Un viaje por la cuesta de la Deshonra Imprimir
Escrito por Andrés Chiriboga Egas   
Sábado, 24 de Febrero de 2007 15:48

Salimos de Cuenca, a primera hora de la mañana, luego de encontrarnos en el Terminal terrestre y tomar un bus con destino final a Cuenca. Hacia la mitad del camino entre la antigua Tomebamba y la tierra de los Huancavilcas, en pleno nudo del Cajas, hay un pequeño pueblo (léase caserío), cuya infraestructura urbana no pasa de una decena de casitas de techo de eternit, y al borde de la carretera, bajo un llamativo letrero de Coca- Cola, un “paradero” donde se ofrecen almuerzos, insumos varios y gaseosas sin helar.

Fue justamente aquí donde, antes de comenzar el trayecto hacia las ruinas del otrora Tambo Imperial de Molleturo, encargamos un frugal almuerzo que tendría que estar listo hacia las cinco de la tarde, hora en la cual teníamos planeado regresar antes de emprender el camino de regreso a Cuenca. Preguntamos a la encargada del lugar si conocía de alguna persona interesada en guiarnos hasta el complejo arqueológico referido y tras hacernos esperar unos breves minutos, regresó con su hermano menor, Manuel, muchacho que no tendría más de doce años, quien, equipado con un machete casi tan largo como él, un par de gastadas botas “siete vidas” y una raída chompa bastante pasada de su talla (seguramente regalo de algún osado explorador que nos precedió en la aventura), se ofreció a guiarnos, a cambio, por supuesto, de una pequeña propina “aunque sea para las colitas”.
Le preguntamos a nuestro joven guía acerca del tiempo y la distancia aproximada de la expedición, y con su acento entre cantadito y medio amonado (que hacía adivinar su lugar de origen: casi exactamente la mitad del camino entre Cuenca y Guayaquil), nos dijo que no tomaría mucho… “una media horita andando rápido por ese camino no más es…”. Así dispuesta la expedición, emprendimos el camino hacia Paredones de Molleturo. El altímetro del GPS indicaba que nos encontrábamos a una altitud aproximada de 1800 m.s.n.m., que más o menos reflejaba la calidez del clima y la exuberancia del follaje que nos acompañó durante la primera parte de la expedición.
Tomamos el camino que, según el decir de Manuel, nos conduciría a nuestra meta en aproximadamente media hora. En fila india y con el ánimo dispuesto emprendimos la caminata con el vigor propio de aquellos que están convencidos de que la caminata no sería demasiado larga, pero al pasar la primera hora, se reflejaba la ansiedad y las sombras de cansancio en los expedicionarios y, tras repreguntar a Manuel por la distancia restante, utilizando casi las mismas palabras repitió “una media horita nomás falta, señor…”
Continuamos por un camino cada vez más angosto y empinado; poco a poco el verdor y la exhuberancia del follaje de la primera parte de la jornada fueron cambiando por pajonales dorados y el calor pegajoso por el
viento helado, la lechosa neblina y una fina y fría llovizna que arreciaba, sin compasión, en nuestros cada vez más cansados y acongojados rostros. Seguimos escalando por el angosto chaquiñán hasta el punto en que las nubes fueron quedando bajo el nivel de nuestros pies y por sobre ellas, se podía apreciar azules, distantes y majestuosas las cumbres del macizo del Cajas, hasta perderse y mimetizarse con el celeste del firmamento de los cañaris.
Al borde del agotamiento, con el corazón que quería saltársenos de la boca (debido a la información inicial, ninguno tuvo el cuidado de aprovisionarse de agua o al menos panela para hacer más llevadera la caminata), volvimos a indagar al joven Manuel, quien, no recuerdo cuantas veces desde ese momento repitió “media horita no más”, “a la vuelta de esa peña no más es”, y finalmente un “¿Si ven esa casita en la montaña de al frente?, Justo atrás de ahí nomás queda…” Al escuchar aquello, creí que me iba a morir allí mismo, pero luego recordé aquella frase popular de “muerto por mil, muerto por mil quinientos”, y decidí hacer un trato con el Creador y llegar, aunque sea a gatas a la tan ansiada meta. Apretamos pues el paso con Roberto (a estas alturas, un miembro de la expedición no aguantó el trajín y se quedó a medio camino), y nos adelantamos del grupo.
La idea no era mala: caminábamos veinte minutos rápido y descansábamos diez minutos, que era la distancia que lográbamos sacarle al resto de la expedición, y debido al frío del ahora sí, típico páramo, lográbamos refrescarnos un poco cada vez. En este punto de la jornada, a cuatro horas y no sé ni cuántos kilómetros en horizontal y vertical de haber iniciado el viaje, me senté con Roberto en una pequeña loma a esperar al resto del grupo que estaba a unos diez minutos detrás nuestro. Hacía frío, y había una neblina que no nos dejaba ver más allá de nuestro brazo estirado.
Repentinamente, justo en el momento en que nos alcanzó el resto del grupo, y casi por arte de algún ensalmo, la neblina se disipó, y como si se hubiera abierto el telón de algún teatro, nos encontramos de pronto sentados al borde de un camino inca empedrado, de aproximadamente cuatro metros de ancho, y en medio de un complejo de muros, pirámides y una decena de construcciones de piedra que ocupaban un área aproximada de tres hectáreas… POR FIN HABIAMOS LLEGADO AL TAMBO IMPERIAL DE PAREDONES DE MOLLETURO!!!! Con una felicidad inenarrable, agradecimos a Manuel por su ayuda, no sin reprocharle amistosamente lo largo y lo cansado de la caminata y livianamente reclamarle el que no nos lo haya advertido. Manuel sonrió y nos dijo con un brillo de picardía en sus juveniles ojos “pucha, señor, no sea así, si yo aquí sabía venir con mis amigos a jugar fútbol…”

Nota:
Paredones de Molleturo es un complejo grande con varias habitaciones, ubicado en una ladera que mira hacia una especie de plaza donde se halla una plataforma de piedra provista de un graderío. El sitio no ha sido excavado, pero su importancia es clara, ya que está conectado por un ramal del capacñan, tanto con la Tomebamba inca, como con el antiguo embarcadero cañari, llamado en la colonia Puerto de Bola (N.E.).

Última actualización el Martes, 17 de Abril de 2007 10:45