La carta de navegación de las islas fue elaborada en 1684 por el pirata Ambrose Cowley, quien puso a las islas los nombres ingleses que aún perduran en el uso internacional, a pesar de que el estado ecuatoriano impuso nombres españoles. Sólo la diminuta isla Culpepper ha perdido su nombre en homenaje a Darwin. Darwin encontró un solo poblado de 200 o 300 almas en la isla Floreana “casi todos gentes de color condenados por causas políticas en la república del Ecuador”. Hoy el archipiélago tiene una población de 40 000 habitantes y hay problemas ambientales y sociales de difícil solución.

¿Qué pasó en el lejano Ecuador, luego de la publicación de Origen…? Aparentemente nada. En un “rastreo”, en Quito, de ediciones del libro de Darwin, las más antigua es de 1910 (en el Fondo Jijón). González Suárez debió haber estado al tanto de la obra, pero nunca la mencionó en sus escritos. ¿Era Darwin palabra non sancta a fines del siglo XIX? Parece que sí, aunque Origen… nunca apareció en el famoso Indice de libros prohibidos de la Iglesia Católica. En realidad, el único darwinista de la época en Ecuador ni siquiera fue ecuatoriano. Hablo de Teodoro Wolf, el primer geólogo del país, que enseñaba evolucionismo en la Escuela Politécnica y que incluso realizó dos viajes a las Islas Galápagos (1875, 1878) en las que realizó más o menos el mismo tipo de observaciones que Darwin: la geología de las islas y las variaciones de los organismos.

El estado ha publicado el viaje de Darwin a las Galápagos sólo dos veces, una en 1935 (Darwin en el Archipiélago de Galápagos, Ministerio de Educación, Quito), con motivo del centenario de su visita a las islas, y otra, en texto incompleto, en 1960 (Carlos Darwin, 1835, en El Ecuador visto por los extranjeros, Biblioteca Mínima Ecuatoriana, pp. 273-296). Curiosamente, en 1938, los estudiantes del curso de ciencias del Colegio de Cotocollao publicaron las ponencias de una exposición sobre el Transformismo, dirigida por su Profesor de Biología, Manuel María Espinosa Pólit, S. J. Interesante discusión, conocimiento aceptable del tema, pero rematado, como debía esperarse, con una ponencia sobre el ocaso del evolucionismo, con categórica afirmación de que la “verdad revelada” había visto “deshacerse ante sí la tempestad de la doctrina transformista”.

Hace 50 años, la Fundación Charles Darwin de Bélgica estableció en Puerto Ayora, Santa Cruz, la Estación homónima, con el fin de preservar el ecosistema del archipiélago y de realizar investigaciones científicas. La Estación ha recibido numerosos premios y ayudas internacionales en virtud de la calidad de su gestión. En 1968, el archipiélago fue reconocido como Parque Nacional, y diez años después fue nombrado por la UNESCO patrimonio natural de la humanidad. Por su lado, el estado ecuatoriano ha contribuido con el aparato legislativo y administrativo correspondiente que, lamentablemente, no logró evitar la degradación paulatina del ecosistema. En 2007, el archipiélago fue declarado patrimonio mundial en peligro.

El hombre que desató este vendaval de ideas radicales se llamaba Charles Darwin. Su poderosa mente y su imaginación desbordada planeaban incesantes sobre el planeta entero, de mano de los libros porque, con excepción de su jornada del Beagle, Darwin nunca realizó otro viaje fuera de Inglaterra. En 1839, se casó con Emma Wedgwood, mujer de acendrado credo bíblico, que alguna vez le escribió una carta comentándole su temor de verse separada de él en la eternidad, a causa de sus ideas. En 1842, la pareja se trasladó a su nueva casa de Down, cerca de Londres, donde el sabio viviría hasta su muerte. Darwin nunca tuvo trabajo alguno, excepto las tareas inherentes a su menester de científico: escribir, leer, observar, experimentar, siempre experimentar. Curiosamente, esta poderosa mente se encontraba alojada en una envoltura terrenal muy frágil. Darwin vivió enfermo literalmente todos los días de su vida, luego de su viaje en el Beagle. Medio inválido, necesitaba a menudo la ayuda de otros para movilizarse aún dentro de su casa. Tenía vómitos, ansiedad, fatiga crónica, debilidad y otro síntomas, que han llevado a algunos especialistas a pensar que se trataba del mal de Chagas. Cuando murió, de afección cardíaca, dejó al mundo 17 libros, 155 artículos científicos, una ingente correspondencia (la Universidad de Cambridge ha publicado hasta ahora 16 volúmenes de su correspondencia que cubren sólo hasta 1868) y, como buen darwiniano, 10 hijos, para asegurar la prolongacion de su genotipo.

Charles Darwin, 1989, Viaje de un naturalista alrededor del mundo, Ediciones Grech, Madrid (exploración de las islas Galápagos en cap. XVII, p. 343-365). Adrian Desmond y James Moore, 1994, Darwin, the life of a tormented evolutionist, W. W. Norton, New York. Manuel María Espinosa Pólit, ed., 1938, El Transformismo, Editorial Ecuatoriana, Quito. Julian Huxley y H.D.B. Kettlewel, 1984, Darwin, Salvat Editores, Barcelona. Stephen Jay Gould, 2004, La estructura de la teoría de la evolución, Tusquets Editores, Barcelona. Camille Limoges, 1976, La selección natural, Siglo Veintiuno Editores, México. Richard Milner, 1995, Diccionario de la Evolución, Biblograf, Barcelona. Karl Rahner y Paul Overhage, 1973, El problema de la hominización. Sobre el origen biológico del hombre, Ediciones Cristiandad, Madrid. Ross A. Slotten, 2004, The heretic in Darwin’s court. The life of Alfred Russel Wallace, Columbia University Press, New York. Michael Ruse, 2000, The evolution wars, a guide to the debates, ABC-CLIO, Santa Barbara. Robert Charles Williams, 1983, Scientific Creationism: an exegesis for a religious doctrine, American Anthropologist 85(1):92-102. Jodi Wilgoren, 2005, Seeing creation and evolution in Grand Canyon, The New York Times, octubre 6.

Última actualización el Viernes, 22 de Enero de 2010 12:24
 

Comentarios  

 
#1 RE: Charles Darwin y la Teoría de la Evoluciónedvin 28-10-2010 03:58
uno de los grandes cientificos que ha existido, en el area de ciencias naturales, es un hombre ejemplar para el estudio de los seres vivos, que tenia esa vision de explorar lo desconocido, en ese entonces, el hombre que se atrevio a quitar las vendas que nos tenia atado la iglesia en ese entonces.....
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